Gazeta de Antropología, 2017, 33 (2), artículo 03 · http://hdl.handle.net/10481/54676 Versión HTML
Recibido 22 diciembre 2017    |    Aceptado 27 diciembre 2017    |    Publicado 2017-12
Morin y Heráclito, conexiones entre sus ideas
Morin and Heraclitus, connections between their ideas




RESUMEN
Edgar Morin ha expresado su interés por los fragmentos de Heráclito y ha reconocido la influencia que el filósofo presocrático ha tenido en algunos de sus planteamientos más importantes. En el artículo se indagan y exponen las conexiones entre las ideas de ambos pensadores: una serie de influencias de Heráclito en Morin explícitamente reconocidas por este y varias conexiones entre las ideas de ambos filósofos que, en opinión del autor del artículo, pueden establecerse con pertinencia.

ABSTRACT
Edgar Morin has expressed interest in the fragments of Heraclitus and has recognized the influence that the pre-Socratic philosopher has had on some of his most important approaches. In the article the connections between the ideas of both thinkers are investigated and exposed: a series of influences of Heraclitus in Morin explicitly recognized by this and several connections between the ideas of both philosophers that, in the opinion of the author of the article, can be established with pertinence.

PALABRAS CLAVE
Edgar Morin | Heráclito | complejidad | logos
KEYWORDS
Edgar Morin | Heraclitus | complexity | logos


Introducción

Edgar Morin ha manifestado en numerosas ocasiones su interés por Heráclito de Éfeso, filósofo presocrático que habría alcanzado su acmé (madurez, edad de cuarenta años) a principios del siglo V a. C., y ha reconocido explícitamente la influencia de este autor en su pensamiento, lo mucho que los fragmentos de Heráclito le han inspirado (1). Cita a Heráclito en varios de sus textos y le ha dedicado un capítulo en su libro Mes philosophes (2013: 21-34). Ese capítulo es la parte de su obra donde de manera más sistemática expone la influencia que Heráclito ha tenido en su pensamiento; en él, cita algunos fragmentos de Heráclito y refiere las ideas que estos le han sugerido.

Morin (2013: 21) se confiesa “profundamente heraclíteo”. Heráclito es un filósofo que siempre lo ha acompañado, desde que conoció su obra; lo considera como un filósofo de plena actualidad, ya que, en su opinión, nos ayuda a pensar las contradicciones fundamentales que encontramos en distintos ámbitos (Morin 2013: 21 y 23). Tiene en su biblioteca varios ejemplares de los fragmentos de Heráclito; le gusta releerlos, comparar las distintas traducciones, detenerse en los que lo cautivan y reflexionar sobre y a partir de ellos. Cuando tiene necesidad de regenerar su pensamiento, de retornar a sus hontanares, siempre recurre a Heráclito y relee algunos de sus fragmentos, en los que siempre encuentra inspiración. Cuando se separó de su primera esposa, le dejó a esta todos sus bienes (el apartamento, los muebles, el dinero de la cuenta bancaria), salvo una decena de libros, entre ellos “mi Heráclito” (Morin 2013: 34).

En el presente artículo pretendo indagar y mostrar distintas conexiones entre el pensamiento de Heráclito y el de Morin, lo que haré a través de la exposición de varias ideas fundamentales del filósofo de Éfeso y del sociólogo francés. Expongo dos tipos de conexiones: en primer lugar, una serie de influencias de Heráclito en Morin que han sido explícitamente reconocidas por este último; en segundo lugar, varias conexiones entre las ideas de ambos autores que no han sido referidas ni explicitadas por Morin, pero que, en mi opinión, pueden establecerse con pertinencia. Las conexiones que estableceré no solo ponen de relieve las influencias de Heráclito sobre Morin, sino que también sitúan al pensamiento complejo de Morin como marco interpretativo de los fragmentos de Heráclito, como marco que permite profundizar y ampliar el significado de estos (Gustavo Fernández 2007 ha emprendido y desarrollado de manera explícita y muy acertada ese ejercicio hermenéutico).

Como hacen otros muchos autores, y para abreviar en la redacción y confección del texto, hablaré –como de hecho ya he hablado– de los fragmentos y del pensamiento de Heráclito. Pero aquí conviene hacer dos precisiones.

En primer lugar, no hay que olvidar que de Heráclito solo tenemos fragmentos atribuidos a Heráclito. No nos ha llegado y en consecuencia no tenemos libro alguno de un filósofo presocrático. Contamos con algunas obras de la Grecia antigua anteriores a los presocráticos (los libros atribuidos a Homero y Hesíodo) y con obras de autores contemporáneos de dichos filósofos (las de Esquilo, Sófocles y Eurípides), pero ninguno de los libros atribuidos a los filósofos presocráticos se ha conservado, en el supuesto de que realmente hubiesen sido escritos (2).

En segundo lugar, mi exposición del pensamiento de Heráclito resulta, obviamente, de mi lectura o interpretación de los fragmentos que se le atribuyen. El hecho de que, como he señalado antes, de Heráclito solo dispongamos de fragmentos obliga a sus lectores, interesados en captar el sentido del pensamiento del efesio, a un ejercicio interpretativo mayor que el que sería necesario si nos hubiesen llegado los libros que supuestamente escribió. Además, en el caso de Heráclito, el ejercicio interpretativo resulta aun más necesario e inevitable que en el de otros filósofos presocráticos, dado el tono profético, incluso oracular, que algunos de sus textos destilan (3), el recurso a alegorías por parte del efesio y la carencia de partículas conectivas en varias de sus frases (fr. A 1a y fr. A 4), todo lo cual contribuyó a que Timón de Fliunte (autor satírico del siglo III) lo calificase de “enigmático” y a que Cicerón le diese el sobrenombre de el oscuro (4).

En mi lectura de Heráclito apenas he prestado atención a las eruditas disquisiciones filológicas obsesionadas por la búsqueda y el logro de la interpretación correcta y únicamente válida de la terminología del efesio, suponiendo que esa aspiración tuviese algún sentido, pero tampoco me he desentendido de las posibles traducciones correctas de sus fragmentos (he utilizado Rodríguez Adrados 1973, Mondolfo 1973, Eggers y Juliá 1978 y García Calvo 1985), ni de la ubicación de las ideas de Heráclito en la sociedad y el pensamiento griego de su época (he leído García Quintela 1992 y Alonso 1994). Comparto la opinión de Schettino (1968: 225) de que en la comprensión de los fragmentos de Heráclito conviene evitar dos “extremos” que se han dado en las lecturas que de ellos se han hecho: en un extremo, “un exagerado bizantinismo filológico”; en el otro, “la interpretación subjetivista”.

 

1. Physis: la naturaleza de la naturaleza

 1.1. La physis heraclítea: fuego y logos

La reflexión sobre la physis (término que Cicerón tradujo al latín como natura, naturaleza) constituye uno de los núcleos de la filosofía presocrática (5). Según algunos testimonios  (fr. A 1 y fr. A 16), Heráclito habría escrito un libro titulado Sobre la naturaleza.

La noción griega de physis se aplica a la totalidad del universo, al conjunto de la naturaleza, y también a sus componentes. Los significados que adquiere en ambos casos se encuentran relacionados. Implica e incluye tres ideas (Calvo 2000): principio (arché), proceso (devenir o desarrollo) y cosmos.

En relación a la totalidad del mundo, la physis tiene que ver con la pregunta por el origen de este, con la pregunta sobre el principio o elemento originario a partir del cual se ha constituido y desarrollado el mundo. Así pues, la physis es la sustancia o el sustrato originario, primordial e ingenerado (nada hubo antes de él) a partir del cual se ha constituido el mundo y, en consecuencia, el elemento del que están compuestos todos los entes, tanto las cosas físicas como los seres vivientes. De ese modo, la physis se encuentra permanentemente presente y activa en todos los entes como fuerza o poder generador (Calvo 2000: 26), es “la fuente originaria de las cosas, aquello a partir de lo cual se desarrollan”, “la realidad subyacente a las cosas” (Jaeger 1977: 26).

El cosmos es el resultado o la consumación del proceso de desarrollo del principio originario: es el universo ordenado en función de una determinada regla o norma. La idea de cosmos remite, pues, al orden actual del universo, de la naturaleza, en un doble sentido: el modo como la naturaleza está ordenada y el orden que la naturaleza genera e impone (Calvo 2000: 23). El cosmos no es un ordenamiento cualquiera, cualquier disposición de la pluralidad de elementos que componen el mundo, sino la disposición más adecuada de estos. La noción de cosmos implica y conlleva una norma o regla en virtud de la cual se ordenan los componentes del cosmos, de modo que estos “están donde tienen que estar y actúan como les corresponde actuar sin sobrepasar nunca los límites que les son propios” (Calvo 2000: 28-29).

La physis (el principio y el orden del mundo) es eterna e imperecedera, no envejece y es inmortal. Tiene, pues, características propias de los dioses, y por ello fue calificada como “divina” por los filósofos presocráticos.

Entendida en relación a los entes, la physis es “la estructura o constitución de algo en tanto que resultado final de un proceso ‘natural’ de desarrollo” (Calvo 2000: 35); es lo que un ente realmente es más allá de su apariencia externa o inmediata perceptible (6), la estructura fundamental de un ente, su modo de ser propio, el conjunto de características y determinaciones propias de un ente, lo que un ente es y por tanto no puede dejar de ser para mantenerse como tal (lo que fue, es y será), su esencia (Fernández 2007).

En algunos fragmentos de Heráclito (por ejemplo, fr. A 5 y fr. A 10) el fuego aparece como principio (arché) de todas las cosas y como tal se le atribuye un carácter divino (fr. A 8 y B 67). El cosmos es “fuego siempre-vivo” (fr. B 30). “Todas las cosas se cambian por fuego y el fuego por todas las cosas, como las mercancías por oro y el oro por las mercancías” (fr. B 90). El fuego, como physis y arché, no desaparece cuando se constituyen los entes, sino que permanece latente en ellos y se expresa a través de ellos (Fernández 2007: 155). De ahí se deriva una uni-pluralidad o pluri-unidad de la realidad: en el fondo todas las cosas son una (fuego), y el elemento originario se diversifica en múltiples realidades heterogéneas y diferentes (7).

Algunos autores (como Spengler 1947: 45-46) opinan que Heráclito no habría considerado el fuego como sustancia física, sino como metáfora o símbolo del cambio, del devenir. El fuego existe como movimiento de llamas, en tanto que la combustión persiste. El fuego, pues, es en tanto que está en movimiento, y de aquí que pueda ser pertinentemente utilizado como símbolo del devenir, del flujo perpetuo que, para Heráclito, constituye la naturaleza de la realidad (véase más adelante el apartado 2.1).

El cosmos-fuego se enciende y apaga, se genera y destruye, en función de un determinado logos (fr. A 10 y fr.  B 30-31). El orden del cosmos supone el sometimiento de los elementos a un logos, es decir, el establecimiento de relaciones entre elementos en virtud de un principio de disposición, de estructuración o de organización (8). El logos genera la estructuración de los entes, de los fenómenos, de las realidades, posibilita su existencia. Así pues, merced al logos, se establecen la regularidad y la legalidad que permiten que la realidad sea inteligible, pueda ser comprendida por el entendimiento humano (Fernández 2007: 164).

El cosmos (“fuego siempre-vivo” que se enciende y apaga según medida) no ha sido creado por dios alguno, sino que es eterno, “existió siempre, existe y existirá” (fr. B 30-31). El orden del mundo (cosmos) y el logos (la medida, la norma) que lo hace posible no han sido instaurados por agente externo (divinidad) alguno, sino que son intrínsecos a la physis. La physis tiene capacidad para generar orden, estructuras, sin necesidad de que intervenga ningún agente externo; tiene capacidad para generar orden a partir del desorden: “El más bello cosmos es un montón de desperdicios lanzados a voleo [al azar]” (fr. B 124).

Se trata de una visión del cosmos contraria a la que Platón expuso en su Timeo. En este diálogo Platón niega la posibilidad de que el orden pueda surgir espontáneamente a partir del desorden. Para que pueda pasarse del desorden al orden, para que puedan generarse y conformarse estructuras, organizaciones, para que el cosmos pueda conformarse, hace falta la intervención de un demiurgo exterior que transfiera los modelos a la materia desordenada: “el dios” condujo el caos, el desorden, al cosmos, al orden (9).

 1.2. La naturaleza de la naturaleza: organización y tetragrama

 1.2.1. Organización, sistema y producción-de-sí

El primer volumen de El método, la obra magna de Edgar Morin, lleva por subtítulo La naturaleza de la naturaleza y en él propugna un retorno a la idea de naturaleza como physis. Según Morin, el universo que hoy dibuja la cosmofísica es un universo reanimado, dotado de generatividad y creatividad organizacional, en el que la naturaleza recobra sus virtudes organizado­ras y productoras, puede volver a ser concebida como physis, en el sentido que esta noción tenía para los presocráticos y en el De rerum natura de Lucrecio (Morin 1977: 423-424) (10). La idea de physis asume el desencantamiento del universo, su privación de espíritus, de dioses, de Dios, pero reencanta el universo al dotarlo de poder autocreador y auto-organizador (Morin 1989a: 9).

Morin entiende la naturaleza (physis) como organización activa productora-de-sí. Las ciencias actuales han mostrado que la organización es “el fenómeno clave de nuestro universo” (Morin 1989b: 265). La organización es la capacidad que de facto tiene nuestro universo para (auto) producir entidades consistentes, más o menos estables, dotadas de cualidades y propiedades emergentes.

La noción de physis incluye el aspecto material (físico-químico) y energético del universo, pero no se circunscribe a este, sino que es más amplia y rica, puesto que incluye también la idea de “organización activa”. Lo fundamental de la physis moriniana no es su carácter material-energético, sino su índole organizacional activa, su actividad organizacio­nal: “es mediante la organización y no por la materia como la vida se diferencia del mundo físico-químico” (Morin 1998: 16). Las diferencias entre los niveles físico, biológico y antroposocial no son de materia, de sustancia. La materia viva no es una sustancia o esencia distinta de la materia físico-química. Como Jacques Monod dijo, no hay materia viva; la materia es materia físico-química. La diferencia entre lo físico y lo biológico no es de sustancia, sino de organización. A partir de la materia física y de las capacidades organizacionales de nuestro universo emergen nuevas organizaciones (vida, humanidad). Como François Jacob (1971) ha señalado, lo que evoluciona no es la materia, sino la organización.

Dado que la idea moriniana de organización surge a partir de la complejiza­ción de la idea de sistema, ambas nociones resultan inseparables y se implican o encabalgan conceptualmente. Morin (1977: 126) define la organización como “la disposición de relaciones entre componentes o individuos que produce una unidad compleja o sistema, dotado de cualidades desconocidas en el nivel de los componentes o individuos”. La organización liga, une y transforma los elementos en un sistema o totalidad y, de ese modo, produce y mantiene el sistema, asegura su permanencia, existencia e identidad tanto en su dimensión estructural como en su dimensión fenoménica. La organización es “formación transformadora”, pues, al unir elementos para formar un todo, estos, en tanto que partes de un todo, son transformados, pierden unas cualidades y adquieren otras; la organización “forma (un todo) a partir de la transformación (de los elementos)”, es, pues, morfogenésica (da forma).

Por lo que a la noción de sistema se refiere, si conjuntamos varias características que Morin (1977: 121, 124, 128-129 y 176) ofrece de esta, se puede elaborar la siguiente definición: el sistema es una unidad global compleja (una totalidad, un todo), organizada y organizadora, de interrelaciones entre distintos constituyentes (elementos, partes, acciones o individuos), que posee cualidades o propiedades nuevas (emergencias) irreductibles a las propiedades de sus componentes considerados estos de forma aislada o yuxtapuesta (11).

Las concomitancias entre las dos nociones son evidentes. Pero, aunque las ideas de sistema y de organización sean inseparables y se solapen conceptualmente, no obstante son “relativamente distinguibles”. La idea de sistema “remite a la unidad compleja del todo interrelacionado, a sus caracteres y sus propiedades fenoménicas”; la de organización “remite a la disposición de las partes dentro, en y por un todo” (Morin 1977: 127).

