Gazeta de Antropología, 2015, 31 (2), artículo 06 · http://hdl.handle.net/10481/36834 Versión HTML  ·  Versión PDF
Recibido 14 enero 2015    |    Aceptado 16 marzo 2015    |    Publicado 2015-07
Naturalismo antropológico y religión natural en Spinoza
Anthropological naturalism and natural religion in Spinoza




RESUMEN
El propósito de este estudio es dilucidar algunos de los rasgos distintivos de la concepción del hombre que mantiene Spinoza y sus implicaciones para el ámbito de lo religioso. De este modo, se trata de mostrar que la antropología spinoziana se singulariza por adoptar una perspectiva naturalista, comprometida con la doble dimensión teórica y práctica de los afectos, que reconoce asimismo este doble aspecto a lo religioso. Esto significa en términos spinozianos que la dimensión religiosa no puede ser erradicada completamente del hombre, sino que hay que distinguir entre la religión heredada de la tradición y la idea adecuada de religión o religión natural y universal.

ABSTRACT
The aim of this paper is to elucidate some of distinctive features of Spinoza’s conception of the human being. Therefore, it is shown that his anthropology takes a naturalistic perspective committed to the dual theoretical and practical dimension of affects while recognizing this dual aspect of religion. This means, according to Spinoza, that is not possible to completely eradicate the religious dimension in the human being. Thus, we must distinguish between the religion inherited by tradition and the appropriate idea of religion or the natural and universal religion.

PALABRAS CLAVE
Spinoza | antropología | naturalismo | religión | afectos
KEYWORDS
Spinoza | anthropology | naturalism | religion | affects


1. Introducción: interrogantes preliminares

La filosofía de Spinoza rechaza junto con la concepción teleológica de la Naturaleza, la visión antropocéntrica de la realidad. Y, de este modo, considera la Naturaleza no desde el hombre, sino al contrario, al hombre desde la Naturaleza, es decir, desde el ser. Conocida es, en este sentido, la tesis spinoziana de acuerdo con la cual lo real es Naturaleza, Sustancia o Dios. Así pues, en el sistema de Spinoza la antropología se inscribe dentro de la ontología. Es un parte de ella, aquella parte que se refiere a lo expresado por la Sustancia, es decir, aquella parte que se refiere a la Natura naturata y, más concretamente, al hombre. La antropología trata, pues, de “explicar aquellas cosas que han debido seguirse necesariamente de la esencia de Dios” (Spinoza 1987: 109), aunque no todas ellas, “sino sólo las que pueden llevarnos al conocimiento del alma humana y de su suprema felicidad” (Spinoza 1987: 109); lo cual, por otra parte, muestra no sólo que la antropología forma parte de la ontología, sino que también tiene una orientación ética fundamental. Hay que pensar, pues, al hombre desde la Naturaleza. Pero, ¿qué es exactamente el hombre? ¿Qué relación exacta guarda con la Naturaleza, Sustancia o Dios? Y ¿qué supone para la concepción de la religión propia de Spinoza? En este sentido, aclarar y precisar -tal y como aquí nos proponemos- cuáles son los rasgos distintivos de la concepción spinoziana de la naturaleza humana, así como de los mecanismos imaginativos y afectivos que la singularizan, resulta una tarea fundamental para deshacer malentendidos e interpretaciones inadecuadas de la posición de Spinoza con respecto a la religión que, sin embargo, han tenido un gran peso histórico.

 

 2. El hombre como naturaleza finita

“A la esencia del hombre -señala Spinoza en la proposición 10 del libro II de la Ética- no pertenece el ser de la sustancia, o sea, no es una sustancia lo que constituye la forma del hombre” (Spinoza 1987: 123). Esta es una de las primeras afirmaciones donde Spinoza nos ofrece algunos trazos de su concepción del hombre. El hombre -tal es la sentencia spinoziana- no es sustancia, y esto implica que el hombre no es un ser de existencia necesaria, no es causa de sí mismo, no es infinito por naturaleza, ni inmutable, ni indivisible, su potencia no es idéntica a la potencia infinita divina y, en definitiva, no tiene aquellas propiedades que sí tiene la Naturaleza en cuanto Sustancia. Pero puesto que todo lo que hay es Naturaleza, y la Naturaleza o es Sustancia o es afección de esa Sustancia, el hombre necesariamente será una afección, un modo, uno de los modos que conforman la Natura naturata. Pero ¿un modo finito o infinito?

La complejidad de la antropología spinoziana hace que la respuesta a esta cuestión no sea simple. En el libro V de la Ética el hombre, en tanto idea del entendimiento infinito de Dios, es concebido como modo infinito, al menos en lo que se refiere a una de sus dimensiones, a saber, la mental. A partir de la proposición 23 del libro V de la Ética Spinoza considera al alma sin relación al cuerpo, y de ella dice que queda algo cuando el cuerpo se destruye, que es, sin embargo, eterno. Ese algo eterno es la idea de la esencia del cuerpo concebida desde la perspectiva de la eternidad, es decir, “un determinado modo del pensar que pertenece a la esencia del alma y es necesariamente eterno” (Spinoza 1987: 409). El hombre es, pues, una idea de Dios, y en cuanto tal puede concebir las cosas desde la perspectiva de la eternidad y ser infinito. Sin embargo, a lo largo del libro II y, sobre todo, de los libros III y IV de la Ética, Spinoza nos presenta al hombre, e incluso al alma en cuanto idea no necesariamente adecuada del cuerpo, como modo finito (1). Tal y como ha señalado A. Domínguez, la dialéctica entre el hombre como modo de Dios y como idea del cuerpo, “o si se prefiere, la tensión de esa idea por tomar conciencia de su ser modal y de ese modo por hacerse idea (idea de Dios) marca la dinámica de la ética de Spinoza y constituye su via salutis” (Domínguez 1975: 65). En lo que sigue me propongo hacer referencia a esta idea del hombre como ser finito, en primer lugar porque una de las llaves del sistema spinoziano es precisamente la definición del hombre como idea del cuerpo. Y en segundo lugar, porque, según pienso, en esta tesis reside uno de los fundamentos de la crítica spinoziana a la religión tradicional o recibida y su defensa de la religión natural y universal (2). De este modo, se trata de poner de manifiesto la complejidad de la posición de Spinoza con respecto a lo religioso.