Ahora bien, los diversos conceptos (sistema, organización, interrelaciones, unidad global, emergencia, etc.) utilizados en las anteriores caracterizaciones se implican mutuamente y son inseparables. Así, “la organización y la unidad global pueden ser consideradas como cualidades y propiedades nuevas que emergen de las interrelaciones entre partes”, “la organización y las cualidades nuevas pueden ser consideradas como rasgos propios de la unidad global”, “la unidad global y sus cualidades emergentes pueden ser consideradas como los productos mismos de la organización”, la noción de emergencia “puede confundirse con la totalidad, siendo el todo emergente y la emergencia un rasgo propio del todo” (Morin 1977: 129).

Como su nombre indica (organizacción), las organizaciones físicas se producen mediante acciones (movimientos, interacciones, reacciones, retroaccciones, transacciones, generaciones, creaciones, transformaciones, etc.), son organizaciones activas. De manera más precisa, Morin, apelando a la pareja conceptual competencia/actuación de la lingüística chomskyana, entiende las organizaciones activas como aquellas que efectúan su praxis (es decir, sus transformaciones, producciones o realizaciones) en virtud de una competencia organizacional.

Define la competencia como “la aptitud organizacional para condicionar o determinar cierta diversidad de acciones/transformaciones/producciones” (Morin 1977: 185). A diferencia de las acciones que resultan de encuentros azarosos entre procesos separados, las acciones que se efectúan en, por y para una organización son producidas en función de propiedades organizacionales (lo que no excluye por principio el posible carácter aleatorio de determinadas acciones en el seno de una organización). Por su parte, la praxis es el “conjunto de actividades que efectúan transformaciones, producciones, realizaciones a partir de una competencia” (Morin 1977: 186).

Las organizaciones activas “están dotadas de virtudes generativas y regenerativas internas: son productoras-de-sí, organizadoras-de-sí, reorganizadoras-de-sí, su poiesis se identifica, en primer lugar, con la producción permanente de su propio ser” (Morin 1977: 211). Para comprender las ideas de producción-de-sí y de reorganización-de-sí, Morin se basa en las ideas de bucle y de apertura.

El bucle comporta siempre circuitos y/o ciclos, y puede ser retroactivo o recursivo. Hay retroacción cuando existen procesos en circuito en los que los “efectos” retroactúan sobre sus “causas”. Pueden distinguirse dos tipos de retroacción: negativa y positiva.

La retroacción negativa anula las perturbaciones y las desviaciones, con lo que actúa en forma de bucle que produce la repetición de los procesos sistémicos; de ese modo, crea un estado de entropía estacionaria, conserva las formas (morfostasis) y mantiene la constancia. Toda organización activa implica regulaciones, en el sentido de que el bucle tiende a anular las desviaciones y perturbaciones que aparecen; anulándolas, la regulación contribuye a la producción-de-sí.

Por su parte, la retroacción positiva amplía las desviaciones y genera crisis, desajustes y accidentes que provocan un incremento de entropía, la dispersión y destrucción de las formas existentes (pero también, como veremos inmediatamente, puede dar lugar a la creación de nuevas formas, a morfogénesis y evoluciones).

El “entendimiento clásico” comprendió esas dos retroacciones de modo disyuntivo y exclusivamente antagonista: mientras que la retroacción negativa mantiene la constancia organizacional, la retroacción positiva no puede ser más que desorgani­zadora. Ahora bien, para Morin, tales organizaciones, tanto en el ámbito de la vida como en el ámbito antroposocial, están asociadas de manera compleja (es decir, que su relación no es solo de antagonismo y competencia, sino también de complementariedad). Su relación es complementaria porque en ambos ámbitos la retroacción positiva, por ser desorganizadora, puede despertar las potencialidades genésicas. La retroacción positiva despierta los desequilibrios y las inestabilidades, y puede crear procesos cismogenésicos en los que surjan desviaciones, que pueden consolidarse como tendencias, y en los que se creen novedad y diversidad. De ese modo, dichos desequilibrios y procesos pueden ser genésicos y aportar la posibilidad de nuevas formas organizadoras.

Por lo que a la idea de bucle recursivo concierne, esta es más compleja y rica que la de bucle retroactivo. El bucle recursivo “es un proceso en el que los efectos o productos al mismo tiempo son causantes y productores del proceso mismo, y en el que los estados finales son necesarios para la generación de los estados iniciales. De este modo, el proceso recursivo es un proceso que se produce/reproduce a sí mismo, evidentemente a condición de ser alimentado por una fuente, una reserva o un flujo exterior” (Morin 1986: 111-112).

 1.2.2. El tetragrama moriniano

El concepto moriniano de organización está ligado, de modo inseparable, a los conceptos de orden, desorden e interacción (12), con los que Morin configura lo que denomina como “el tetragrama” o ─en tanto que las nociones que lo constituyen están relacionadas mediante bucles─ el “bucle tetralógico”.

El tetra­grama es “el principio inmanente de transfor­maciones y de organiza­ción” de la physis; la physis “emerge, se despliega, se constituye, se organiza” a través de “juegos tetralógicos” (Morin 1977: 75). La asociación compleja de las nociones que conforman el tetragrama es la base de complejidad insimplificable e irreductible para toda teoría sobre el universo físico y, por tanto, también para las teorías sobre el mundo biológico y la esfera ántropo-social (Morin 1977: 104).

El bucle tetralógico significa:

1) Que del desorden puede surgir orden y organización. El desorden está presente en el origen de las organizaciones y, aunque las amenace sin cesar con la desintegración, no solo se opone al orden, sino que coopera con este para crear organización. Así, “los encuentros aleatorios, que suponen agitación, y por tanto desorden, fueron generadores de las organizaciones físicas (núcleos, átomos, estrellas) y del (o de los) primer(os) ser(es) viviente(s)” (Morin 1982: 103).

2) Que el juego entre orden, desorden y organización es un juego de interacciones (13). El concepto de interacción es necesario, ya que “la mayor parte de los sistemas no se constituyen de ‘partes’ o de ‘constituyentes’, sino de acciones entre unidades complejas, constituidas a su vez por interacciones” (Morin 1982: 204). Las interacciones suponen elementos, seres u objetos materiales que puedan encontrarse, y, a su vez, son también “acciones recíprocas que modifican el comportamiento o la naturaleza de los elementos, cuerpos, objetos y fenómenos que están presentes o se influencian” (Morin 1977: 69).

3) Que las interacciones son inconcebibles sin desorden: requieren condiciones de encuentro y, para que haya encuentros, es preciso que haya desorden (agitación, turbulencia, flujos contrarios, etc.).

4) Que no todas las interacciones son azarosas; muchas obedecen a leyes, determinaciones y constreñimientos, es decir, son fruto de un determinado orden que ya se ha establecido y que es mantenido.

5) Que orden y organización son inconcebibles sin interacciones. Ningún fenómeno puede ser concebido aparte de las interacciones que lo han constituido y de las interacciones en las que participa. El orden no es exterior a las cosas, sino producto de las interacciones entre los elementos y fenómenos ─regidos, a su vez, por ese orden─. Bajo determinadas condiciones, las interacciones se convierten en interrelaciones (asociaciones, uniones, combinaciones, etc.) y son generadoras de formas y de organización (14).

6) Que “las organizaciones producen orden al mismo tiempo que son coproducidas por los principios de orden” (Morin 1982: 101). El orden requiere de la organización; solo se expande “cuando la organización crea su propio determinismo y lo hace reinar en su entorno” (Morin 1977: 75). Una organización constituye un conjunto o “todo” no reductible a sus partes porque dispone de constreñimientos y de cualidades emergentes que retroactúan sobre estas. Tales constreñimientos, emergencias y retroacciones constitutivas de la organización posibilitan el estableci­miento de constancias, estabilidades, regularidades…, es decir, de orden.

Morin conforma su bucle tetralógico conjuntando el principio de entropía, desorden, degradación y desorganización y un “principio de selección organizacional” (Morin 1977: 92). A pesar de que todo nacimiento de organización es –de resultas del principio de entropía– improbable, no obstante, se han producido procesos, cada vez más complejos, de orden y organización. Estos procesos son posibles porque la organización es un fenómeno de “clausura relativa”, constituye sus propios constreñimientos, su propia estabilidad, protegiéndose así contra los desórdenes del entorno; porque orden y organización constituyen “un principio de selección” en virtud del cual disminuye el desorden y aumenta la probabilidad de mantenimiento e incremento –temporales y concretos– de la complejidad, del orden y de la organización. La “versión máxima” del segundo principio de la termodinámica, según la cual el proceso cósmico es un proceso irreversible hacia la degradación y la dispersión del universo, no puede explicar cómo y por qué se han configurado y desarrollado islotes de orden y organización. Para explicar esto, Morin inserta, comprende y desarrolla la idea de entropía dentro de una teoría de la organiza­ción. Al segundo principio de la termodinámica (paso del orden/organización al desorden) engrana un “principio cosmo-físico” o “principio físico de selección natural”, “verdadero poder cósmico” en virtud del cual en el universo, a partir de los desórdenes y constreñimientos propios de los elementos materiales presentes, y vía interacciones, surgen organizaciones con capacidad para automantenerse, estabilizarse, resistir a los desórdenes y autodesarrollarse.

Más allá de ese principio de selección, Morin no olvida que la inmensa mayoría del universo solo existe en estado de inorganización y dispersión. Ciertamente, a partir del desorden se ha producido una evolución hacia una mayor complejidad organizacional (átomos, moléculas, astros, macromoléculas, aminoáci­dos, etc.), pero estos fenómenos organizacionales “son minoritarios, marginales, locales, temporales, improbables, desviantes. Son pequeños grumos, paréntesis, archipiélagos en el inmenso océano probabilístico del desorden” (Morin 1977: 82). Por otra parte, Morin (1977: 90) recuerda que todo logro organizacional supone una irremisible producción de entropía. Si consideramos los sistemas no aisladamente, sino en un entorno, entonces toda regresión de entropía en un sistema (toda actividad y todo desarrollo organizacional) se paga con un incremento de entropía en el entorno. Todo lo que produce orden y organización genera también, irremisiblemente, desorden, degradación y, en última instancia, muerte.

 

2. Ser y devenir

 2.1. La physis como devenir: todo fluye

Heráclito habría defendido que todas las cosas, incluso las que parecen estables y permanentes, se encuentran en movimiento: “todo se mueve y nada permanece” (fr. A 6: Platón, Crátilo, 402a). Nunca nos bañamos dos veces en el mismo río, pues sus aguas, en tanto que fluyen, son siempre diferentes (fr. B 12). Según Platón (Teeteto, 180 c-d), para Heráclito y sus seguidores la estabilidad de las cosas, su permanencia, era mera apariencia; la realidad es que todas las cosas se encuentran en movimiento, en continuo fluir. Por mor de estos planteamientos, Heráclito ha sido tradicionalmente considerado como el filósofo del devenir (15).

Para algunos autores la primacía que Heráclito le concedió al devenir habría conducido al efesio y a sus seguidores a una negación del ser, de la permanencia (16). Heráclito habría afirmado que las cosas “jamás son realmente” (Simplicio, Física, 1313, 8; cit. por Eggers y Juliá 1978: 326-327). Según Aristóteles (Del cielo, III 1, 298b), parece que Heráclito quiso decir que todas las cosas “se generan y fluyen, sin que haya nada firme”, de modo que “solo una cosa permanece”: el principio según el cual todas las cosas “nacen por transformación”.

De ese modo, Heráclito formaría parte de la tradición filosófica que ha considerado al devenir como privación de ser y como lastre para la obtención de conocimiento sólidamente fundado (de episteme, de ciencia). Lo que deviene “jamás nada es”, afirmó Platón en su Teeteto (152e). Para Aristóteles (Metafísica, I 6, 987a), no puede haber ciencia de cosas que no cesan de fluir, que carecen de estabilidad; y, según el estagirita (Metafísica, XIII 4, 1078b), el hecho de que Platón hubiese asumido esa tesis fue la causa de que adoptase la teoría de las Ideas, en la que establece la posible existencia de “naturalezas permanentes” de las que, como tales, puede haber ciencia.

Sin embargo, el fragmento B 49a posibilita una interpretación distinta de las ideas de Heráclito: “en los mismos ríos nos bañamos y no nos bañamos; tanto somos como no somos”. Este fragmento apunta más bien a una relación paradójica o compleja entre devenir y ser (véase Eggers y Juliá 1978: 328, Valls 1982: 16 y Fernández 2011: 280). El ser, para seguir siendo, precisa del devenir, pues, como le ocurre al brebaje llamado kykeón (bebida de cebada), se descompone si no se mueve (fr. B 125); pero también requiere de algún tipo de permanencia temporal. Como veremos, el planteamiento de Morin sobre la relación entre ser y devenir va en esa línea.

Si la primera línea interpretativa establece una oposición entre el ser y el devenir, en la que ambos serían incompatibles y excluyentes, esta segunda interpretación establece una dialéctica entre el ser y el devenir, en la que entre estos no hay solo una relación de oposición, sino también de complementariedad. La clave reside en no pensar el devenir solo como lo opuesto al ser, como lo que impide la permanencia, sino también como generador y base del ser; en mostrar cómo los entes constituyen su ser mediante y en el devenir, son en tanto que devienen.

Si partimos de que la realidad es devenir, quizás cabría trazar la diferenciación, no entre ser y devenir, sino entre tipos distintos de devenir, entre un devenir-más rápido y un devenir-más lento. Nos bañamos en el mismo cauce del río, que permanece, persiste (si bien también sujeto a procesos de cambio), pero no en las mismas aguas, que fluyen. Así, lo que permite afirmar que se trata del mismo río, a pesar del fluir continuo de las aguas, es que el cauce por el que las aguas discurren está en un proceso de cambio más lento (no en una permanencia de ser inmutable) que el que presentan las aguas en su fluir, proceso de cambio que, además, no altera de manera brusca la configuración (el ser, la identidad) del cauce.

Según Eggers y Juliá (1978: 328), el hecho de que utilicemos y mantengamos la misma denominación para referirnos a cosas que cambian contribuye a que no nos percatemos del fluir continuo en el que las cosas existen, a que pensemos o presupongamos la estabilidad del ser. Ciertamente, todo está en movimiento, en devenir. Pero en muchos casos se trata de pequeñas modificaciones, de modo que la diferencia entre un estado y otro solo se manifiesta y constata a medio o largo plazo, y modificaciones pequeñas o no sustanciales no justifican que el ente que las experimenta sea nombrado de manera diferente, pues se trata de modificaciones que no generan un cambio de ser, que no ocasionan cambios relevantes en las propiedades o características del ente. Además, hay cambios que consisten en la sustitución de un elemento por otro igual o muy similar (por ejemplo, células del mismo tipo) y que por ello no suponen transformaciones del ser, de la identidad, sino que contribuyen a la continuidad del ser global, al mantenimiento de la identidad.

 2.2. El devenir crea el ser: relación dialógica entre ser y devenir

En la producción-de-sí Morin otorga una relevancia capital a los procesos retroactivos y recursivos. Todo sistema que trabaja produce entropía; tiende entonces a degenerar, a desorganizarse. Por ello, para mantenerse en el ser, tendrá que regenerarse y reorganizarse sin cesar: la producción-de-sí es regeneración y reorganización permanentes. Todo sistema está amenazado por desórdenes exteriores e interiores, por lo que su permanencia (su sobrevivencia) no es inercial, sino resultado de una organización activa que combate y repara los desórdenes (degradaciones, desorgani­za­ciones) que se producen (Morin 1977: 156-157). El orden organizacional es un orden construido y conquistado sobre el desorden. De modo paradójico, esa actividad permanente, ese turnover ininterrumpido, produce estados estacionarios, formas constantes: el devenir crea el ser. Lo paradójico es que hay “estado estacionario” (steady state: equilibrio, estabilidad global, constancia en la forma) “porque hay desequilibrio, inestabilidad, movimiento, cambio” (Morin 1977: 218). Pero los procesos recursivos requieren y dependen, para seguir produciéndose, de una constancia, de una permanencia, de existencia, de ser: ser es “permanecer constante en las formas, la organización, la genericidad, es decir, la identidad” (Morin 1977: 219). Por tanto, los procesos recursivos (movimiento) y el ser (estado estacionario, morfostasis) se coproducen. De ese modo, Morin complejiza las relaciones ser/movimiento, equilibrio/desequilibrio, estabilidad/inestabili­dad; es decir, no contempla sus términos solo como alternativas simples excluyentes, sino como “términos que se convierten en complementarios sin dejar de ser antagonistas” (Morin 1977: 220).

La organización activa se mantiene en el ser y se desarrolla (producción-de-sí), en vez de aumentar su entropía y desintegrarse, gracias a que mantiene una apertura a su entorno mediante la que sostiene con este intercambios de materia y energía. Los sistemas están en estado de desequilibrio retomado o compensado, de dinamismo estabilizado; es decir, mantienen sus estructuras mediante la sustitución de los constituyentes degradados, y esta sustitución se realiza gracias al intercambio de materia, energía e información con el exterior. Pero, a la vez que se abren al mundo exterior, los sistemas se clausuran sobre sí mismos, se cierran al exterior, llevan a cabo procesos de cerramiento, con el fin de mantener su medio interno; de ese modo, organizan “su clausura (es decir, su autonomía) en y por su apertura” (Morin 1990: 44).

Mediante la praxis (producción, regeneración, autoproducción incesante) se produce un cerramiento y una emergencia de ser y de autonomía. Los “sistemas activos” mantienen al mismo tiempo una apertura y una clausura organizacionales. La apertura consiste en intercambios materiales, energéticos y/o informacionales con el entorno y permite la existencia del sistema. La clausura se realiza mediante procesos retroactivos y recursivos, y genera el ser y la autonomía (relativa) del sistema.

A través de la reproducción y recursión “de lo mismo sobre lo mismo” propias de la producción, emerge el , que es “el cerramiento original y constitucional de los seres abiertos” (Morin 1977: 243).

Con la noción de Morin se refiere a la idea de identidad. Mediante la regeneración y la reorganización los seres se producen a sí mismos, realizan una producción de lo mismo, y pueden efectuarla porque poseen sí-mismo, identidad. Si careciesen de , de identidad, cada regeneración podría dar lugar a otro ser, a un ser distinto. La generatividad consiste en “ser generado por lo mismo” (1977: 245 nota 1). Así pues, la identidad no resulta de la permanencia de una sustancia estática equivalente a sí misma, sino de una actividad retroactiva y recursiva; el ser y la identidad no son sustanciales, sino organizacionales. Y, además, el no se basta a sí mismo, sino que para ser depende de la obtención de un flujo energético a través de la apertura al entorno. A la vez que un cerramiento, el conlleva una apertura; apertura y cerramiento no se excluyen, sino que, aun pudiendo ser antagonistas, son también complementarios. Sin cerramiento sobre sí no habría ser, constancia de formas, identidad; todo sería dispersión. Pero el cierre es siempre relativo: requiere de la apertura; sin esta, sin la relación con el entorno, no habría conexión con las fuentes energéticas que alimentan la existencia.

La idea de organización activa es sinónima de la idea de reorganización permanente, y toda reorganización continua es, al mismo tiempo, regeneración y recursión permanentes. Es por esto por lo que, para comprender physis y bios, Morin (1977: 227-228 y 1980: 387-402) se ocupa de la raíz re- presente en un conjunto de ideas y fenómenos clave para entender lo físico y lo biológico: repetición (replicación, reentrada, recomienzo), retroacción (bucle), reorganización (renovación, restablecimiento), reproducción, regeneración, rememoración (representación psíquica), reflexión, recursión, reunión (conexión, comunicación), reutilización, reconstitución del mismo proceso (circuito, ciclo, cadena, bucle).

La identidad de los seres no está fundada en una invariancia estática, sino en el dinamismo, en la reorganización continua, en la formación de bucles. El bucle comporta repetición, recomienzo, regenera­ción, vuelta a sí y organización de sí. De ese modo, las aparentes estabilidades de la célula, del organismo o de la sociedad están basadas en la regeneración incesante de correlativamente moléculas, células e individuos. La aparente invariancia, estabilidad e identidad de las estructuras vivientes es resultado de continuos procesos de regeneración y reorganización, de una ininterrumpida reconstitución. Aparentemente, el organismo es estable, mantiene de modo invariable sus formas, sus estructuras, su identidad. Pero a escala microscópica pierde toda sustancialidad y se revela el fabuloso turnover que renueva incesantemente casi todos sus constituyentes moleculares y celulares. “Lo mismo” siempre retorna como “otro”, aunque la diferencia sea mínima e imperceptible.

 

3. La estructura enantiomórfica de la realidad

 3.1. Logos como acoplamientos (sucesión, lucha) de contrarios

Según los fragmentos de Heráclito, el logos es aquello en función de lo cual “todo sucede” (fr. A 16 y fr. B 1); el logos rige el mundo, sería la ley universal que rige todos los fenómenos del cosmos (Schettino 1968: 228). Más allá de la diversidad y las diferencias que las cosas presentan, el logos aparece como un principio unificador (17). Desde la óptica del logos común, todas las cosas son una (fr. B 10 y fr. B 50), es decir, tienen una misma esencia o naturaleza. El logos es lo perenne (inmortal) del mundo y lo más significativo e importante de este; es por ello que aparece calificado en varios fragmentos como divino.

¿En qué consiste ese misterioso logos fundamento y esencia del mundo? Consiste en que las cosas se constituyen, están modeladas, “a partir del movimiento de contrarios [enantios]” (fr. A 8). El mundo y los fenómenos que acontecen en este son “acoplamientos” (syllápsies) de contrarios, conjunciones o unificaciones de contrarios; la naturaleza estaría regida por la ley de la unidad y lucha de contrarios (Schettino 1968: 228). Esta idea de unidad o armonía de los contrarios sería retomada posteriormente por Nicolás de Cusa (primera mitad del siglo XV) y por Giordano Bruno (segunda mitad del siglo XVI) bajo la denominación de coincidencia oppositorum (18).

La comprensión de la realidad mediante el recurso a pares de opuestos es una constante en el pensamiento griego antiguo; la encontramos en Pitágoras y Anaximandro, y cabe retrotraerse hasta Homero y Hesíodo (véase Lloyd 1966). Pero en ningún autor adquiere tanta primacía y contundencia como en Heráclito (Fernández 2007: 160-161). Heráclito considera como divina a la unidad o armonía de contrarios: “El dios: día-noche, verano-invierno, guerra-paz, saciedad-hambre” (fr. B 67).

En los fragmentos de Heráclito encontramos dos tipos de relaciones entre contrarios. En unos fragmentos se trata de una sucesión de contrarios, que sería una modalidad importante del devenir: “todo se transforma desde un contrario hacia el otro” (fr. A 10), del día se pasa a la noche y de esta al día, a sonidos graves pueden suceder sonidos agudos y a estos de nuevo sonidos graves, “las cosas frías se calientan, lo caliente se enfría, lo húmedo de seca, lo reseco se humedece” (fr. B 126). En otros, se trata de una tensión u oposición sincrónica entre contrarios, de una lucha entre contrarios que se enfrentan al mismo tiempo, tal y como el arco y la lira están constituidos por cuerdas sostenidas en tensión por sus extremos tensados en direcciones opuestas (fr. B 50 y fr. B 51).

La relación de sucesión o de oposición sincrónica entre contrarios, la aparición y vigencia de uno u otro contrario, está sujeta a determinada medida, a determinado límite, a una determinada duración, en función de lo cual la sucesión u oposición de contrarios adquiere un orden y una regularidad (fr. B 100). El desarrollo, la manifestación, de un proceso, de un fenómeno, está o ha de estar limitado. Más allá de ese límite, el proceso finaliza y nace su contrario. Esa sucesión o alternancia de fenómenos contrarios de duración limitada es justa y ha de estar regida por la justicia, por Dike. La eliminación de la medida, del límite, es decir, la hybris, el exceso de un contrario en detrimento del otro, supone incurrir en una injusticia y ocasionaría la destrucción del cosmos (fr. B 94). Por ello, “la desmesura [hybris] debe ser apagada más que un incendio” (fr. B 43) (19).

Heráclito intenta que la lengua muestre esa esencia de la realidad, la armonía de los contrarios, y se vale de dos procedimientos para ello.

Un primer procedimiento está basado en el recurso a nombres que pueden sugerir significados contrarios a aquello que el ente nombrado es o causa: “el arco [biós] tiene nombre de vida [bíos], pero su función es causar muerte” (fr. B 48). Los términos con significado unívoco le parecen a Heráclito poco aptos para expresar la esencia de la realidad: “Lo único sabio, quiere y no quiere ser llamado con el nombre de Zeus” (fr. B 32). El nombre “Zeus”, al referir etimológicamente a la idea de “vida”, no deja ver la conjunción de opuestos propia del ser divino, que es tanto principio de vida como de muerte.

El segundo procedimiento consiste en la aplicación de parejas de contrarios a una misma realidad. Así, la armonía es consonante-disonante (fr. B 10), la divinidad “noche-día, invierno-verano, guerra-paz (…) todos los opuestos” (fr. B 67); el movimiento del tornillo es recto y curvo al mismo tiempo (fr. B 59); en un círculo, el principio y el final son lo mismo, coinciden (fr. B 103); “el camino hacia arriba y hacia abajo es uno y el mismo” (fr. B 60).

Por otra parte, Heráclito afirma que la guerra (polemos) es padre y rey de todas las cosas, es común a todas las cosas (fr. A 22 y fr. B 53). La guerra, la lucha, la discordia, la contraposición es necesaria para la generación de todas las cosas (fr. B 8 y fr. B 80). No habría armonía sin la contraposición entre tonos agudos y graves, ni habría animales sin la existencia de hembras y machos. Es por esto que Heráclito habría criticado la pretensión de Homero de que desapareciese la discordia (fr. A 22).

Deseamos que desaparezcan los males que sufrimos (enfermedad, hambre, vejez, muerte…), soñamos con un mundo sin esos males. Pero, si esos deseos se cumpliesen, su realización supondría la destrucción del mundo, el exterminio de “la materia”. Por ello “para los hombres no sería mejor que sucedieran cuantas cosas quieren” (fr. B 110). Los “males de la vida” son necesarios para la existencia de esta (fr. A 22). Heráclito reprochó a Hesíodo que este considerase a los días de invierno como días malos y a los primaverales como buenos (fr. B 106). Para Heráclito, todos los días, tanto los de invierno como los de primavera, son buenos, pues los primeros son tan fundamentales como los segundos para la constitución y continuidad del mundo, y sin ellos el mundo no existiría. Para los dioses, que contemplan y entienden las cosas en su conjunto, las guerras y los conflictos no son terribles, pues saben que son necesarios para la existencia del mundo, que contribuyen a su armonía y organización. Desde esa perspectiva, desde la perspectiva de la contribución de los fenómenos al funcionamiento, la organización y la existencia del mundo, todas las cosas son buenas: “para el dios todas las cosas son bellas y justas, mientras los hombres han supuesto que unas son injustas y otras justas” (fr. B 102).

Son muchos los comentaristas que consideran que el fragmento A 22, anteriormente referido, no puede interpretarse como una apología del belicismo (véase, por ejemplo, Fernández 2011: 278) (20). En la filosofía de Heráclito, la guerra (polemos) tendría un sentido metafórico o simbólico (Kirk y Raven 1957: 283). Se trataría de un reconocimiento del conflicto como proceso fundamental en la generación y regeneración del mundo, siempre que se desarrolle dentro de determinados límites (según logos, según medida), lo que hace que en el conflicto entre opuestos, tal y como Heráclito lo entiende, no haya propiamente vencedores ni vencidos, sino a lo sumo una sucesión de victorias y de derrotas temporales, pues todos los contrarios son necesarios para la constitución de los fenómenos. 

3.2. Complementariedad de los contrarios y dialógica

A Morin (2013: 21) le han interesado sobre todo y de manera particular dos ideas de Heráclito, que encuentra en algunos de sus fragmentos o extrae de ellos: una, la idea de que existen contradicciones fundamentales insuperables que alimentan la constitución de los fenómenos y el desarrollo de los procesos; la otra, la idea de la complementariedad de las contradicciones: según Morin (2013: 25), Heráclito se percató de cómo elementos contradictorios, en conflicto, resultan también complementarios, de cómo lo opuesto concuerda, se unifica o armoniza (21).

Cuando era joven, Morin (2013: 21), según nos revela, se encontraba confuso y preocupado por las contradicciones (desesperanza/esperanza, duda/fe, razón/misticismo) que vivía, que experimentaba en su interior. Así, antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, creía que había razones a favor de una revolución, pero pensaba también que tenían parte de razón quienes criticaban la posibilidad de una revolución, por los excesos que las revoluciones conllevan, y en consecuencia abogaban por vías reformistas más prudentes (Morin 2013: 22). Heráclito y Hegel le permitieron comprender que las contradicciones permiten detectar verdades subterráneas, profundas, abren vías para acceder a estratos profundos de la realidad (Morin 2013: 21). Niels Bohr, en su libro Física atómica y conocimiento humano, distingue dos tipos de verdad: la verdad trivial, cuyo contrario es una falsedad; y la verdad profunda, cuyas proposiciones contrarias contienen también una verdad profunda. Morin (2013: 22) considera que esta distinción de Bohr expresa “un pensamiento cuasi heraclíteo”. Heráclito nos enseña que las contradicciones fundamentales son “un signo de verdad”, no de error (Morin 2013: 23).

Según nos dice Morin (2013: 21-22), cuando él reflexiona sobre “todos los grandes problemas” termina encontrándose con contradicciones y, además, se encuentra con que la mayoría de esas contradicciones no son superables. A eso se suma su “temperamento”, su tendencia a reconocer la parte de verdad que puede haber tanto en una determinada tesis como en la tesis opuesta, de modo que tiende a mantener juntas dos verdades contrarias. En lugar de eliminar las contradicciones (por ejemplo, duda/fe, razón/misticismo, revolución/reforma) suprimiendo uno de los polos y estableciendo el reinado absoluto del otro, hay que asumirlas, mantenerse en ellas, en el vaivén de uno al otro polo, y de ese modo hacerlas productivas. Según Morin, el reconocimiento de dos verdades profundas contradictorias entre sí nos protege de las visiones reductoras, unilaterales y maniqueas. Ese reconocimiento no impide que se tome partido por una u otra idea, por una u otra causa. Pero, en la toma de partido, hay que ser capaz de reconocer la parte de verdad que hay en los planteamientos del adversario, parte de verdad que, tal y como la ha entendido el adversario, tal y como este la ha integrado en sus planteamientos, puede estar tergiversada o haber sido malentendida (puede haberse convertido en “loca”).

Con la idea de la complementariedad de los opuestos Morin configura su “dialógica”. La existencia de una relación dialógica entre dos nociones significa que la relación debe conceptualizarse como compleja. Es decir, que la relación entre las dos nociones es, a la vez, de complementariedad, competencia y antagonismo, y, consiguiente­mente, es ambivalente e incierta. Ese “a la vez” no significa “siempre y bajo todo o cualquier punto de vista”, sino que conlleva e implica cambio de punto de vista. Es decir, es bajo uno u otro ángulo determinado como los términos o fenómenos dialógica­mente relacionados aparecen ora como complementarios, ora como antagonistas. Bajo determinado punto de vista aparece la complementariedad existente entre dos fenómenos o dos principios y, bajo otro punto de vista, se nos muestra su oposición.

La complementariedad significa la necesidad de los dos conceptos para explicar y concebir determinadas realidades. En virtud de ella, las alternativas dualistas clásicas pierden su antagonismo absoluto. Resulta clave en el ejercicio del pensamiento dialógico poner de relieve y pensar la complementariedad de los antagonismos. El pensamiento complejo sustituye el “o bien/o bien” propio del pensamiento simplificador por un “ni/ni” y un “y/y”, por un “a la vez esto y aquello” (Morin 1980: 318).