Que el hombre es un modo finito, se demuestra si recordamos que Spinoza afirma en el libro IV de la Ética que la fuerza con la que el hombre persevera en la existencia es limitada y resulta infinitamente superada por la fuerza o la potencia de las causas exteriores (Spinoza 1987: 292). El conatus humano es limitado. La potencia del hombre puede ser superada por la potencia de otras causas exteriores, esto es, otros modos finitos, que pueden afectar al hombre de manera negativa o triste. Los modos finitos solo afectan a otros modos finitos. Estos, según señala Spinoza en el libro I, no pueden deducirse de la naturaleza divina en tanto afectada por una modificación infinita, pues, todo lo que se deduce de esta manera es necesariamente infinito. La trama causal externa en la que está inmerso el hombre es la trama causal de los modos finitos (García Martínez 1992: 179). Y esta es una forma de mostrar la condición finita del hombre.

Por otra parte, en la primera definición de los afectos que aparece al final del libro III de la Ética Spinoza afirma que la esencia del hombre es deseo: “El deseo es la esencia misma del hombre en cuanto es concebida como determinada a hacer algo en virtud de una afección cualquiera que se da en ella” (Spinoza 1987: 262) (3). Más adelante volveré sobre esta importante tesis spinoziana. De momento basta con señalar que el deseo es un afecto, y en cuanto tal, una cosa singular; esto es, finita y de existencia limitada. (4) De este modo, vuelve a ponerse de manifiesto que el hombre es un modo finito.

La condición finita del ser humano, o más bien, su desconocimiento o negación, es uno de los fundamentos de la religión supersticiosa. Nuestra finitud nos hace estar sometidos siempre en algún grado a las pasiones. Dios o la Sustancia en tanto Natura naturans es infinito y por ello, es impasible (y también amoral). Sin embargo, nuestra condición de ser parte, nuestro ser modal finito, nos abre a lo externo, a todo aquello que no podemos controlar de manera absoluta, y en esa medida nos somete a la variabilidad de la fortuna. De ahí surgen una gran variedad de pasiones y afectos, también los de coloración religiosa o sub specie religionis (Lagrée 2007: 299). Ahora bien, en función de si conocemos y afirmamos nuestra condición finita, o al contrario, si la desconocemos o negamos, nuestras pasiones y afectos serán de un tipo o de otro. En el Tratado teológico-político Spinoza muestra claramente que las pasiones tristes, especialmente el miedo, son la causa de la superstición y así, el fundamento de la religión vana. De este modo, señala en el prefacio:

“Si los hombres pudieran conducir todos sus asuntos según un criterio firme, o si la fortuna les fuera siempre favorable, nunca serían víctimas de la superstición. Pero, como la urgencia de las circunstancias les impide muchas veces emitir opinión alguna y como su ansia desmedida de bienes inciertos de la fortuna les hace fluctuar, de forma lamentable y casi sin cesar, entre la esperanza y el miedo, la mayor parte de ellos se muestran sumamente propensos a creer cualquier cosa” (Spinoza 1986: 61).

La superstición se opone y desprecia a la razón y, en general, al conocimiento de la Naturaleza (5); y en este sentido, genera una moral impotente, es decir, triste. En el escolio de la proposición 63 del libro IV de la Ética, Spinoza señala en un tono muy crítico que los supersticiosos “aprendieron a reprobar los vicios más que a enseñar las virtudes, y que se afanan no en guiar a los hombres por la razón, sino en controlarlos por el miedo, de suerte que antes huyan del mal que amen la virtud” y así “no buscan sino que los demás se hagan tan miserables como ellos.” Spinoza critica esta forma de defender lo religioso fundado en el miedo. “La verdad  es que esto es una necedad y no piedad. Porque, yo pregunto: ¿qué les inquieta? ¿Qué temen? ¿O es que la religión y la fe no se pueden defender sin que los hombres se propongan ignorarlo todo y den de lado a la razón? Si realmente lo creen así, más que confiar en la Escritura, la temen” (Spinoza 1986: 324). Así pues, lo que de modo implícito se afirma en este texto es que el miedo y la superstición también se oponen a lo que Spinoza considera la verdadera religión o religión universal y natural.

“Aún más, puesto que el poder de la naturaleza  no es sino el mismo poder de Dios, es evidente, que en la misma medida en que ignoramos las causas naturales, no comprendemos tampoco el poder divino. Es, pues, de necios acudir a ese poder divino, cuando desconocemos la causa natural de una cosa, es decir, ese mismo poder divino” (Spinoza 1986: 94).

Nótese aquí, por otra parte, la naturalización de lo religioso que está efectuando Spinoza. Incluso Dios mismo se naturaliza. Deus sive Natura es uno de los tópicos spinozianos por excelencia. La expresión aparece en el Tratado Breve, pero también la Naturaleza está presente en la ecuación Deus sive Substantia de la Ética. El poder divino, según señala Spinoza en el Tratado teológico-político, no es sino el poder de la Naturaleza. Los mandamientos divinos son las mismas leyes naturales (6). Y en general, lo sobrenatural no existe.