Morin (2013: 22-23) califica a su dialógica como “hija bastarda de la dialéctica hegeliana”. En su opinión, la dialéctica, que ha intentado ser una lógica superadora del principio de no contradicción y de la lógica clásica-aristotélica, aporta ideas válidas, pero también es criticable en varios aspectos. Los aspectos negativos de la dialéctica deben ser solventados mediante la dialógica. Los elementos válidos que, a juicio de Morin (1982: 333-334), suministra la dialéctica hegeliana son los siguientes: la idea de que lo contradictorio se encuentra en todo lo fenoménico; la idea de que la contradicción juega un papel generati­vo; la idea de que la superación (entendida aquí como una transformación hacia mayor complejidad) se lleva a cabo a partir de una negación de la negación (esto es, la idea de positividad de la negatividad en tanto que negación de la negación); y la idea de una lógica ternaria y no ya binaria.

Podemos recoger en cuatro puntos las principales insuficiencias que Morin advierte en la dialéctica hegeliana:

a) Su monismo, en virtud del cual ignora el papel consustancial que los encuentros y los acontecimientos aleatorios tienen en el devenir, elimina el azar y se convierte en un movimiento cuasi necesario de tipo determinista.

b) La suposición de que la contradicción puede ser superada (“síntesis”), con lo que ignora que hay contradicciones radicales e insuperables, que no admiten aufhebung final. Ante ese tipo de contradicciones, no cabe empeñarse en suprimirlas (empeño que, a la postre, termina en posturas racionalizadoras, idealistas y reduccionistas); es preciso afrontarlas e integrarlas en el pensamiento. Como la dialéctica hegeliano-marxista, la dialógica vincula nociones clave que son contradictorias; pero, a diferencia de esta y en línea con el pensamiento de Heráclito, la dialógica considera que las contradicciones fundamentales no siempre pueden ser superadas, trascendidas en algún tipo de síntesis (Morin 2013: 23). Esa necesidad de asumir contradicciones insuperables hace del pensamiento complejo un pensamiento “trágico” (Morin 1990: 138).

c) La contradicción no puede logicizarse. La lógica dialéctica que, en aras de tratar lo contradictorio, pretende superar la lógica aristotélica liberándose de los constreñimientos de sus principios, suele convertirse fácilmente en un “juego desvergonzado” y en “prestidigitación” (Morin 1991: 199). Para Morin, no puede haber una lógica dialéctica; lo que sí puede haber es un pensamiento dialéctico, es decir, un pensamiento capaz de trabajar con las contradicciones sin disolverlas.

d) Las contradicciones lógicas no reflejan contradicciones propias de la realidad. Para el pensamiento complejo la contradicción “vale para nuestro entendimiento, y no para el mundo” (Morin 1991: 201). Las contradicciones no se encuentran en el mundo, en la realidad, sino que surgen de la resistencia de la realidad a la lógica, derivan de nuestra manera de representarnos las cosas, pero no se hallan en las cosas mismas (22).

La dialógica moriniana en modo alguno pretende ser una nueva lógica; solo pretende ser “un modo de utilizar la lógica en virtud de un paradigma de compleji­dad” (Morin 1991: 201). Morin no propugna una metalógica compleja, una lógica de la complejidad superadora de la lógica clásica, sino un pensamiento complejo que integra y utiliza, al mismo tiempo que los transgrede, los principios de la lógica clásica. Estos principios son instrumentos indispensables en todo pensamiento, discurso o teoría, tanto para verificar y examinar segmentaria y analíticamente los enunciados, como para controlar el paso de unos a otros.

Ahora bien, la lógica aristotélica es válida para concebir lo fijo, pero no para lo dinámico; para lo separado y aislado, pero no para lo concebido en relación a su entorno; para lo particular, pero no para lo global; para las operaciones fragmentarias del pensamiento, pero no para su movimiento de conjunto. Proporciona un pensamiento claro y riguroso, pero, si se absolutizan sus principios, esteriliza el pensamiento y mutila sus capacidades creativas. Mientras que tomadas por separado, de manera “atomista”, fragmenta­da, las proposiciones deben estar reguladas por los principios de la lógica clásica, si las aprehendemos en su globalidad, movilidad y eco-relación requerimos transgredir y atenuar esos principios. La dialógica, entonces (véase Morin 1991: 204-206), trabaja con la contradicción y la paradoja, el tercero incluido (las dos proposiciones contrarias son también complementarias y cada una es, a la vez, verdadera en su complementa­rie­dad y falsa en su parcialidad) y con la no identidad (la identidad es la unión de la identidad y de la diferencia). 

3.3. Armonía de los contrarios, dialógica y principio de no contradicción

Se ha considerado que la unidad o armonía de los contrarios supone una violación del principio de no contradicción. Esa consideración ha sido realizada tanto por detractores de la armonía de los contrarios, que rechazan esta idea precisamente por suponer que viola el principio de no contradicción, violación que conduciría a una fatal y funesta quiebra de la racionalidad; como por autores favorables a la tesis de la armonía de los contrarios, que cuestionan el principio de no contradicción precisamente por suponer que la armonía de los contrarios resulta incompatible con dicho principio (23).

Pero, como voy a intentar mostrar, la idea de unidad o armonía de los contrarios, si se entiende y expresa de manera adecuada, no supone una violación del principio de no contradicción.

La clave de las confusiones radica, en mi opinión, en que para expresar la idea de armonía de los contrarios se recurre a paradojas. Ciertamente, caracteriza a la expresión paradójica el estar construida de tal modo que viola los principios de la lógica, en el caso que nos ocupa el principio de no contradicción. Pero caracteriza igualmente a la paradoja el hecho de que esa violación es solo aparente, en el sentido de que, cuando se especifica lo que la proposición quiere decir, la violación de la lógica desaparece, la contradicción se disipa.

En primer lugar, es importante percatarse de que los fenómenos que Heráclito considera como constituidos mediante una sucesión de contrarios son totalidades de una determinada escala, algunas de los cuales tienen además una naturaleza procesual, cíclica: el proceso de nutrición es “saciedad-hambre”, el día “día-noche”, las estaciones “verano-invierno” (fr. B 67).

Tomemos una de las anteriores parejas de opuestos: día-noche. Supongamos que Heráclito quería decir que el día (periodo de 24 horas) es luz-oscuridad, luz y oscuridad. Esta proposición es paradójica y por tanto resulta contradictoria: el día es A (luz) y no-A (oscuridad).

Pero la contradicción desaparece cuando se especifica y explicita lo que se quiere decir, a saber, que el día tiene una fase (unas horas) de luz y otra de oscuridad (24), de modo que luz y oscuridad no se predican del mismo referente, sino de referentes distintos, de fases (horas) distintas. Lo que se quiere decir, pues, no es que el día en su totalidad, en su conjunto, considerado como un todo (y por tanto en cualquiera de sus momentos, de sus fases, de sus horas: por ejemplo, a las 12 del mediodía) es tanto luz como oscuridad (A y no-A), lo que sí violaría el principio de no contradicción, sino que es luz en determinados momentos y oscuridad en otros (A en t-1 y no-A en t-2), afirmación que en nada viola el principio de no contradicción, pues el sistema de relaciones (el referente) de ambos predicados es distinto.

La forma contradictoria de determinadas paradojas resulta del modo como se construyen: se predican sobre globalidades o totalidades (el día) propiedades que en rigor lo son de sus partes (fases u horas del día), de modo que se salta de una escala a otra, del nivel de las partes al del todo, y en ese salto se obvian los sistemas de relaciones (las respectividades, los complementos) de los distintos predicados.

Así, si de la proposición “El día es luz en unas horas determinadas y oscuridad en otras”, en la que no hay contradicción alguna, suprimimos los distintos referentes en relación a los cuales (con respecto a los cuales) se predican la luz y la oscuridad (horas o fases del día distintas), entonces se crea una paradoja: “El día es luz y oscuridad”, que, aparentemente, viola el principio de no contradicción.

Tampoco la coincidentia oppositorum y la dialógica moriniana, si se las entiende bien, suponen una violación del principio de no contradicción.

Giordano Bruno puso como caso de coincidentia oppositorum la relación entre las tierras frías y los soles calientes: las tierras necesitan del calor de los soles para mantenerse vivas, y por eso giran en torno a ellos; la frialdad de las tierras equilibra el calor de los soles permitiendo así la conservación de estos (Murguía 2016: 44).

Hay contrariedad entre tierras y soles en tanto que estas entidades presentan características (frialdad y calor, respectivamente) que se entienden como opuestas. Hay coincidentia (colaboración, complementariedad, armonía) en tanto que, en virtud de esas características opuestas (la frialdad y el calor) y merced a ellas, las tierras contribuyen al mantenimiento de los soles y estos al mantenimiento de aquellas, los soles y las tierras se mantienen recíprocamente.

En esa coincidentia de los opuestos no hay violación alguna del principio de no contradicción. La coincidentia oppositorum no consiste en que las tierras sean, a la vez y desde el mismo punto de vista (con respecto al mismo sistema de relaciones) frías y calientes (no frías), lo que sí violaría el principio de no contradicción, sino en que el calor del sol contribuye a que las tierras se mantengan vivas y el frío de estas permite la conservación de los soles.

Por lo que a la dialógica concierne, Morin se ha servido con frecuencia de la relación entre la muerte y la vida como caso o ejemplo de relación dialógica. Expresa esa relación mediante la paradoja “vivir de muerte, morir de vida”, que le inspiró el siguiente fragmento de Heráclito, un fragmento de complicada o difícil interpretación (25): “Inmortales mortales, mortales inmortales, viviendo la muerte de aquéllos, muriendo la vida de estos” (fr. B 62).

Morimos de vida en el sentido de que el proceso de regeneración merced al cual el ser vivo se mantiene con vida genera un desgaste acumulativo del organismo que termina conduciéndolo inevitablemente a la muerte. Así, la vida no es solo un proceso de lucha contra la muerte y de oposición a esta, sino también un proceso que, de manera inexorable, conduce a la muerte y ello precisamente porque consigue ganarle, temporalmente, la batalla a la muerte (Morin 2013: 26).

Se vive de muerte en un doble sentido. Por un lado, porque, como ocurre en la cadena trófica de la naturaleza, unos seres viven de la muerte de otros seres, de los que se alimentan. Por otro, porque las realidades que se constituyen (como los organismos y las sociedades) viven, permanecen, se regeneran y evolucionan en virtud de la muerte y la renovación de sus componentes (células, individuos) (Morin 2013: 26).

Así pues, los seres se sirven de la muerte de otros seres para seguir viviendo, basan su vida, su continuación y regeneración como seres, en la muerte de otros seres: “la vida lucha contra la muerte utilizando a la muerte” (Morin 2013: 26). La vida integra a la muerte (sin que esta deje de ser su enemiga), y la vida y la muerte se tornan complementarias (sin dejar de ser antagonistas) (Morin 2013: 26).

Por tanto, “vivir de muerte” no significa que un ser vive si él como totalidad se muere como tal (lo que sí violaría el principio de no contradicción, pues supondría afirmar a la par que un ser está vivo y muerto al mismo tiempo).

Morin reconoce que se puede suprimir la paradoja y la dialéctica si se aplica la lógica aristotélica y se contemplan los procesos de manera segmentada (no en su conjunto y saltando de una escala a otra). La paradoja y la dialéctica se presentan si se contempla el fenómeno en su totalidad o globalidad, de manera global, como un todo, y se interrelacionan sus distintos niveles (Morin 2013: 26).

En una relación dialógica, dos términos o realidades antagónicos (vida/muerte) vienen a ser también complementarios, es decir, mantienen tanto relaciones de antagonismo como de complementariedad. Y, de ese modo, dos realidades que como antagónicas se repelen y separan, se vinculan y unen por resultar también complementarias. La vida, en su lucha por evitar la muerte, por alejarse de la muerte, termina acercándose a esta, desembocando en ella. Y sin la muerte la vida no habría evolucionado ni se habría complejizado.

Según Graterol (2017: 33), hay que rechazar el principio de no contradicción de la lógica aristotélica, hay que pensar “sin la máscara del principio de no contradicción”, porque la contradicción es inherente al mundo. Dejo al margen el peligroso absurdo que en mi opinión supone un pensamiento no regido por el principio de no contradicción. Lo que aquí me interesa poner de relieve es que, contrariamente a la inferencia que la autora hace, la consideración de que la contradicción es inherente al mundo (si por ello se entiende que en el mundo hay entes que se oponen unos a otros y fenómenos que presentan aspectos contrarios u opuestos), en modo alguno exige rechazar el principio de no contradicción. Muy al contrario, lo que exige es utilizar proposiciones lógicamente bien construidas (que no violen el principio de no contradicción) para especificar y mostrar de manera clara las relaciones que existen entre los elementos contradictorios de la realidad.

 

4. Sobre el conocimiento

Tanto Heráclito como Morin se han planteado la cuestión de las posibilidades y los límites del conocimiento humano, de la capacidad de los seres humanos para conocer la realidad. Como veremos, para Heráclito el conocimiento del logos es posible a través de la colaboración entre los sentidos y el alma (la razón); para Morin, por su parte, el carácter auto-exo-referente del computo propio del ser vivo ha posibilitado la integración de las estructuras del mundo, de la realidad, en el aparato cognitivo de los seres vivos. Por otro lado, veremos cómo nuestros dos autores mantienen una determinada relatividad del conocimiento, no equiparable a un relativismo absoluto, y cómo ambos han señalado las limitaciones que la mera acumulación de datos presenta en la obtención de conocimientos y el desarrollo de la inteligencia. 

4.1. El conocimiento de la verdad y del logos

Según Kirk y Raven (1981: 267), Heráclito habría afirmado que llegó al conocimiento del logos porque este le fue revelado. Esta interpretación no parece acertada. Aunque, según algunas fuentes, Heráclito se consideró como el único conocedor del logos, también afirmó que el logos es “común” (fr. B 113) y que “la verdad está a la vista de todos” (fr. A 16, fr. A 22 y fr. B1). A lo sumo, Heráclito se habría considerado como vehículo o vía de transmisión del logos al resto de los hombres (Guthrie 1984: 390). Su conocimiento del logos no habría sido fruto de una revelación, sino que resultaría más bien del proceso de investigación que emprendió (en relación a ese proceso habría que entender el fragmento B 50: “no escuchándome a mí, sino al logos”). Un proceso de investigación basado en parte en la indagación sobre sí mismo (fr. B 101) y que conlleva un arduo trabajo: “Los que buscan oro excavan mucha tierra y encuentran poco” (fr. B 22). El acceso a conocimientos realmente valiosos exige mucho esfuerzo, parte del cual es de eliminación o desecho (movimiento de tierras, desbroce) de los conocimientos insustanciales y del falso conocimiento.

Además, aunque ciertamente Heráclito señala que los hombres se muestran incapaces de comprender el logos, ello no se debe a que carezcan de capacidad para entenderlo (26), sino a que, por distintas razones o causas, “se vuelven incapaces para comprenderlo, antes de haberlo oído y después de haberlo oído por primera vez”, asemejándose así a “carentes de experiencia” (fr. B 1). Varios fragmentos de Heráclito refieren factores que conducen a los hombres a tornarse incapaces de comprender la verdad:

1) El hecho de que, “aunque el logos sea común a todos”, “los hombres viven en su mayoría como si tuvieran una inteligencia propia particular” (fr. B 2), viven “como dormidos” (fr. B 89) (27). Es decir, no saben que son una parte del logos común en el que participan, y actúan por su cuenta, “por sí mismos” (fr. B 17), como si estuviesen separados del logos, aun cuando este se les enseña o se les da a conocer su participación en él. “Los que hablan con inteligencia es menester que se fortalezcan con lo que es común a todos, así como una ciudad con la ley, y mucho más fuertemente” (fr. B 114) (28).

2) Dejarse engañar por el falso “conocimiento de cosas manifiestas” (fr. B 56), que, al tomarlo como el conocimiento verdadero, desvía de la búsqueda de la realidad subyacente.

3) Lanzarse a aventurar meras opiniones, como si de “juegos de niños” (fr. B 70) se tratase, esto es, haciendo “conjeturas al azar” (fr. B 47), y actuando “inconscientemente”. Llegar a la verdad exige un proceso de seria y ardua investigación.

4) Dejarse influir por “cualquier discurso” (fr. B 87) o por “las falsedades de los cantores populares” (fr. B 104), “obrar y hablar tal y como tradicionalmente nos han enseñado” (fr. B 74) y dejarse engatusar por los engañosos discursos de los oradores (fr. B 81).

5) Poseer “almas bárbaras” (fr. B 107). Al igual que los “bárbaros” o extranjeros no entienden la lengua de la civilizada Grecia, quienes tienen “almas bárbaras”, “los necios” (fr. B 34), no captan lo que tienen delante de sus ojos ni oyen lo que se les dice, son incapaces de entender el lenguaje de los sentidos, de interpretarlo correctamente a través de la razón, de modo que se dejan engañar por las manifestaciones superficiales. Sus sentidos (ojos y oídos) son “malos testigos” (fr. B 107) y quienes tienen almas bárbaras se asemejan a sordos (fr. B 34) y a ciegos, están en verdad ausentes de la realidad, aunque estén entre y frente a las cosas: “hallándose presentes están ausentes” (fr. B 34).

En Heráclito no encontramos una condena general ni radical de los sentidos como fuente de conocimiento, como vía de acceso a la verdad (Kirk y Raven 1981: 279, Guthrie 1984: 391-406, Windelband 1970: 54-59), condena que sí se encuentra en el poema de Parménides. En opinión de Benjamin Farrington (1936: 40), Heráclito habría establecido una “contraposición entre razón y sentidos”. Pero esta tesis resulta bastante discutible (29). Lo que los fragmentos de Heráclito establecen es más bien la necesidad de una colaboración entre la razón y los sentidos para la obtención de conocimiento verdadero, es decir, una complementación entre ambas capacidades. Según Sexto Empírico (Contra los dogmáticos, VII, 126), “la sensación” era para Heráclito, junto a “la razón”, uno de los “instrumentos para el conocimiento de la verdad”. Para que haya conocimiento, el alma ha de nutrirse de los datos que le llegan a través de los sentidos y, además, ha de actuar sobre estos. Para adquirir su “capacidad racional”, el intelecto ha de conectarse con el mundo a través de “las vías sensibles” del cuerpo. Desconectado del mundo, el intelecto pierde su capacidad racional, “se torna prácticamente irracional”:

 “[La mente] al despertarnos, ella, inclinándose de nuevo a mirar a través de las vías sensitivas como a través de ventanas, y volviendo a tomar contacto con lo envolvente, recobra su poderío lógico” (Sexto Empírico, Contra los dogmáticos, VII, 130).

“De la misma manera, pues, que los carbones, acercándose al fuego, por este cambio de situación se vuelven incandescentes, y, por el contrario, separados [del fuego] se apagan, así también la parte que procediendo de lo envolvente ha recibido hospitalidad en nuestros cuerpos, por la separación se vuelve casi irracional, mientras que por la cohesión natural a través de la mayoría de las vías sensitivas se torna conforme al todo” (Sexto Empírico, Contra los dogmáticos, VII, 133).

Ahora bien, los datos de los sentidos han de ser correctamente interpretados por la razón; y para ello, para que los ojos y los oídos sean buenos testigos, la razón, el alma, ha de estar correctamente configurada, no puede ser un alma bárbara.

No se trata, pues, de un menosprecio de los sentidos. Muy al contrario, Heráclito manifiesta la alta “estima” que tiene por la vista y el oído (fr. B 55). Los sentidos captan la realidad en la medida de sus posibilidades: “Si todas las cosas se convirtiesen en humo, las narices sabrían distinguirlas” (fr. B 7). Entre los sentidos, la vista es mejor vía de conocimiento que el oído: “Los ojos, en efecto, son testigos más exactos que los oídos” (fr. B 101).

El alma (la mente, la inteligencia) precisa de los sentidos para entrar en contacto con el mundo y así activarse y conocer (para recobrar “su poderío lógico”). En el fragmento B 67 Heráclito compara el alma con una araña que, situada en el centro de su tela, acudiese rauda allí donde una mosca rompiese alguno de sus hilos. Este fragmento, claramente metafórico y posiblemente apócrifo (Eggers y Juliá 1978: 373), puede interpretarse en el marco de la teoría del conocimiento de Heráclito: el alma (araña) acude rauda a alimentarse (mosca) de los datos que le llegan del exterior, en el momento en que alguna de las vías sensitivas (hilos de la telaraña) se abren (ruptura de algún hilo).

La percepción sensible no es una mera recepción pasiva, sino que implica la actividad del alma, su rápido movimiento interior, tal y como la araña expectante actúa ante una mosca que cae en su telaraña. Heráclito anticiparía así la teoría estoica que hace nacer toda percepción de un esfuerzo activo de la razón interior (30).

4.2. Computo, cerebro y conocimiento

Morin, a partir de una analogía con la computación de los ordenadores (31), entiende a los seres vivos, desde el unicelular procariota, como seres que computan; vivir es computar y la vida es computo. El ser celular es un ser que computa en el sentido de que la célula “trata las configuraciones moleculares, inscritas en el ADN [instancia memorial], que constituyen un sistema de diferencias/identidades [instancia logicial] que tienen valor simbólico/informacional [instancias informacional y simbólica], y transforma este engrama (inactivo) en programa (activo) que gobierna las interaccio­nes moleculares del citoplasma” (Morin 1986: 50-51). Esta computación celular “instituye una forma de conocimiento” (Morin 1980: 188); computar es conocer. Los problemas que la computación celular afronta son la sobrevivencia, regeneración, reorganización, alimentación, defensa y reproducción de la célula.

El computo posee un carácter “auto-exo-referente”. Auto-referente, porque el ser viviente se computa a sí mismo. Exo o eco-referente, puesto que trata y examina como información los datos y eventos que le llegan del entorno, del mundo exterior. En la computación del exterior, el ser celular precisa objetividad para evitar los errores de computación, que pueden costarle la vida. Por razones “egoístas” le trae cuenta obtener del exterior un conocimiento fiable, objetivo.

Según Morin, este carácter auto-exo-referente del computo plantea e ilumina en su misma fuente el problema de las posibilidades y los límites del conocimiento objetivo. En la auto-exo-referencia hay, a la vez, unidad, complementariedad y antagonismo entre un “principio del deseo” (egocentrismo) y un “principio de realidad” (objetividad). Hay complementariedad puesto que el egocentrismo requiere, en interés propio, la validez objetiva de las operaciones de cómputo: el principio del deseo debe, para realizarse, respetar el principio de realidad. De ese modo, la auto-exo-referencia permite concebir el tratamiento objetivo de los datos, objetos, fenómenos, incluido el tratamiento objetivo de uno mismo, a partir y en función del interés subjetivo. Ahora bien, la computación también es una “construcción traductora”, una operación en la que, para la resolución de problemas, a partir de principios/reglas (“logiciales”) lo real computado se reconstruye traduciéndose en informaciones, signos, símbolos. Es por esto por lo que el conocimiento no refleja directamente la realidad, sino que la traduce y reconstruye.

Morin cree legítimo suponer que la organización viviente integra en sí las estructuras organizacionales de su entorno y de su universo físico. De ese modo, los seres vivos estarían habitados de forma ante-cognitiva por el mundo donde habitan. Dispondrían de “formas a priori”, no ya propias de “la sensibilidad”, como pensaba Kant, sino de una auto-eco-organización en virtud de la cual la organización del mundo está implicada en el ser viviente. La embriología nos muestra cómo el tejido nervioso de nuestro aparato neurocerebral se ha formado, filogenéticamente, a partir de una región de la membrana externa del embrión (el ectodermo), por tanto, a partir de interacciones con el mundo exterior (significativamente, también nuestra piel se constituye a partir del ectodermo) (Morin 1980: 245-263 y 1986: 63-65).

La dependencia heterótrofa crea en el animal la necesidad de moverse y de desarrollar acciones en el exterior para buscar alimento. Para ello, el animal requiere conocimiento de un mundo exterior incierto y peligroso. Esas locomociones y acciones ponen en marcha y mantienen (con el acaecimiento de mutaciones genéticas) un proceso en el que, mediante retroacciones y bucles, la motricidad, la sensorialidad, la organización corporal, la sensibilidad, el comporta­miento, el conocimiento y ─cuando surja─ el aparato neurocerebral se han ido constituyendo mutuamente. Estos procesos y bucles no son disociables de los ecosistemas; la eco-organización juega un papel permanente en la constitución y reconstitución de la existencia animal. Mediante estos procesos el cerebrum se fue constituyendo por el desarrollo de las redes intermedia­rias que se han ido generando a través de un bucle auto-eco-generador entre el sensorium (neuronas sensoriales) y el motorium (neuronas motoras). Lo sensible (sensorium) y lo motor (motorium) producen tejido nervioso. Luego, lo sensible, lo motor y lo nervioso producen un aparato neurocerebral (cerebrum) que, retroactiva­mente, pasa a regir al sensorium y al motorium. El cerebrum recibe mensajes del sensorium, los computa y da órdenes al motorium. El cerebro posibilita la acción y el conocimiento. Posteriormente, el aparato neurocerebral posibilita el desarrollo de la comunicación, de la afectividad interior y de la subjetividad. De este modo, el aparato neurocerebral, que comenzó filogenéticamente a desarrollarse a partir de interacciones con el mundo exterior, se interioriza. El aparato neurocere­bral es exterior, objetivamente abierto al mundo, y, a la vez, interior, subjetivo; necesita, para conocer, “la presencia organizacional del entorno en el interior de su propia organización” (Morin 1986: 69). En el curso del proceso evolutivo el aparato cerebral ha integrado las estructuras fundamentales de la eco-organización.

Todo lo anterior nos conduce a la clásica cuestión de las posibilidades y límites del conocimiento humano. El conocimiento viviente y, por ende, el conocimiento humano, es siempre, a la vez, tanto subjetivo (auto-ego-geno-socio-céntrico) como objetivo (operacional y eficaz en el tratamiento del mundo exterior). Como todo conocimiento, el conocimiento humano supone, a la vez, “inherencia” y separación, cierre y apertura. La “inherencia” significa la pertenencia del cognoscente y de lo conocido a un mismo mundo. Debido a que somos íntegra­mente resultado de la evolución físico-cósmica y biológica, de alguna manera el mundo está presente en nuestra organi­zación cognitiva (Morin 1986: 220-225). La inherencia y la separación absolutas imposibilitan la comunicación y, por tanto, el conocimiento. Sin separación y sin dualidad sujeto/objeto no habría conoci­miento. Pero una separación absoluta, carente de cualquier inherencia, imposibilitaría igualmente la posibilidad de conocimiento.

Morin (1986: 225-226) extrae de esa separación/comunicación y de ese cierre/apertura propios de cualquier dispositivo cognitivo dos relevantes consecuencias. La primera, que la realidad no se conoce directamente, sino por la mediación traductora de señales, signos y símbolos; el conocimiento producido por el aparato cogniti­vo neurocerebral es una construcción y una traducción a partir del tratamiento computacional de signos. La segunda, que no cabe un conocimiento absoluto; todo conocimiento es siempre relativo y relacional con respecto a la relación ántropo-bio-cosmológica de inherencia, separación y comunicación.

Como hemos visto, el computo nos muestra cómo en la fuente de todo conocimiento se encuentran a la vez tanto la actividad del sujeto cognoscente como la realidad del mundo objetivo. Además, aunque sigan siendo distintos y deban diferenciarse, no obstante “el sujeto y el objeto están incluidos el uno en el otro a la manera del ying y el yang: el sujeto es necesariamente un ser objetivo y objetivable, mientras que el objeto de conocimiento comporta necesariamente en sí las operaciones/construccio­nes/traducciones del sujeto. Cada una de las dos nociones es a la vez necesaria e inherente a la otra en el seno del mismo bucle dialógico” (Morin 1986: 228).

El bucle entre sujeto y objeto permite a Morin esquivar tanto el idealismo solipsista ─que infravalora al objeto─ como el realismo del conocimiento-reflejo ─que ignora al sujeto─. El conocimiento carece de un fundamento único, fijo e inmutable (el Espíritu o lo Real); surge y se sustenta en el bucle, siempre dinámico, que pone en comunicación espíritu y mundo, sujeto y objeto, co-produ­ciéndose ambos de manera dialógica (“el conocimiento objetivo se produce en la esfera subjetiva, la cual se sitúa en el mundo objetivo”), recursiva (“el sujeto está presente en todos los objetos que conoce y los principios de la objetivación están presentes en el sujeto”) y hologramática (“nuestro espíritu siempre está presente en el mundo que conocemos, y el mundo está presente de alguna manera en nuestro espíritu”) (Morin 1986: 228-229).

Como ya vio Kant, no podemos conocer el mundo a no ser que nuestro espíritu opere en él su intervención organiza­dora. Pero, según Kant, el espíritu conoce imponiendo al mundo sus propias estructuras, que no constituyen caracteres intrínsecos de la realidad, sino formas a priori de la sensibilidad y del entendi­miento del sujeto, previas a cualquier experiencia. De este modo, el sujeto kantiano “transcien­de la experiencia sensible en su modo a priori de formar el conocimiento” (Morin 1986: 229).

Ahora bien, cabe preguntar de dónde proceden nuestras estructuras apriorísticas. Según Morin, como hemos visto, son fruto de una integración auto-eco-organizado­ra, en y por el dispositivo cognitivo, de los principios a los que obedece organizacionalmente el mundo fenoménico. De este modo, las formas ontogenética­mente a priori son filogenéticamente a posteriori. El a priori kantiano es, en realidad, un a posteriori evolutivo. No es “el ego trascendentalizado de los filósofos” el que codetermina y coproduce el fenómeno, sino un aparato neurocerebral resultado de los procesos de evolución biológica y de hominiza­ción. Durante la evolución, los principios organizacionales del mundo exterior han sido interiorizados e inscritos, integrados y transformados en capacidades psicocerebrales organizadoras del conocimiento: “podemos suponer que las estructuras cognitivas hayan podido formarse y desarrollar­se en el curso de una dialógica auto-eco-productora en la que los a priori de la sensibilidad y del intelecto se habrían elaborado por absorción/integración/transformación de los principios de orden y de organización del mundo fenoménico” (Morin 1986: 230). De este modo, aun cuando más allá de nuestro mundo fenoménico exista una realidad profunda incognoscible, empero nuestro mundo fenoménico, sin constituir “la Realidad”, “constituye sin embargo una cierta realidad” (Morin 1986: 230).

4.3. Relatividad del conocimiento y de las proposiciones

Entre los fragmentos atribuidos a Heráclito hay varios que expresan una concepción relativista o relacional de las concepciones (atribuciones de características o de propiedades) y de las valoraciones sobre la realidad:

 “El mar es el agua más pura y más contaminada: para los peces es potable y saludable; para los hombres, impotable y mortífera” (fr. B 61).

 “El más bello de los monos, al compararlo con la especie de los hombres, es feo [pero también] el más sabio de los hombres en relación con los dioses parece un mono tanto en sabiduría como en belleza y en todo lo demás” (fr. B 82-83).

 “El hombre puede ser llamado niño frente a la divinidad, tal como el niño frente al hombre” (fr. B 79).

 “los asnos preferirían desperdicios antes que oro” (fr. B 9).

 “Los cerdos se regocijan más en el cieno que en el agua limpia” (fr. B 13).

Esos fragmentos muestran cómo determinadas características que se predican de los fenómenos (afirmaciones de ser algo, de tener determinada característica o propiedad) no son intrínsecas o absolutas, sino relativas; es decir, no son propiedades que los fenómenos tendrían en cualquier o en todo sistema de relaciones, sino manifestaciones que dependen de su sistema de relaciones, sistema del que forma parte el sujeto que se relaciona con esas realidades (las experimenta de algún modo: las siente, percibe, conoce, habla sobre ellas…). Igual ocurre con las preferencias que se tienen y con las valoraciones que se hacen sobre algo: dependen en parte del sujeto que las expresa o del sistema de relaciones en cuyo marco se establecen. ¿Es preferible el oro a la basura, a los desperdicios? Depende de para quién y para qué, depende de en relación a quién o a qué.