El fundamento de la religión universal y natural, que “no necesita de ningún ornato supersticioso, sino que ve menguado su esplendor cuando se enmascara con semejantes ficciones” reside en el amor dei, no en la obediencia (Spinoza 1986: 348) (7). El amor dei, en esta versión, es un afecto de coloración religiosa derivado de la alegría (y del deseo, en tanto en cuanto la alegría es un deseo potenciado y no coartado como la tristeza). Y se opone al odium theologicum que es -según Lagrée- la pasión religiosa más característica y peligrosa, pues suscita la rabia de los conflictos civiles y políticos (Lagrée 2004: 25).

En el capítulo VII del Tratado teológico-político, señala Spinoza:

“Tanto han podido la ambición y el crimen que se ha puesto la religión, no tanto en seguir las enseñanzas del Espíritu Santo, cuanto en defender las invenciones de los hombres; más aun, la religión no se reduce a la caridad, sino a difundir discordias entre los hombres y a propagar el odio más funesto, que disimulan con el falso nombre de celo divino y de fervor ardiente. A estos males se añade la superstición, que enseña a los hombres a despreciar la razón y la naturaleza y a admirar y venerar únicamente lo que contradice ambas” (Spinoza 1986: 194).

La primacía del odio sobre el amor, como bien ha mostrado Lagrée, es un rasgo de las religiones vanas (Spinoza 1986: 67). Todo lo contrario sucede con la religión verdadera, en la que hay un primado del amor sobre el odio (Lagrée 2007: 300). De este modo, Spinoza distingue entre distintos afectos de tono religioso, como ya lo hiciera en la Ética con aquellos que no necesariamente tienen esta coloración, de modo que también en el ámbito religioso encontramos una de las distinciones fundamentales de la obra de Spinoza: la distinción entre pasiones tristes y pasiones alegres. Éstas últimas tienen la capacidad de transformarse en afectos activos racionales porque la alegría está asociada con lo bueno en la filosofía de Spinoza. En cambio, las pasiones tristes, vinculadas con lo malo, no pueden (Spinoza 1987: 236-237) (8). Si ahora volvemos al plano religioso, observamos que el odio es un afecto de matiz religioso derivado de la tristeza y especialmente relacionado con el miedo, y así, con la superstición. De la tristeza surge la impotencia, la servidumbre y, en general, lo malo. En contraposición está el amor, derivado de la alegría y del deseo secundado, fuente de virtud, libertad y felicidad. Parte de la terapia spinoziana de lo religioso consiste en hacer esta distinción básica entre las pasiones, y fomentar las pasiones alegres en detrimento de las tristes.

Si retomamos ahora la idea de que la esencia del hombre es deseo, podemos ver cómo estos dos afectos religiosos incardinan de diferente manera en ella. Es cierto que tanto la tristeza como la alegría pueden interpretarse como formas de deseo. En este sentido, de la esencia del hombre pueden derivarse tanto el odio como el amor. Ahora bien, en un sentido normativo no es así. El amor dei es natural, y así también la religión que en él se fundamenta de un modo en que no puede serlo el odium theologicum. Y ello porque el amor dei secunda el deseo en el que reside nuestra esencia; mientras que la religión vana, la basada en el miedo y el odio, coarta ese deseo, y así el despliegue de aquello que somos en esencia (Spinoza 1987: 234-235). Por eso Spinoza llama religión natural y universal a aquella que se basa en el amor; y en cambio, religión vana a aquella que se funda en las pasiones tristes. El naturalismo antropológico de Spinoza se traduce en un naturalismo de carácter religioso.

Ahora bien, no hay que sacar conclusiones precipitadas. Spinoza muestra de modo implícito que no puede erradicarse absolutamente en el hombre la dimensión religiosa, y así, tampoco la falsa religión. Tal cosa sería tan imposible como lo es extirpar completamente nuestras tristezas. No podemos librarnos por completo de las pasiones, ni de los mecanismos imaginativos que les subyacen, en la medida en que nunca dejamos de ser modos finitos, es decir, en la medida en que no podemos abandonar nuestra condición de ser sólo partes de la Naturaleza (Spinoza 1987: 291). En este sentido, me gustaría abordar la importante cuestión del valor de la imaginación y lo inadecuado en la filosofía de Spinoza. Y para ello hay que hacer primero un breve apunte sobre la epistemología de Spinoza y, particularmente, sobre su concepción del cuerpo y del alma.

 

 3. El cuerpo y el alma en perspectiva spinoziana: el alma como idea del cuerpo

Un cuerpo, según señala Spinoza en la primera definición del libro II de la Ética, es un modo que expresa de cierta y determinada manera la esencia de Dios, en cuanto se la considera como cosa extensa (Spinoza 1987: 110). Los pensamientos singulares son modos que expresan esa misma naturaleza de Dios, pero concebida bajo el otro de los atributos que el hombre conoce: el Pensamiento. Cuerpos e ideas son modos o afecciones de la Naturaleza, concebida ya bajo el atributo Extensión, ya bajo el atributo Pensamiento. ¿Y el alma?

Del alma, a diferencia del cuerpo, no se nos da una definición explícita al principio del libro II. En su lugar, Spinoza habla de ideas, y a través de éstas, del alma. En este sentido, Spinoza señala en la proposición 11 que “lo primero que constituye el ser actual del alma humana no es más que la idea de una cosa singular existente en acto” (Spinoza 1987: 125). El alma humana es, pues, en primer lugar, una idea; una idea del cuerpo. En la proposición 13 del libro II afirma Spinoza: “El objeto de la idea que constituye el alma humana es un cuerpo, o sea, cierto modo de la extensión existente en acto” (Spinoza 1987: 127). El alma, en consecuencia, es una manera de pensar el cuerpo, de formarse una idea, más o menos adecuada, en función de la naturaleza clara o confusa de las afecciones que lo modifican (Jaquet 2004: 7-8). Ahora bien, si esto es así, es necesario conocer en primer lugar la naturaleza de nuestro cuerpo, para poder conocer mejor al alma y también qué relación exacta mantiene con el cuerpo. En este sentido,  Moreau señala pertinentemente que la experiencia del yo, que es constitutiva de la filosofía moderna, está presente en Spinoza, pero, a diferencia de Descartes, esa primera forma de la experiencia del yo no será la evidencia del “yo pienso”. En la Ética el alma humana es un todo complejo que no puede dar ciertamente una experiencia única e inmediata. La experiencia del yo tiene que ver con la experiencia, en principio opaca, del cuerpo (Moreau 1994: 516-517).