La relatividad da lugar a que se le puedan atribuir características contrarias a una misma realidad, generándose de ese modo atribuciones paradójicas. Así, el agua del mar es tanto potable y saludable (para los peces) como impotable e insalubre (para los hombres), determinados hombres son sabios y bellos (en comparación con otros hombres), pero también feos e ignorantes (si se los compara con los dioses, y en consecuencia se los califica con respecto a estos), el hombre es no-niño y niño. Del mismo modo, el todo es “divisible-indivisible” (fr. B 50 y fr. B 51): indivisible en tanto que todo, que conjunto unificado, cuando es visto a esa escala, como totalidad; divisible en tanto que está compuesto de partes, constituido por componentes, en tanto que es visto desde la perspectiva de su composición, a escala de esta.

La expresión de la relatividad mediante paradojas conlleva una violación del principio de no contradicción: X (el hombre, el agua del mar…)  es A y no-A (niño y no-niño, pura e impura…). Pero esa violación es solo aparente. Basta comprender lo que se quiere decir, percatándose de que el sistema de relaciones cambia en cada proposición o atribución, para que la violación del principio de no contradicción se disipe. El hombre no es con respecto al mismo sistema de relaciones (por ejemplo, frente al niño) A y no-A (niño y no-niño), en cuyo caso sí habría una violación del principio de no contradicción, sino que es una u otra cosa con respecto a sistemas de relaciones diferentes: A (niño) con respecto a la divinidad (pero no con respecto a los niños) y no-A con respecto a los niños (pero no con respecto a la divinidad), con lo que no existe en realidad tal violación.

La concepción relativista del conocimiento y de las proposiciones no niega la verdad; afirma esta en tanto que verdad relativa. Asumida la relación (el marco predicativo o comprensivo), la verdad adquiere un valor absoluto. La verdad absoluta existe, pero no como verdad en sí, sino como verdad relativa o relacional.

La verdad o falsedad de la proposición “El agua del mar es insalubre” depende de con respecto a qué o a quién se predique; será, pues, relativa. Pero, una vez establecido y precisado el sistema de referencia (por ejemplo: si los hombres la beben; o bien: para los peces), y asumido este como válido por quienes han de juzgar la veracidad de la proposición, la verdad o falsedad de la proposición cobra un valor absoluto.

De ese modo, relativismo y absolutismo pueden considerarse no solo como opuestos, sino también como complementarios: la verdad es siempre relativa a un determinado sistema de relaciones, del que forma parte el significado de los términos utilizados para nombrar los fenómenos sobre los que se predica algo; pero, una vez asumido un sistema de relaciones, instaurado como axioma, la verdad o falsedad de una proposición puede adquirir un carácter absoluto.

También en la obra de Morin encontramos una afirmación de la relatividad del conocimiento, pero en su caso en relación a una problemática distinta. Según Morin, tanto la filosofía (imposibilidad kantiana de conocer “la cosa-en-sí”, nihilismo nietzscheano, “fundamento sin fondo” heideggeriano) como el conocimiento científico han desembocado en una crisis de sus fundamentos epistemológicos. El Círculo de Viena, el primer Wittgenstein y Hilbert pretendieron haber aportado, a través de la inducción, la verificación y la deducción o axiomatización de las teorías científicas, el fundamento empírico-lógico del conocimiento. Pero Popper mostró las insuficiencias de la inducción y de la verificación, y la lógica de Tarski y el teorema de Gödel mostraron los límites de la axiomatización. Por consiguiente, “ni la verificación empírica ni la verificación lógica son suficientes para establecer un fundamento cierto del conocimiento. Este se encuentra, de golpe, condenado a llevar en su razón una hiancia [béance] imposible de cerrar” (Morin 1986: 23). Ya no hay certidumbre absoluta ni Verdad fundadora; ya no cabe análisis último, causa última ni explicación primera. El conocimiento debe partir del reconocimiento de la crisis de fundamentos. No hay un fundamento inconcuso, claro y distinto (al modo cartesiano) para el conocimiento; este no puede escapar a la relatividad ni a la incertidum­bre, será siempre radicalmente relativo e incierto.

Morin acepta la idea de epistemología sin fundamento avanzada por Rescher (1979), según la cual, en vez de partir de “enunciados protocolarios” (con los que el positivismo lógico intentaba dotar al conocimien­to de un fundamento indubitable), es más adecuado entender el conocimiento como un sistema reticular donde no hay niveles más fundamentales que otros y donde, en consecuencia, la validez, siempre relativa, depende de la totalidad de la red de conocimientos implicados. A esta concepción añade Morin (1986: 33) la idea dinámica de recursividad rotativa. Morin nos exhorta a abandonar la metáfora arquitectónica e inmovilizadora de “fundamento” por la metáfora musical del conocimiento como “construcción en movimiento que transforma en su movimiento mismo los constituyentes que la forman” (Morin 1986: 25), a sustituir la búsqueda y el establecimiento de fundamen­tos “en el sentido albañil y arquitectónico del término” por la búsqueda y el establecimiento de “los enraizamientos y los dinamismos productores del conocimien­to humano” (Morin 1986: 249), a reemplazar la idea de fundamento por la de auto-eco-organización/producción dialógica de conocimientos.

No obstante, la carencia de fundamentos no conduce a Morin hacia un relativismo absoluto. Existen reglas de juego para la producción de conocimientos, y la lógica de Tarski y el teorema de Gödel nos muestran cómo es posible eventualmente remediar la insuficiencia de un sistema articulando un metasistema que pueda abarcarlo y considerarlo como sistema-objeto. Gracias a nuestra capacidad reflexiva, podemos objetivar nuestros conocimientos para someterlos a examen y establecer, así, un conocimiento de segundo grado, un metapunto de vista. Sin embargo, como he dicho, este remedio es solo eventual, ya que el metasistema comportará también en sí mismo enunciados indecidibles, por lo que, para fundarlo, será de nuevo preciso recurrir a un meta-metasistema fundador, este, a su vez, también infundado, y así hasta el infinito. Ningún metasistema, sea del nivel que sea, porta en sí la decidibilidad y la consistencia ni puede escapar a la incertidumbre; ningún metasistema, por muy superior que sea, puede clausurarse sobre sí mismo. El conocimiento, pues, permanecerá inacabado; en la base de todo sistema de conocimientos hay una hiancia, una “brecha infinita”.

Pero el reconocimiento de la relatividad de todo conocimiento no tiene por qué significar una afirmación del relativismo: “La adquisición de la relatividad no es la caída en el relativismo” (Morin 1991: 193). Aunque Morin no se detiene a explicar esta diferencia entre “relatividad” y “relativismo”, creo que, a raíz de lo que llevamos visto, lo que sugiere es que el relativista –como el absolutista– se detiene en una conclusión final, con lo que petrifica el proceso de conocimiento, que debe estar en perenne movimiento, pues hemos de ir continuamente de metasistema en metasistema. Mientras que el relativista ha dejado de buscar un metasistema, para Morin, en vez de detenernos en la afirmación del relativismo, debemos salir a la búsqueda y elaboración de un metasistema. Todo sistema de conocimiento posee su herida, su brecha; pero la brecha es también una apertura a través de la cual proseguir el proceso de conocimiento. Además, todo acceso a un metapunto de vista superior, más rico, y todo descubrimiento de un límite del conocimiento suponen “un progreso de conocimiento” (Morin 1991: 193). Más que una afirmación de relativismo, la conclusión verdaderamente fértil y significativa que Morin extrae del carácter inacabado del conocimiento es que toda elucidación estará siempre dialécticamente unida a una reproblematización, y que lo desconocido, lo indecible y el misterio nunca podrán disolverse, por lo que debemos reconocerlos y convivir con ellos (véase Morin 2017).

4.4. Insuficiencia de la polymathía; necesidad de una tête bien faite

En uno de sus fragmentos Heráclito afirma, o parece afirmar (32), la importancia de poseer conocimientos numerosos y diversos para lograr la sabiduría: “Es necesario que los varones amantes de la sabiduría [los filósofos] se informen de muchas cosas” (fr. B 35). Ahora bien, el hecho de adquirir muchos conocimientos sobre diversos asuntos (la erudición: polymathía) no basta para lograr una comprensión profunda y acertada de las realidades, no es suficiente para ser inteligentes y conocer el logos (fr. A 1). Hesíodo, Pitágoras, Jenófanes y Hecateo eran eruditos, pero se mostraron incapaces de comprender verdades importantes (fr. B 40).

Así ligados e interpretados los fragmentos anteriores, no encontraríamos en Heráclito un rechazo de la erudición, de la amplitud y diversidad de conocimientos, sino más bien un reconocimiento de los límites y de las insuficiencias de la erudición. La inteligencia no consiste en saber mucho sobre muchas cosas, en acumular datos, sino en captar la esencia de las cosas. La sabiduría consiste en “conocer el logos que guía todas las cosas a través de todas” (fr. B 41).

También para Morin la mera acumulación de conocimientos resulta insuficiente para ser inteligentes y pensar bien. Morin suscribe la tesis de Michel de Montaigne según la cual mieux vaut une tête bien faite qu’une tête bien pleine: vale más (es mejor) una cabeza (una mente) bien hecha (bien estructurada, bien ordenada, bien amueblada, lúcida y organizada) que una cabeza muy llena (repleta de datos y de informaciones sin organizar, desestructurados).

La mente bien faite se sustenta y constituye fundamentalmente sobre dos bases: la primera, una “inteligencia general”, que favorece la adquisición y el desarrollo de competencias cognitivas particulares o especializadas (Morin 1999: 24); la segunda, un conjunto de principios y de aptitudes que permiten organizar los conocimientos, relacionarlos y dotarlos de sentido, y que, de ese modo, permiten pensar de manera adecuada (Morin 1999: 23-24).

Forman parte de la “inteligencia general” las siguientes capacidades (Morin 1999: 24): el ejercicio de la curiosidad, de la duda y de la actividad crítica; la aptitud interrogativa; el buen uso de la lógica, de la deducción y la inducción; el arte de la argumentación y de la discusión; el conjunto de aptitudes mentales que los griegos agruparon bajo la denominación de métis (33): olfato (intuición), previsión, flexibilidad mental (cambiar el punto de vista, desestimar líneas de razonamiento emprendidas para desarrollar otras distintas), astucia, atención vigilante, sentido de la oportunidad. Además, Morin relaciona la inteligencia general con las capacidades intelectivas de Sherlock Holmes, el detective creado por Conan Doyle, pero sin especificar nada sobre esas capacidades. Quizás podemos rellenar ese vacío recurriendo a la lista de las cualidades constituyentes de la inteligencia humana que Morin resaltó en El conocimiento del conocimiento (1986: 195-196). Allí encontramos como una de esas cualidades “la aptitud sherlock-holmesiana para reconstituir una configuración global, un evento o un fenómeno a partir de huellas o indicios fragmentarios”.

Por lo que se refiere a los principios y las aptitudes que permiten la organización de los conocimientos y pensar de manera adecuada, Morin (1999: 26-27 y 105-107) destaca el conjunto que a continuación listo:

1) La capacidad para establecer un proceso circular y continuo entre operaciones cognitivas de reliance, de religación (conexión, conjunción, inclusión, implicación, vinculación, enlazamiento, síntesis) y operaciones cognitivas de separación (análisis, diferenciación, distinción, oposición).

2) La aptitud para contextualizar los conocimientos, la cual favorece la emergencia de “un pensamiento ecologizante”, es decir, de un pensamiento que aprehende las relaciones recíprocas entre un fenómeno y su contexto, entre la parte y el todo.

3) La capacidad para captar la unitas multiplex, para “reconocer la unidad en el seno de lo diverso, lo diverso en el seno de la unidad”.

4) El principio sistémico y organizacional, en virtud del cual los fenómenos se entienden como sistemas-organizaciones.

5) El principio hologramático, según el cual las partes pueden contener la “casi-totalidad” del todo, el todo se inscribe de algún modo en las partes.

6) La capacidad para afrontar la incertidumbre.

7) La aptitud para ir más allá de “la causalidad unilineal y unidimensional” y aplicar los principios del bucle retroactivo y del bucle recursivo.

8) El principio dialógico: capacidad para concebir las relaciones de complementariedad y de antagonismo que pueden existir entre determinadas nociones o entre determinados fenómenos.

9) La aptitud para recurrir a la comprensión y servirse de esta en el conocimiento de los fenómenos humanos (34).

10) El principio de auto-eco-organización: captar tanto las lógicas internas de los sistemas como aquéllas que dependen de la relación de los sistemas con sus respectivos entornos.

11) El principio de la reintroducción del sujeto de conocimiento en todo acto o proceso de conocimiento.

Se trata, en definitiva, del conjunto de principios y aptitudes con el que Morin ha venido caracterizando su pensamiento complejo, su paradigma de la complejidad (véase Solana 2001: 165-223, donde el lector puede encontrar una explicación más amplia de dichos principios). Cabría concluir, entonces, que, a fin de cuentas, una mente bien faite es una mente que piensa “moriniana-mente”, que pone en acción el pensamiento complejo de Edgar Morin.

 

5. Otras conexiones entre las ideas de Heráclito y las de Morin

Para finalizar este artículo expondré cuatro conexiones más entre las ideas de nuestros dos pensadores.

La primera que quiero exponer tiene que ver con la noción de “demonio”, utilizada por ambos autores, si bien, como veremos seguidamente, con respecto a cuestiones distintas y con significados diferentes.

En su fragmento B 119 Heráclito nos dice que “el carácter [éthos] es para el hombre su demonio [daimon]”. R. Dodds, en Los griegos y lo irracional, distingue tres tipos de daimones o demonios desde la época de la Odisea hasta la de la Orestiada: impulsos irracionales (cólera, envidia), agentes divinos con los que los dioses persiguen a los hombres sacrílegos, y divinidad personal asignada a los hombres desde que nacen y que los orienta en la vida. Este tercer tipo sería el que correspondería al fragmento de Heráclito (Eggers y Juliá 1978: 371).

También encontramos en la obra de Morin un recurso al término “demonio” para conceptualizar determinados aspectos del psiquismo humano y referirse a ellos. Los seres humanos, escribe Morin, estamos habitados y poseídos por “instintos inacabados”, por “formas elementales, a la vez físicas, vivientes y psíquicas”, por “estructuras mentales persisten­tes”, por determinados elohim que estructuran nuestra personalidad según “extrañas leyes psico-imagina­rias” (1969: 182).

Morin designa dos “elohim primordiales”, que, a falta de mejores términos, opta por llamar Eros o Empatía y Tanatos o Agresividad; un demonio del amor y del bien, y un demonio del odio y del mal. En las relaciones humanas existe la maldad, “la voluntad de hacer el mal”, que es, en primer lugar, un deseo de eliminar al otro, de matarlo, y, en segundo lugar, deseo de hacer sufrir (prueba del cual sería la tortura, que no es reducible a la función utilitaria de obtener información, pues incluye también el placer que el torturador experimenta cuando lacera).

Junto a esos elohim primordiales señala Morin (1969: 238-242) otros elohim, tanto positivos como “mezquinos”. Los demonios mezquinos son la suficiencia, la arrogan­cia, la incomprensión, la indiferencia, la crueldad. Además, habla de un elohim de la reciprocidad (dar lo que se recibe), ejemplificado en el talión (ojo por ojo) y en el potlatch (don por don), y del elohim del sacrificio (toda realización exige pagar un precio para lograrla y toda culpa exige pagar un precio para expiarla) y del demonio de la culpabilidad. Los demonios interiores se exteriorizan manifestándose en la historia y en las instituciones sociales: “Las instituciones fundamentales ─etnográficas─ de la humanidad, es decir, el derecho arcaico ─talión, potlatch─, la magia como la religión ─con sacrificios, cultos, ritos propiciatorios, purificadores y de disculpa─, las instituciones modernas ─Estado, Nación, Patria, Partido─ y, en fin, esa institución que es la persona (…) son los puntos de fijación de los demonios, sus habitáculos, sus instituciones” (Morin 1969: 190).

Pasemos a la segunda conexión. Nuestros dos autores inciden en el fondo de inconsciencia que subyace a nuestras vidas y sobre el que estas se desarrollan, fondo que hace imposible que los sujetos puedan llegar a conocerse plenamente a sí mismos.

Heráclito nos pone en guardia contra los estados de inconsciencia en los que caemos incluso cuando estamos despiertos y sobre los condicionamientos familiares acríticamente asumidos, que tendemos a dar por válidos y a reproducir: a los hombres “se les escapa cuanto hacen despiertos, al igual que olvidan cuanto hacen dormidos” (fr. B 1), “no conviene obrar y hablar como dormidos” (fr. B 73), “no conviene obrar y hablar como hijos de sus padres” (fr. B 74). Lo que conviene es obrar y hablar con plena consciencia, es decir, en conexión con el logos.

Morin refiere varios tipos de inconsciencia y considera que hacen de nosotros seres sonámbulos, poseídos, autómatas y marionetas (2013: 26-27 y 2017: 104-105). No somos conscientes de los automatismos biológicos de nuestro cuerpo, que nos mantienen con vida y posibilitan el desarrollo de los procesos y las formas corporales. Sufrimos una inconsciencia cotidiana causada por la falta de atención y de memoria. Estamos poseídos por los condicionamientos socioculturales y por nuestras creencias e ideas, hasta el punto de llegar a dar la vida por ellas (2013: 28-29).

Debemos tomar consciencia de nuestro sonambulismo y extremar nuestro esfuerzo y afán por ser conscientes, pues solo merced a la consciencia el hombre puede llegar a poseer aquello que lo posee (Morin 2013: 30). Pero, por mucho que avancemos en ello, nos resultará imposible llegar a conocernos plenamente; hay un fondo de incertidumbre y de misterio ineliminable con respecto a nosotros mismos. Como dijo Heráclito (fr. B 45): “Los límites del alma, por más que procedas, no lograrás encontrarlos, aun cuando recorrieras todos los caminos: tan hondo tiene su logos”.

La tercera conexión tiene que ver con nuestra relación con la naturaleza vista esta como posible modelo o ejemplo para nuestras actuaciones. La “verdadera sabiduría”, nos dice Heráclito, consiste en “hablar y obrar según la naturaleza”, en hablar y obrar “estando atentos” a la naturaleza, escuchándola (fr. B 112).

En la obra de Morin también encontramos reflexiones en esa línea, pero Morin plantea la relación con la naturaleza de manera más compleja, de manera dialógica. Para abordar el problema del deterioro y la destrucción de los ecosistemas y los problemas sociopolíticos vinculados a este, hay que superar dos alternativas mutiladoras: una, la alternativa entre encontrar (recobrar, recuperar, coincidir con) o bien superar (dejar atrás, ir más allá de, rebasar, situar fuera de, sobrepasar) la naturaleza; la otra, la alternativa entre seguir o guiar a la naturaleza. Tan necesario es encontrar a la naturaleza y seguirla (dejarse guiar por ella) como superarla (es decir, desarrollar nuevas formas de cultura, de sociedad, de civilización) y guiarla (Morin 1980: 121).

La cuarta y última conexión tiene que ver con la tercera de las clásicas preguntas kantianas: ¿Qué me cabe esperar? “Si no esperáis, no hallaréis lo inesperado”, sentencia Heráclito (fr B 18); es decir, si no se tiene fe en que lo inesperado (lo improbable o difícil de lograr) pueda ocurrir, no ocurrirá (Eggers y Juliá 1978: 360-361). Morin (2013: 33) nos confiesa que recuerda esa sentencia siempre que pierde la esperanza. Señala que él cree “profundamente” en que hay que esperar lo inesperado o, al menos, lo improbable, pues a veces, en los procesos histórico-sociales y en la vida de un individuo, lo probable temido o indeseado no ocurre y acontece lo improbable querido o deseado. En su opinión, lo más probable, dada la situación actual, es que en nuestro planeta sucedan y se encadenen graves catástrofes de distinto tipo (ambientales, económicas, sociales). Pero nos dice también que ese vaticinio, esa alta probabilidad, no debe hundirnos en la desesperanza, pues la probabilidad no es certeza, lo probable no equivale a lo necesario e inevitable; y por ello apuesta por trabajar para que lo improbable (un mundo mejor, más humano, alejado de la posibilidad de catástrofes) pueda llegar a hacerse realidad (Morin 2013: 33).

Morin (2013: 33-34) relaciona el fragmento B 18 de Heráclito con otro en el que el efesio señala que el oráculo de Delfos no muestra ni desvela, sino que solo “indica por medio de signos” (fr. B 93). El oráculo no revela de manera precisa lo que va a ocurrir, sino que solo orienta sobre ello, de modo que permanece un misterio con respecto a lo que puede llegar a pasar. A juicio de Morin, ese carácter meramente indicativo u orientativo de las revelaciones del oráculo de Delfos es propio de toda predicción. Así, puede anunciarse, como él hace, la posibilidad de futuras catástrofes ambientales, económicas y sociales de escala global, planetaria, pero no es posible concretar en qué consistirán ni precisar cuándo ocurrirán. El futuro tiene un componente de misterio ineliminable; “no podemos determinar de manera exacta la figura que tomará el porvenir, pero podemos indicar algo sobre él, la dirección que toma”.

 


 

Notas

1. Heráclito suscitó también el interés de otros autores con los que Edgar Morin compartió proyectos culturales y mantuvo intercambios intelectuales. Así ocurre en especial con Kostas Axelos (con quien compartió el proyecto de la revista Arguments entre 1956 y 1962) y con Cornelius Castoriadis (con quien coincidió en el grupo Socialisme ou Barbarie y publicó, junto a Claude Lefort, Mai 68 La Brèche). Axelos hizo una edición de los fragmentos de Heráclito: Les fragments d’Héraclite d’Éphèse (Estienne, París, 1958) y dedicó un libro al estudio del efesio: Heráclite et la philosophie: la prémiere saisie de l’être en devenir de la totalité (Les Éditions de Minuit, París, 1968). Castoriadis se ocupó de Heráclito en su seminario de 1982-1983 en la École des Hautes Études en Sciences Sociales: Ce qui fait la Grèce, 1. D’Homère à Héraclite (Seuil, París, 2004). Como señala Schettino (1968: 225), las ideas de Heráclito han mostrado a lo largo de la historia de la filosofía y del pensamiento en general una “extraña capacidad de actualización”.

 2. El conocimiento de los filósofos presocráticos y de sus ideas nos llega a través de tres fuentes principales: Aristóteles, Teofrastro (discípulo del anterior, siglo IV a. C.) y los autores conocidos como doxógrafos (serie de autores que vivieron entre los siglos I a. C. y VI d. C., que se conocen como tales desde que Hermann Diels, en su obra Doxographi Graeci, de 1879, los denominó así por referencia a la obra Psysikôn doxônDoctrinas de los físicos, de Teofrastro). A partir de esas fuentes, y de algunos autores más, Hermann Alexander Diels elaboró su recopilación de “fragmentos de los presocráticos”, que sería posteriormente reeditada y corregida por Walther Kranz. Esta obra es la referencia fundamental para el conocimiento de los filósofos presocráticos. En ella se distinguen fundamentalmente dos tipos de textos: textos A y textos B. Los textos B se considera que reproducen palabras textuales, originarias, del autor presocrático en cuestión, mientras que los textos A se considera que no reproducen palabras textuales de dicho autor, aunque refieran ideas o tesis de este. Pero no hay seguridad total de la exactitud textual de los fragmentos considerados por Diels y Kranz como palabras originarias de los filósofos presocráticos (los catalogados como textos B), es decir, no hay seguridad de que esos fragmentos sean citas textuales precisas procedentes de obras de los filósofos presocráticos. Dado que en la lengua griega antigua y en la latina no existían comillas, no podemos saber si las ideas atribuidas a los filósofos presocráticos por Aristóteles, Teofrastro y otros autores griegos y latinos son citas literales procedentes de alguna obra de los filósofos presocráticos o bien paráfrasis, y por tanto interpretaciones, de las palabras de estos (Eggers y Juliá 1978: 26-27). Ni siquiera podemos estar seguros de que las ideas atribuidas a los filósofos presocráticos sean expresión fiel de lo que realmente pensaban. Dicho de otro modo, no podemos descartar tergiversaciones en las fuentes sobre los presocráticos. Aristóteles, por ejemplo, no pretendía hacer historia de la filosofía, no era un historiador de las ideas interesado en exponer de manera fidedigna las tesis de los autores que estudiaba; pretendía elaborar su propio sistema filosófico y las ideas de otros autores solo le interesaban en función de ese fin (Eggers y Juliá 1978: 29 y 30-31). Por tanto, en rigor no es posible afirmar, como hace Kirk (cit. en Popper 1963: 198), que los textos que atribuimos a los presocráticos sean “fragmentos textuales de los mismos presocráticos”. 

3. Ese tono de los fragmentos de Heráclito ha sido particularmente destacado por Cornford (1980: 134-142). Conviene tener en cuenta que los filósofos presocráticos no disponían de una terminología filosófica especializada con la que expresar sus ideas e intuiciones, de ahí que se sirviesen de términos del habla común y que recurriesen a imágenes y metáforas. 

4. Como señaló Oswald Spengler (1947: 90), el pensamiento de Heráclito “se parece al alma de Hamlet: todos lo comprenden, sin embargo, cada uno lo comprende de distinta manera”. Ese modo oscuro de expresar sus ideas ha sido interpretado por Werner Jaeger (1982: 111-128) como una reacción de Heráclito al rechazo y la ignorancia que el efesio habría sufrido por parte de sus conciudadanos. Según Hegel (1833-1836: 261), la oscuridad del pensamiento de Heráclito se debe a la profundidad que tienen las ideas que quiso expresar. Es conocida la gran influencia que Heráclito tuvo sobre Hegel: “no hay en Heráclito una sola proposición que no hayamos procurado recoger en nuestra lógica” (Hegel 1833-1836: 262). 

5. Véase, por ejemplo, Barnes 1992. Para un análisis histórico y filosófico del concepto de “naturaleza” puede consultarse Pannikar 1972. 

6. La verdadera o auténtica realidad de los entes no se manifiesta de manera inmediata, sino que, como Heráclito señaló, “gusta de ocultarse” (fr. B 123). 

7. En opinión de Sonia París (2015), Heráclito se habría distanciado de la pretensión, propia de “la tradición occidental”, de buscar y establecer “principios universales para dar explicación a las cosas, a los hechos, al mundo” (p. 182): “Heráclito supera, al menos en cuanto al arjé se refiere, la incesante necesidad de Occidente de encontrar unos principios universales inamovibles, capaces de dar sentido y explicación a las cosas” (p. 185). Esta afirmación me parece bastante discutible. En los fragmentos de Heráclito tanto el fuego como el logos aparecen de manera clara como principios universales, el primero como principio sustancial del cosmos y el segundo como principio estructural de este. Según París, con su tesis de que “el todo es flujo perpetuo” Heráclito “evita al máximo” el establecimiento de un principio universal “aplicable a todo” (p. 186). Sorprende esta afirmación de la autora, que resulta internamente contradictoria, pues es evidente que la tesis atribuida a Heráclito de que todo fluye concierne a la totalidad de los entes y por tanto se trata de un principio universal. Igual de sorprendente y de contradictorio resulta que niegue que el logos sea “una razón universal” cuando cuatro líneas después afirma que el logos “es una ley necesaria que todo lo rige” (p. 189). Finalmente, cabe plantear otro cuestionamiento de las opiniones de la autora, que excede el objetivo de este texto y que por ello me limito a dejar solo planteado en forma de preguntas: ¿la búsqueda de principios universales solo se ha dado “en Occidente”?, ¿acaso “en Oriente” los pensadores de uno u otro tipo, religiosos o filosóficos, no han buscado, propuesto y afirmado principios universales?; y ¿no ha habido “en Occidente” críticas al universalismo? 

8. El término “logos” aparece en varios fragmentos de Heráclito y en ellos cobra significados diferentes. Se trata, pues, de un término polisémico. Ha sido traducido al español como proporción, medida, relación, inteligencia, razón, palabra, discurso, fundamento, norma, pauta, valía… Ante esta situación (la variedad de significados con los que es posible traducir y de hecho se ha traducido el término), en la mayoría de los casos seguiré aquí el consejo de Clémence Ramnoux (cit. en Mondolfo 1966: 131): “aun cuando se puede proponer alguna traducción aceptable de la palabra logos, es mejor mantener el término griego para conservar la amplitud de sus significados y la aureola de su misterio”. Morin (2013: 24) reconoce que la idea heraclítea de logos es imprecisa, por lo que caben varias interpretaciones posibles de ella. Como acabo de referir, la idea de logos integra las ideas de orden y de racionalidad; Morin (2013: 24) considera que también integraría la idea de lo infra y supra racional. Además, entiende el logos de Heráclito como “una fuerza originaria, creadora y organizadora”. Heráclito consideró al logos con un fuego creador. Según Morin (2013: 24-25), la comparación del logos con el Sol puede ayudarnos a entender el logos heraclíteo, en tanto que, en última instancia, todo el proceso de surgimiento, expansión, desarrollo, organización y mantenimiento de la vida en la Tierra ha sido y es posible merced a la energía procedente de esa gigantesca bola de fuego que es el astro solar. 

9. El demiurgo platónico, a diferencia del Dios cristiano, no crea ex nihilo, sino que ordena la materia, “que se movía sin reposo de manera caótica y desordenada” (Timeo), para constituir orden y modelar estructuras a partir de las ideas preexistentes. El noûs de Anaxágoras constituye el punto de transición entre la physis creadora y el demiurgo platónico. El paso desde la materia caótica originaria al orden se produce merced a la intervención del noûs, que es independiente de la materia. Pero la participación del noûs se limita a la puesta en movimiento de la materia, sin implantación de formas o ideas en esta (función limitada que fue criticada por Platón y Aristóteles, y también posteriormente por Hegel). 

10. Gosselin (1987a: 106 y 1987b: 379) opina que la idea de naturaleza que Morin conceptualiza en el primer volumen de El método no supone un retorno a la physis presocrática. Sin embargo, a tenor de lo expuesto, creo que el retorno (que no copia o asunción acrítica) a la idea presocrática de physis resulta patente. A este respecto, me parece más acertada la opinión de López Aranguren (1981), para quien, en el primer volumen de El método, hay “una recuperación del concepto de física como physis presocrática, aunque pasada, obviamente, por la cibernética, las teorías de la información y la organización y la teoría de sistemas” (pp. 129-130). 

11. En esta definición, los términos “parte” y “elemento” no remiten a la idea de unidad simple y sustancial, sino que son relativos al todo donde se inscriben, de modo que las partes y los elementos de un sistema (moléculas, células, etc.) son ellos mismos sistemas que han devenido subsistemas de un todo. Cada sistema puede ser a la vez parte y todo. La naturaleza es un conjunto de sistemas imbricados entre sí, un todo polisistémico, una arquitectura de polisistemas emergentes: “las emergencias globales del sistema de base, el átomo, se convierten en materias y elementos para el nivel sistémico que engloba la molécula, cuyas cualidades emergentes, a su vez, se convertirán en los materiales primarios de la organización celular, y así sucesivamente. Las cualidades emergentes se montan unas sobre las otras, convirtiéndose la cabeza de las unas en los pies de las otras, y los sistemas de sistemas de sistemas son emergencias de emergencias de emergencias” (Morin 1977: 134). 