El cuerpo del hombre es, en primer lugar, un compuesto de individuos compuestos (Spinoza 1987: 137). Además, el cuerpo humano es afectado -según los postulados 3 y 6- de muchísimas maneras por los cuerpos exteriores, y también tiene la capacidad de afectar él mismo a otros cuerpos, moviéndolos. La capacidad de afección resulta, pues, fundamental. En tercer lugar, “el cuerpo humano necesita para conservarse de muchísimos otros cuerpos, y es como si éstos lo regenerasen continuamente” (Spinoza 1987: 137). Afección y relación son, pues, propiedades primordiales del cuerpo humano. Además, ambas son de suma importancia para la constitución de los afectos y las pasiones. Y también lo son para entender la naturaleza de la unión entre cuerpo y alma.

En cuanto al denominado problema mente-cuerpo, Spinoza dice que “el alma y el cuerpo, son un solo y mismo individuo, al que se concibe, ya bajo el atributo del Pensamiento, ya bajo el atributo de la Extensión” (Spinoza 1987: 146). Y por tanto, que no se trata aquí, como quería Descartes, de pensar la conjunción de dos sustancias, la extensa y la pensante, sino de pensar una unidad, la que forman dos modos, el corporal y el mental, de un solo y mismo individuo. La originalidad de la concepción antropológica de Spinoza con respecto a Descartes es, pues, clara. Spinoza señala que el problema mente-cuerpo dilucidado a la manera de Descartes es un problema irresoluble porque está mal planteado. La pregunta que debemos hacernos es sobre qué base se debe pensar la unidad que forman cuerpo y mente.

En este sentido, lo primero que nos dice Spinoza es que esa unidad hay que pensarla sobre el modelo de la relación entre una idea (el alma) y su objeto (el cuerpo). El alma es una idea del cuerpo. Y éste se define por su capacidad para ser afectado y para afectar a otros cuerpos. La capacidad de afección pasiva y activa resulta fundamental, pero no solo para definir un cuerpo, sino para entender cómo este se relaciona con el alma. Y ello porque lo que piensa Spinoza es que a las afecciones del cuerpo le corresponden en el alma ciertas ideas, esto es, ideas de esas afecciones e incluso ideas de estas ideas cuando alcanzamos la conciencia, como idea ideae (Spinoza 1987: 147). Así pues, Spinoza nos dice que “todo cuanto acaece en el objeto de la idea que constituye el alma humana debe ser percibido por el alma humana o, lo que es lo mismo, habrá necesariamente una idea de ello en el alma. Es decir, si el objeto de la idea que constituye el alma humana es un cuerpo, nada podrá acaecer en ese cuerpo que no sea percibido por el alma humana” (Spinoza 1987: 127). De toda afección del cuerpo hay, por tanto, una idea, más o menos clara, en el alma (Spinoza 1987: 128).

Ahora bien, esta forma de plantear la relación mente-cuerpo, esto es, diciendo que el cuerpo tiene una serie de afecciones, de las que el alma se hace una idea, no implica posterioridad del alma con respecto al cuerpo. De este modo, cuando Spinoza emplea algún término que denota futuro para referirse a las ideas que el alma se forma de las afecciones del cuerpo, no expresa con ello posterioridad de las ideas con respecto a las afecciones, sino correlación entre ambos modos de expresión. Es un indicativo de lo que se debe encontrar en el alma como equivalente de lo que ocurre en el cuerpo (Jaquet 2004). Pues, como indica el filósofo en la proposición 2 del libro III, “ni el cuerpo puede determinar al alma a pensar, ni el alma puede determinar al cuerpo al movimiento ni al reposo, ni a otra cosa alguna (si la hay)” (Spinoza 1987: 196).

Spinoza rechaza toda forma de interaccionismo causal entre el cuerpo y el alma. Lo que hay es correspondencia y simultaneidad entre el orden causal que encontramos en la mente y el orden causal que encontramos en el cuerpo. Pero ni el cuerpo es causa de las ideas del alma, ni el alma es causa de las afecciones del cuerpo. Ninguno de los dos elementos está sometido al otro (9). Las consecuencias prácticas de esta nueva forma de concebir el problema mente-cuerpo son muchas. Y Deleuze supo ponerlas muy claramente de manifiesto.

“El modo en que Spinoza entiende la relación entre el cuerpo y el alma transforma el principio tradicional sobre el que se fundaba la Moral como empresa de dominio de las pasiones por la conciencia: cuando el cuerpo actuaba, el alma padecía. Y el alma no actuaba sin que el cuerpo padeciese a su vez. Según la Ética, por el contrario, lo que es acción y pasión en el cuerpo, es también necesariamente acción y pasión en el alma. No hay ninguna primacía de una sobre otra” (Deleuze 2001: 28).

Spinoza afirma claramente en el escolio de la proposición 2 del libro III de la Ética que “el orden de las acciones y pasiones de nuestro cuerpo se corresponde por naturaleza con el orden de las acciones y pasiones del alma” (Spinoza 1987: 196-197). Lo que es afección activa o pasiva en el cuerpo es, pues, idea adecuada o inadecuada en el alma. Por otra parte, la importancia de las afecciones y de las ideas es tal en la ontología de Spinoza que a partir de ambas puede determinarse lo singular del alma humana (10). Ambas nos llevan a la teoría spinoziana del conocimiento y a su nexo con los afectos.