12. Las nociones de orden y desorden que Morin acuña y maneja poseen amplios significados (véase Morin 1977: 49-60, 1981, 1982: 97-110 y 1984). Su concepto de orden incluye las ideas de ley, determinación, constreñimiento, constancia, regularidad, repetición, estructura e invariancia; y su concepto de desorden las ideas de agitación, dispersión, colisión, inconstancia, irregularidad, inestabilidad, desviación perturbadora, choque, encuentro aleatorio, evento, accidente, desorganización, indeterminación, aleatoriedad, azar e incertidumbre. Por su parte, las interacciones son “el conjunto de las relaciones, acciones y retroacciones que se efectúan y tejen en un sistema” (Morin 1982: 205).

13. “Se puede decir juego porque hay piezas del juego (elementos materiales), reglas del juego (constreñimientos iniciales y principios de interacción) y el azar de las distribuciones y los encuentros” (Morin 1977: 74). 

14. Como el mismo Morin ejemplifica, es gracias a determinadas interacciones que los núcleos atómicos, los mismos átomos y las estrellas han nacido y perduran. Las interacciones “fuertes” unen protones y neutrones y, al imponerse sobre la repulsión eléctrica entre protones, su fuerza de unión otorga al núcleo su formidable cohesión. Las interacciones gravitaciona­les determinan la concentración de las galaxias y la condensación de las estrellas. Las interacciones electromagnéticas enlazan los electrones a los núcleos y ligan los átomos en la constitución de las moléculas. 

15. Entre otros, Karl Popper ha subrayado de manera especial esa vertiente del pensamiento de Heráclito, lo que dio lugar a una polémica con G. S. Kirk. Kirk (1957: 285) había planteado la siguiente cuestión: “¿Pudo, en realidad, haber pensado Heráclito que una roca o un caldero de bronce, p. e., experimentaban invariablemente cambios invisibles?” En su opinión, lo más probable es que no lo hubiese pensado. (No obstante, unas líneas después, en la p. 286, afirma, en contradicción con lo anterior, que “parece haber sido precisamente la opinión de Heráclito” la idea de que “cualquier cosa, aun cuando sea aparentemente estable, está sujeta a cambio”). Según Popper (1958-1959: 186-188), Heráclito sí pudo haber pensado eso y de hecho fue lo que pensó: que las cosas, más allá de su aparente solidez y estabilidad, están fluyendo, cambiando, en movimiento, están sometidas constantemente a cambios invisibles. De manera precisa, la tesis que Popper atribuye a Heráclito es la siguiente: “No hay cosas (inmutables); lo que se nos presenta como una cosa es un proceso”. Los objetos materiales son como llamas (fuego): parecen cosas materiales, pero en realidad son procesos, se encuentran en un flujo continuo (como las aguas de un río). La estabilidad (aparente) de las cosas se debe a que el proceso que realmente son está sujeto a leyes, a medida (a logos), es regular (Popper 1963: 200). 

16. Así, por ejemplo, según Silvia Castro (2016a), Heráclito habría defendido una visión de la realidad en la que no hay “ni siquiera un instante de estatismo”, en la que “toda cosa está dejando de ser siempre para convertirse en otra de igual fugacidad” (p. 29), en la que “lo permanente no existe” (p. 30). Pero, para otros autores, esos planteamientos no habrían sido propiamente los de Heráclito, sino los de uno de sus discípulos, Crátilo, quien a su vez fue maestro de Platón: “De Crátilo se cuenta que, muy consecuentemente con su doctrina, enmudeció. En efecto, si todo pasa y nada permanece, no es posible hablar de ello, porque el lenguaje retiene un significado. Si todo pasa, cuando lo decimos ha dejado ya de ser. Por ello Crátilo se limitaba a señalar las cosas con el dedo, pero sin dejarlo quieto. Su índice se movía para seguir así el ritmo del fluir universal” (Valls 1982: 15-16). 

17. M. Andreina Graterol (2017), licenciada en Matemáticas y a la sazón profesora de Lógica en la Universidad de Los Andes (Mérida, Venezuela), considera al logos heraclíteo (entendido como unidad de los contrarios, de los opuestos) como un algoritmo iterativo o una regla repetitiva que todo lo genera (p. 22 y p. 27), como “el algoritmo madre que define todo lo que hay” (p. 31), e intenta mostrar la estructura fractal que a su juicio tendría la filosofía de Heráclito. El logos sería la “dimensión” de la doctrina-fractal heraclítea (p. 32). Según la autora, no se trata de afirmar que la filosofía de Heráclito, el conjunto de los fragmentos atribuidos a este, presente propiedades fractales, sino de pensar la filosofía de Heráclito “como si” esta tuviese una estructura fractal (p. 19). Pero Graterol pasa de la hipótesis de pensar la doctrina de Heráclito como si fuese un objeto fractal a afirmar la naturaleza fractal de los fragmentos atribuidos a Heráclito: “nos atrevemos a decir que la doctrina de Heráclito presenta propiedades fractales” (p. 32). La autora reconoce explícitamente que su interpretación fractal de la filosofía de Heráclito puede ser un camino “infértil” que no conduzca a ningún sitio, “un camino errado” (p. 24). 

18. Para Nicolás de Cusa, Dios como infinito incluye todos los aspectos de la realidad; en él, pues, los contrarios se unifican o coinciden. De Cusa señaló que, para ese caso (el de Dios), la lógica aristotélica de la no contradicción no era adecuada. Buscó una lógica distinta en la lógica combinatoria de Raimundo Lulio (1232-1315). Giordano Bruno, por su parte, consideró a la materia como sustrato y origen de todos los entes, como constituyente universal de todos los entes, a partir del cual estos se generan. La materia “permanece siempre fecunda y la misma (…) es y permanece siendo; y a las formas no hay que concebirlas sino como diversas disposiciones de la materia, que van y vienen, decaen y se renuevan” (Causa; cit. por Murguía 2016: 39). Para Bruno, la materia no es inerte, sino que está vivificada por el alma del mundo: “el alma o la vida se encuentra en todas las cosas y, en mayor o menor grado, llena toda la materia” (Causa; cit. por Murguía 2016: 38). Bruno diviniza a la naturaleza, a la materia, de modo que la coincidentia oppositorum pasa a darse en esta: “Giordano Bruno sostiene que, si bien la coincidencia absoluta de los contrarios es característica divina, esa coincidencia se da igualmente en el ser del universo, al ser este no solo el efecto sino la manifestación más propia del infinito ser divino. Así, el universo es también infinito y, por ello, unidad de los opuestos” (Murguía 2016: 41). 

19. Esta concepción se encuentra ya en los fragmentos atribuidos a Anaximandro (Eggers y Juliá 1978: 104-108). Para este filósofo presocrático, cada opuesto prevalece sobre su pareja durante un tiempo determinado y, como desagravio, debe dejarle paso a su opuesto. Sería una injusticia que esa alternancia de contrarios no se produjese, pues es precisamente mediante ella como se logra un equilibrio en el cosmos. Anaximandro, al igual que Heráclito y a diferencia de Pitágoras, no confiere prioridad axiológica a unos contrarios sobre otros, sobre sus respectivas parejas. 

20. Las ideas de Heráclito llegan incluso a valorarse como “una herramienta muy útil para el estudio de los conflictos interculturales y su posible regulación por medios pacíficos” (París 2015: 179). 

21. La fuente de esta idea de Heráclito es Aristóteles (Ética a Nicómaco, VIII 2, 1155b): “Heráclito dice que lo opuesto concuerda y que de las cosas discordantes surge la más bella armonía”. Morin (2013: 25) comenta la segunda parte de esa frase. La armonía pura y absoluta carece de sentido, no existe, y además resultaría improductiva. Por su parte, el reinado absoluto de la discordia o la preponderancia de esta conducen a la desintegración. Pero, si solo existiese concordia, nada pasaría. Armonía y desarmonía son necesarias para la constitución y la evolución de las realidades. 

22. De ese modo, Morin se desvincula de la tradición marxista (por ejemplo, Engels 1870, Trotsky 1942 y Novack 1971) que ha defendido la existencia de contradicciones en la realidad, en relación a las cuales no regiría el principio de no contradicción, tradición que ha recibido críticas importantes (como las de Popper 1940, Kelsen 1957 y Colletti 1977 y 1982). La dialéctica marxista, aplicada al proceso histórico, conlleva además una concepción teleológica de este. Así, Marx en El capital (tomo I, cap. XXIV) entendió la propiedad privada capitalista como “negación” de “la propiedad privada individual basada en el trabajo propio” y defendió que el modo de producción y apropiación capitalista “engendra su propia negación fatalmente como un proceso natural”, de manera que da lugar al modo de producción y apropiación comunista, que es “la negación de la negación”. Obsérvese el teleologismo o finalismo del planteamiento marxista: la historia tiene como fin la instauración del comunismo; alcanzado este, el movimiento dialéctico de la historia se detiene, ya no cabe negación de “la negación de la negación”, el comunismo es la gran síntesis final de la Historia. Morin (véase 1959 y  2012) recusa ese teleologismo. 

23. Parménides y Aristóteles acusaron a Heráclito de haber violado el principio de no contradicción y lo criticaron por ello (fr. B 6; Metafísica, IV 7, 10129; Eggers y Juliá 1978: 326). M. Andreina Graterol afirma (afirmación que me resulta sorprendente, casi tanto como su interpretación fractal de los fragmentos de Heráclito, a la que me referí en la nota 17) que el rechazo del principio lógico de no contradicción por parte de Heráclito permite a la filosofía del efesio superar el teorema de Gödel: “Heráclito se nos muestra desafiando a Gödel, quien a mediados del siglo pasado demostró que ningún sistema puede ser completo y consistente simultáneamente. Creemos que sólo un sistema con características como las heraclíteas [esto es, “que admita dentro de sus postulados a la contradicción”] es capaz de sostenerse a sí mismo y superar las carencias de aquellos sistemas débiles que son víctimas de la condena de la incompletitud [sic] contradictoria ya demostrada por Gödel” (p. 33). El problema es que, según Popper (1940), un sistema de ideas que rechace el principio lógico de no contradicción, es decir, que admita enunciados contradictorios, puede llegar a admitir cualquier enunciado, “pues de un par de enunciados contradictorios puede inferirse válidamente cualquier enunciado” (p. 381). Los sistemas de enunciados así construidos se hacen inmunes a la crítica, lo que supondría “el derrumbe completo de la ciencia” (p. 381). En efecto, como escribió Heidegger, en su Carta a un joven estudiante del 18 de junio de 1959 (p. 162): “El camino está siempre en peligro de convertirse en un camino errado”. 

24. Dejamos aquí aparte la cuestión de los claroscuros, de las horas “grises”, de los periodos de amanecer y atardecer, que tiene que ver con una problemática distinta, la del carácter procesual y gradual de determinados fenómenos, problemática que nos llevaría a las lógicas borrosas o difusas (fuzzy) de Lofti A. Zadeh y Bart Kosko. 

25. Según García Quintela (1992: 185), el original en griego de ese fragmento puede leerse “sin ofender a la gramática (…) de ocho formas diferentes”. 

26. Según algunos testimonios, Heráclito habría negado la racionalidad al ser humano. Tenemos el siguiente texto de Sexto Empírico (Contra los dogmáticos, VIII, 286): “dice Heráclito expresamente que lo que es racional no es el hombre, sino que solo el ser que lo abarca todo es inteligente”; y este otro de Apolonio de Tirana (Epístola 18): “Heráclito, el filósofo naturalista, dijo que por su naturaleza es irracional el hombre”. Pero, según la crítica, esas referencias posiblemente no provienen de fragmentos auténticos. Además, entran en contradicción con otros fragmentos atribuidos a Heráclito en los que se afirma la capacidad de los seres humanos para adquirir saber y ser racionales: “Común a todos es la inteligencia [comprender]” (fr. B 113); “De Heráclito: a todos los hombres les está concedido conocerse a sí mismos y ser sabios” (fr. B 116); “Es propio del alma un logos que se acrecienta a sí mismo” (fr. B 115). 

27. Al considerar el estado de vigilia como el estado que permite el acceso al logos, a la verdad, Heráclito habría contradicho la creencia popular de su época según la cual en el sueño el alma se abre a los influjos divinos y a la revelación de la verdad (Cornford, Principium Sapientae, Cambridge, 1952, p. 150; cit. por Guthrie 1984: 406). 

28. Morin (2013: 28) relaciona algunos de los fragmentos anteriores con la cuestión de la unidad y diversidad humana. Los hombres, señala, se muestran incapaces para trascender las singularidades individuales y las diversidades presentes en los seres humanos, muestran incapacidad para captar  la generalidad que existe más allá de sus particularidades y diferencias, aquello que comparten y los unifica (la unidad humana), no se percatan de la dialógica que existe entre la unidad y la diversidad humana. (Sobre el modo como Morin plantea el tema de la unidad y la diversidad humana, véase Solana 1995). 

29. Tan discutible como otras tesis del historiador marxista, entre ellas la afirmación y defensa del Partido Comunista como “la culminación y realización de la moralidad”, como la “autoridad moral” capaz de guiarnos en todas las situaciones de nuestra vida (Farrington 1947). Para comprobar la entidad moral de los partidos comunistas, pueden consultarse obras como El libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión (Ediciones B, Barcelona, 2010), editado por Stéphane Courtois, y, por supuesto, Autocrítica de Edgar Morin. 

30. Rodolfo Mondolfo (véase, por ejemplo, 1949 y 1968: 94-99) ha destacado esa orientación voluntarista de la gnoseología de Heráclito, según la cual la voluntad jugaría un papel fundamental en el conocimiento, el acto de conocimiento exigiría un acto previo de voluntad, tanto de la voluntad de conocer como de la voluntad de creer. 

31. La computación de los ordenadores está constituida por una instancia informacio­nal, una instancia simbólica, una instancia memorial (memoria o banco de datos) y una instancia logicial (Morin 1986: 47-48). Una instancia informacional, pues la computación digital utiliza el modo informacional del sí/no para sus operaciones; trata signos/símbolos portadores de información y eventualmente puede extraer informaciones de su entorno, cuando dispone de dispositivos para ello. Una instancia simbólica, ya que toda información, y más ampliamente todo objeto de computación, está codificada en signos/símbolos sobre los que se efectúa el acto de computación. La instancia logicial consiste en principios, reglas e instrucciones que controlan los cálculos, las operaciones de asociación (conjunción, inclusión, identificación) y separación (disyunción, oposición, exclusión). La organización con capacidad de cómputo es ─en términos de H. Simon─ un general problems solver, una organización que, a partir de sus reglas y con informaciones y símbolos, afronta y resuelve problemas. 

32. El fragmento en cuestión (el B 35) ha sido considerado como apócrifo por algunos comentaristas. Guthrie (1984: 393) opina que es un fragmento irónico. La ironía estaría destinada a Pitágoras, pues en el fragmento B 129 aparece caracterizado como “archipracticante de la polymathía” y es muy probable (véase Eggers y Juliá 1978: 180-182) que en la época de Heráclito el calificativo “filósofo” se aplicara particularmente a Pitágoras y sus seguidores. 

33. Remite Morin a la obra de M. Detienne y J.-P. Vernant, Les Ruses de l’intelligence: la mètis des Grecs, Flammarion, París, 1974 (de la que hay traducción en español: Las artimañas de la inteligencia, Taurus, Madrid, 1988). 

34. Morin establece una distinción entre explicación y comprensión con respecto al conocimiento de los seres humanos. La explicación consiste en considerar a los seres humanos como objetos de conocimiento y como tales “aplicarles todos los medios objetivos de elucidación” (Morin 1999: 105). La explicación es necesaria para conocer los fenómenos humanos, pero resulta insuficiente. Necesitamos también la comprensión, que consiste en considerar al otro como un alter ego, como alguien que es como yo, lo que me permite identificarme con él y proyectarme en él, y de ese modo comprender lo que le pasa a partir de y mediante mi experiencia vivida de lo que le está pasando, del hecho de haber vivido o experimentado yo lo que esa persona está viviendo o experimentando, o situaciones similares. Así, por ejemplo, comprendo la tristeza o la alegría de una persona por mi capacidad para sentir, experimentar, los mismos sentimientos que ella, por mi capacidad para conectar los sentimientos de esa persona con la experiencia que yo tengo de esos sentimientos. 


 

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