 

 4. La realidad de lo inadecuado: el valor ontológico y ético de los afectos y de lo religioso

En el escolio de la proposición 13 del libro II advierte Spinoza:

“No obstante, tampoco podemos negar que las ideas difieren entre sí como los objetos mismos, y que una es más excelente y contiene más realidad que otra según que su objeto sea más excelente y contenga más realidad que el de esa otra; y, por ello para determinar qué es lo que separa al alma humana de las demás y en qué las aventaja, nos es necesario, como hemos dicho, conocer la naturaleza de su objeto, esto es, del cuerpo humano” (Spinoza 1987: 129).

Esta naturaleza del cuerpo humano se define no solo pero sí, fundamentalmente, por su capacidad de afección.

“Cuanto más apto es un cuerpo que los demás para obrar o padecer muchas cosas a la vez, tanto más apta es su alma que las demás para percibir muchas cosas a la vez; y que cuanto más dependen las acciones de un cuerpo de ese solo cuerpo, y cuanto menos cooperan otros cuerpos con él en la acción, tanto más apta es su alma para entender distintamente” (Spinoza 1987: 129).

En definitiva, cuanto más apto sea un cuerpo para obrar o padecer (aunque sobre todo para obrar, eso es lo que especifica el segundo de los criterios) tanta más realidad y excelencia tendrá, tanto él como el alma. Y puesto que el cuerpo humano goza de una gran capacidad de afección, ya que es un cuerpo compuesto de cuerpos, cada uno de los cuales puede verse afectado y afectar a otros de diferente manera, también el alma humana gozará de una mayor capacidad de percepción. Este es el razonamiento de Spinoza. Es, pues, a través de las ideas de las afecciones, sin olvidar su equivalente corporal, que se abre para el alma humana la posibilidad del conocimiento. Y de ahí que tanto las afecciones del cuerpo como la ideas de estas afecciones resulten esenciales para comprender qué es el alma humana y qué la singulariza con respecto a las demás.

A través de las ideas de las afecciones del cuerpo, el alma, según nos dice Spinoza, conoce el cuerpo propio y los cuerpos exteriores (Spinoza 1987: 144-150). Y como el alma humana no solo tiene ideas de las afecciones del cuerpo, sino también ideas de estas ideas, puede conocerse a sí misma a través de estas, es decir, que “el alma no se conoce a sí misma sino en cuanto percibe las ideas de las afecciones del cuerpo” (Spinoza 1987: 147). Es pues, a través de las ideas de las afecciones (ideas de primer o de segundo orden) que tiene lugar el conocimiento del alma. Ahora bien, estas ideas pueden ser inadecuadas o adecuadas. Spinoza precisa que las ideas de las afecciones del cuerpo humano no implican el conocimiento adecuado de ese cuerpo, ni de los cuerpos exteriores, ni del alma humana misma. Y tampoco de la idea de la idea de una afección cualquiera del cuerpo humano se deduce necesariamente el conocimiento adecuado del alma humana (Spinoza 1987: 151-152). No necesariamente de las ideas de las afecciones se sigue que nuestro conocimiento sea adecuado. Y entonces, ¿es necesariamente inadecuado? O ¿cuándo es adecuado y cuándo no?

Según explica Spinoza en el libro II de su Ética, las ideas inadecuadas no son ni claras ni distintas, sino mutiladas y confusas. Son “como consecuencias sin premisas”, lo que confirma su pertenencia al conocimiento de primer género, es decir, el conocimiento de opinión o imaginación que procede a partir de los sentidos y los signos (Spinoza 1987: 164). Las ideas adecuadas, en cambio, pertenecen al segundo género de conocimiento o razón, o bien, al tercer género de conocimiento o ciencia intuitiva. La parcialidad se abandona aquí en favor de una perspectiva más completa y más clara de las cosas, en virtud de la cual, podemos conocer sus causas (conocimiento de segundo género) o incluso su esencia (conocimiento de tercer género). Por eso dice Spinoza que estos dos géneros de conocimiento son necesariamente verdaderos.

Ahora bien, aquí hay que señalar algo importante. No es exactamente lo mismo imaginar que errar, advierte Spinoza (11). En primer lugar, porque los cuerpos no se equivocan. Y en segundo lugar, porque no es exactamente lo mismo una idea inadecuada que una idea falsa. Lo inadecuado goza de cierta realidad en la filosofía de Spinoza, y ello es de suma relevancia para la dimensión ontológica de las pasiones, ya que las pasiones son, aunque no solo, ideas inadecuadas. Por otra parte, también la realidad de lo inadecuado tiene implicaciones, como veremos, para la concepción spinoziana de la religión.

Spinoza afirma claramente en el escolio de la proposición 17 del libro II de la Ética que “las imaginaciones del alma, en sí mismas consideradas, no contienen error alguno; o sea, que el alma no yerra por el hecho de imaginar, sino sólo en cuanto se la considera carente de una idea que excluya la existencia de aquellas cosas que imagina estarle presentes” (Spinoza 1987: 142). Para explicar esto último Spinoza nos propone un par de ejemplos. El segundo de esos ejemplos, en el que Spinoza se extiende algo más, tiene que ver con el hecho de que cuando miramos al Sol, imaginamos que se aleja de nosotros doscientos pies:

“(…) error que no consiste en esa imaginación en cuanto tal, sino en el hecho de que, al par que lo imaginamos así, ignoramos su verdadera distancia y la causa de esa imaginación. Pues aunque sepamos más tarde que dista de nosotros más de seiscientos diámetros terrestres, no por ello dejaremos de imaginar que está cerca; en efecto, no imaginamos que el Sol esté tan cerca porque ignoremos su verdadera distancia, sino porque la esencia del Sol, en cuanto que éste afecta a nuestro cuerpo, está implícita en una afección de ese cuerpo nuestro” (Spinoza 1987: 157-158).

Spinoza señala, pues, que en la imaginación en sí misma no reside el error. La idea inadecuada es parcial y confusa, pero no es una nada. No es un no-ser como la falsedad (Spinoza 1987: 169). En nuestra imaginación de la cercanía del Sol no sólo falta algo, a saber, el conocimiento de las leyes ópticas, sino que también hay una realidad: la afección misma. Y en nuestra idea inadecuada de libertad no solo está la ignorancia de lo que nos determina a querer, sino también algo positivo: el conocimiento de eso que queremos. Hay algo positivo en lo inadecuado. A las ideas inadecuadas les falta algo, esto es, el conocimiento de ciertas causas, y, por ello, pueden ser falsas, pero eso no significa que lo sean necesariamente. Tal y como señala Domínguez, “la idea inadecuada es a veces ocasión de error, pero no es necesariamente errónea” (Domínguez 1975: 85). La falsedad consiste en la privación de conocimiento y no exactamente en la parcialidad que define a las ideas inadecuadas. Si así fuese, es decir, si la falsedad fuese sinónimo de incompletitud, toda idea humana sería falsa, lo cual es, tal y como advierte Domínguez, muy antispinozista (1975: 85). Con ello, entramos de lleno en la cuestión que planteábamos: la realidad de lo inadecuado.

En la proposición 36 del libro II escribe Spinoza: “Las ideas inadecuadas y confusas se siguen unas de otras con la misma necesidad que las ideas adecuadas, es decir, claras y distintas” (Spinoza 1987: 158). Esta proposición indica, según Vidal Peña, que lo inadecuado es un elemento necesario de la realidad, lo cual significa que las ideas inadecuadas, y con ellas las pasiones, no son apariencias (Vidal Peña 1987: 133 n. 12). Además, en el caso de la pasión puede argüirse con más fuerza que no es una mera apariencia, sino una realidad, puesto que la pasión no es solo una idea, sino también -como se señala en la definición III del libro III de la Ética- una afección del cuerpo. Y el cuerpo, tal y como arguye Spinoza, no se equivoca (Spinoza 1987: 157).

No obstante, también hay que decir algo más sobre las ideas adecuadas, puesto que ellas son el contrapunto de lo inadecuado. En este sentido, Spinoza afirma que el fundamento del segundo género de conocimiento o razón reside en lo común a todas las cosas, que no puede ser concebido sino adecuadamente. Y de ahí que el alma sea tanto más apta para percibir adecuadamente muchas cosas, cuanto más cosas en común tiene su cuerpo con otros cuerpos (Spinoza 1987: 161). Esto quiere decir que el alma adquiere conocimiento de segundo género o de razón, esto es, que sus ideas son adecuadas, cuando adquiere una perspectiva más completa, cuando forma nociones comunes, de lo que es común a un cuerpo y a otro cuerpo. Ahora bien, solo podemos formar nociones comunes cuando se produce una afección alegre, es decir, cuando nuestro cuerpo afecta a otro cuerpo con el que tiene una naturaleza común. Las nociones comunes suponen el encuentro entre dos cuerpos. De este modo, lo que quiero subrayar es que en el conocimiento de segundo género o de razón, y en las ideas adecuadas que pertenecen a este género, hay un equivalente corporal que no puede pasarse por alto. Este equivalente corporal es un cuerpo que concuerda con otros cuerpos.

 Y así, podemos concluir retomando la cuestión de lo singular del alma humana, y volviendo a poner de manifiesto, de otro modo, que tal peculiaridad reside en el conocimiento, que, sin embargo, tiene una contrapartida corporal que no puede obviarse. Las afecciones del cuerpo tienen una importancia fundamental en la ontología de Spinoza y en su teoría del conocimiento. Pues bien, de esta tesis se puede extraer una serie de consecuencias importantes.

Por una parte, la importancia concedida aquí a la afección y a la idea de la afección, y que hemos visto sobre todo referida a la realidad y perfección del cuerpo y a la equivalente realidad y perfección del alma humana, es también un reconocimiento del valor ontológico que tienen los afectos. Y es que los afectos, tal y como los define Spinoza en el libro III, son afecciones del cuerpo y, al mismo tiempo, las ideas de esas afecciones (Spinoza 1987: 193). Los afectos y las pasiones constituyen un discurso psicofísico que es expresión de la unidad entre el cuerpo y el alma que aquí ha sido objeto de análisis. Además, y en esa medida, ellos nos permiten contemplar el problema mente-cuerpo bajo una nueva perspectiva, permitiéndonos distinguir lo común a ambos y lo que se debe a cada cual (12). Los afectos son, pues, modos de ser de esos modos que son el cuerpo y el alma, y así son modos de esa unidad de cuerpo y alma que es el hombre. Los afectos son, por tanto, modos humanos de ser. Lo propio humano por lo que nos preguntamos a lo largo de este estudio tiene que ver con el conocimiento, pero también con el cuerpo y, de este modo, tiene que ver también, y quizá principalmente, con los afectos. Para Spinoza la esencia del hombre, tal y como señalábamos al principio de este estudio, es deseo.

Ahora bien, hay una segunda consecuencia que señalar. Y es que las ideas inadecuadas y, en general, los mecanismos imaginativos que se encuentra en el origen de las religiones, también gozan de esta realidad atribuida aquí a las pasiones. Ello quiere decir que de igual forma que es imposible erradicar completamente nuestras ideas inadecuadas y nuestras pasiones, tampoco es posible eliminar absolutamente lo religioso en ninguna de las dos expresiones que antes hemos distinguido. Del mismo modo que no pueden extirparse completamente nuestras tristezas, tampoco pueden erradicarse completamente las ideas religiosas basadas en dichas pasiones. Somos deseo, y dependiendo de tipo de vida que tengamos, guiada o no por la razón y la alegría, ese deseo se transformará en un afecto activo racional o, en cambio, se verá mal expresado en la tristeza. Con todo, al igual que existe una terapia de las pasiones, también hay una cierta terapéutica de lo religioso en la filosofía de Spinoza. Así, podemos abandonar las ideas religiosas, inadecuadas, heredadas de la tradición (es decir, aquellas de las religiones instituidas como el judaísmo, el cristianismo o el Islam) en favor de una idea, adecuada, de religión natural, es decir, de aquella que es revelada por la luz natural o razón. Y ello gracias, por una parte, a una política basada en la razón y las pasiones y afectos alegres, así como a una interpretación rigurosa de la Escritura, cuyos principios quedan reflejados en el Tratado teológico-político (Lagrée 2004: 25).

Esta tesis tampoco debe conducir a la conclusión errónea de que la religión natural y la filosofía son lo mismo. De hecho, Spinoza insiste en que para evitar los conflictos religiosos que han reinado y continúan teniendo lugar en la actualidad es fundamental distinguir entre filosofía y fe. En el capítulo XIV del Tratado teológico-político Spinoza señala:

 “Entre la fe o teología y la filosofía no existe comunicación ni afinidad alguna. (…) En efecto, el fin de la filosofía no es otro que la verdad; en cambio, el de la fe, como hemos probado ampliamente, no es otro que la obediencia y la piedad. Por otra parte, los fundamentos de la filosofía son las nociones comunes y debe extraerlos de la sola naturaleza; en cambio, los fundamentos de la fe son las historias y la lengua, y hay que sacarlos solamente de la Escritura y la revelación. De ahí que la fe concede a cada uno la máxima libertad de filosofar, para que pueda pensar lo que quiera sobre todo tipo de cosas, sin incurrir en crimen; y sólo condena como herejes y cismáticos a aquellos que enseñan opiniones con el fin de incitar a la contumacia, el odio, las discusiones y la ira; y al revés, sólo considera como fieles a aquellos que invitan a la justicia y la caridad cuanto les permite su razón y sus facultades” (Spinoza 1986: 318-319).

La concepción spinoziana de lo religioso es, pues, muy compleja. Muestra de ello son las muy diversas interpretaciones que de esta se han ofrecido a lo largo de la historia. Spinoza puede aparecer como un ateo, en versión infame o virtuosa, pero también como un judío antisemita. E incluso puede devenir modelo de judío laico en el Israel contemporáneo (Lagrée 2004: 15).

Por otra parte, otra de las consecuencias que se deriva de la manera spinoziana de entender al hombre estriba en que la excelencia del alma humana no reside, como a veces se ha supuesto, en que el alma tenga un poder absoluto concebido este como voluntad libre, o incluso como entendimiento absoluto. De hecho, el prejuicio de la voluntad libre está estrictamente relacionado, como explica Spinoza en el apéndice del libro I de su Ética, con el antropomorfismo divino y el prejuicio finalista que son también propios de ciertas religiones tradicionales. En la proposición 48 del libro II escribe: “No hay en el alma ninguna voluntad absoluta o libre, sino que el alma es determinada a querer esto o aquello por una causa, que también es determinada por otra, y ésta a su vez por otra, y así hasta el infinito” (Spinoza 1987: 176). No es, pues, la voluntad libre lo que define al ser humano. Somos deseo. Nuestra excelencia, es decir, nuestra virtud reside en expresar de modo activo o racional ese deseo que somos. El hombre libre, virtuoso y feliz -tal es la enseñanza de Spinoza- es fuerte, firme y generoso. Pero la fortaleza, así como la firmeza y la generosidad en las que se divide, no son sino deseos activos, es decir, afectos racionales (Spinoza 1987: 260). Es en un afecto en lo que reside, en último término, la esencia del hombre, así como su excelencia y virtud.

 

 5. Conclusión: naturalismo antropológico y religión natural

En este estudio se han abordado una serie de cuestiones antropológicas de especial relevancia para el estudio de los afectos, así como de importantes consecuencias para la concepción de la religión propia de Spinoza. ¿Qué es el hombre? ¿Qué realidad tiene lo inadecuado? Un primer balance sobre las respuestas que Spinoza da a estas preguntas muestra que la antropología spinoziana es naturalista, que su naturalismo está especialmente comprometido con la dimensión ontológica y ética de los afectos, y que dicho naturalismo se extiende hasta cubrir el campo de lo religioso.

En cuanto a lo primero, se puede decir que la antropología de Spinoza es naturalista porque el hombre se contempla desde la Naturaleza, es decir, como modo finito suyo. El hombre, según señala Spinoza, es siempre una parte de la Naturaleza. Y esta condición suya de ser parte hace que el hombre esté siempre sometido, en alguna medida, a las pasiones. El naturalismo antropológico spinoziano otorga, pues, una dimensión ontológica fundamental a las pasiones y los afectos. Ahora bien, las pasiones no son sólo fuente de sufrimiento, sino que también pueden ser origen de valor. A las afecciones alegres les corresponden en el alma ideas adecuadas. El ser humano es deseo, es decir, naturaleza o conatus, potencia lúcida fuente de virtud, de libertad y de felicidad. Y así, en último lugar, el naturalismo antropológico propio de la filosofía de Spinoza está comprometido con la dimensión ética, al menos, de ciertas pasiones y afectos. Su compromiso con la doble dimensión teórica y práctica de los afectos es uno de los rasgos más distintivos de la antropología naturalista de Spinoza. Y ello hasta tal punto que se pueden rastrear sus consecuencias en el ámbito de lo religioso. También el hombre, en la medida en que está sujeto en algún grado a las pasiones, está siempre abierto a lo religioso. La dimensión religiosa no puede extirparse completamente del hombre porque ésta tiene lugar necesariamente en la medida en que el hombre es finito y sólo una parte de la Naturaleza o Dios. Lo religioso tiene, pues, cierta dimensión ontológica en la filosofía de Spinoza. Ahora bien, Spinoza señala que es necesario distinguir entre una religión inadecuada o triste y la religión natural y universal basada en el amor dei. En este último caso, la religión adquiere un aspecto ético fundamental. En definitiva, el naturalismo spinoziano, y su compromiso con el aspecto teórico y práctico de las pasiones y los afectos, alcanza también a lo religioso, mostrando la complejidad de la concepción spinoziana de la religión.

  


 Notas

1. En este sentido, Spinoza señala en el escolio de la proposición 28 del libro II de la Ética que “la idea que constituye la naturaleza del alma humana no es, considerada en sí sola, clara y distinta” (Spinoza 1987: 152).

2. Spinoza relaciona ambos adjetivos y los atribuye a la verdadera religión en el capítulo XII del Tratado teológico-político (Spinoza 1986: 295).

3. Para un análisis detallado y muy completo de esta tesis spinoziana, véase Fernández 1992: 135-152.

4. En el axioma III del libro II de la Ética se reconoce implícitamente que los modos del pensar incluyen los afectos del ánimo (Spinoza 1987: 112). Y precisamente los modos del pensar, junto con los cuerpos, son las únicas cosas singulares que reconoce Spinoza, según advierte el axioma V del libro II de la citada obra (Spinoza 1987: 112).

5. “A estos males se añade la superstición, que enseña a los hombres a despreciar la razón y la naturaleza y a admirar y venerar únicamente lo que contradice ambas” Spinoza 1986: 194. Y antes Spinoza ya señala su propósito de defender la libertad de filosofar, “sin inquietarme demasiado  de los gritos de las superstición, cuyo máximo odio se dirige contra quienes cultivan la verdadera ciencia y practican la verdadera vida” (Spinoza 1986: 97).

6. En la nota 34 al capítulo XVI de su Tratado teológico-político, Spinoza señala  que él llama aquí ley divina natural, que consiste en amar a Dios, a lo que la filosofía llama “reglas comunes de la naturaleza, en virtud de las cuales se hacen todas las cosas” (Spinoza 1986: 348).

7. En la misma nota 34 citada anteriormente, Spinoza advierte de la diferencia que existe entre este amor a Dios de la religión natural, y ese otro amor de Dios de las religiones positivas.  En el primer caso, advierte Spinoza, se trata de un amor que surge de la razón y no de la fe, porque “en virtud de la razón podemos, pues, amar a Dios, pero no obedecerle” (Spinoza 1986: 348).

8. Spinoza habla aquí de lo bueno y de lo malo desde el punto de vista de la Natura naturata, pues desde el punto de vista de la Natura Naturans, no hay ni Bien ni Mal alguno. Tal y como él mismo explica en el Apéndice del libro I de la Ética, la atribución del Bien y del Mal a la Naturaleza en sí misma es producto del prejuicio del finalismo, el antropomorfismo y el antropocentrismo a la hora de concebir la realidad. Sin embargo, cuando estos prejuicios son destruidos por la razón, entendemos que la Naturaleza está “más allá del Bien y del Mal”, pues en ella todo es necesario. Ahora bien, desde el punto de vista de la Natura naturata, es decir, de los modos, y más concretamente del hombre, no todo está bien como está. Cuando no consideramos las cosas en sí mismas, sino en relación a nosotros mismos, modos finitos, tiene sentido hablar del bien y del mal, o mejor, de lo bueno y de lo malo. Así, Spinoza afirma en el prefacio del libro IV de la Ética que “el bien y el mal tampoco aluden a nada positivo en las cosas -consideradas estas en sí mismas- ni son otra cosa que modos del pensar, o sea, nociones que formamos a partir de la comparación de las cosas entre sí” (Spinoza 1987: 286). Tal cosa implica que la oposición entre el bien y el mal se ha desplazado de la moral a la ética (Deleuze 2001: 27-40), es decir, lo bueno y lo malo tienen por objeto la relación que nosotros mantenemos con la naturaleza y no la naturaleza en sí misma. La alegría se asocia con lo bueno, es decir, con lo útil, porque ella supone el encuentro entre dos modos que convienen entre sí, es decir, implica un encuentro que aumenta la potencia de esos modos, favoreciendo la formación de una noción común, es decir, una idea adecuada de aquello que es común a un cuerpo y a otro cuerpo. La alegría es buena, y aunque no se identifica con la virtud, esta nace de aquélla gracias al trabajo de la razón. La tristeza, en cambio, supone un mal encuentro entre dos modos, es decir, un encuentro que coarta la potencia de esos modos, de manera que no es posible formar ninguna noción común, ninguna idea adecuada. No hay ninguna pasión triste que pueda transformarse gracias a la razón en virtud.

9. En este sentido, Trilles Calvo ha señalado que Spinoza rompe con una larga tradición que había concebido la relación entre cuerpo y alma no como una relación entre iguales, sino más bien como una extraña combinación en la que uno de los dos elementos siempre estaba a merced otro y no le permitía alcanzar su plenitud. Con el chamanismo, el orfismo, el pitagorismo y el platonismo el ánima se sentía presa en una corporeidad objetiva que la sometía al infortunio del dolor, de la necesidad o de los placeres carnales. El dualismo encuentra un fundamento onto-gnoseológico con Descartes. Ahora bien, Spinoza no está de acuerdo ni con el planteamiento del problema ni con la solución (Trilles Calvo 2008: 261-263)

10. Con respecto a la especificidad del alma humana Misrahi ha aclarado que “la ontología de Spinoza le permite construir una doctrina del hombre en la que la especificidad humana es restituida en todas sus dimensiones sin que por ello se conceda algún privilegio a la especie humana en el seno de la Naturaleza, ni que el hombre se beneficie de algún a priori dogmático” (Misrahi 1992: 57).

11. La interpretación que aquí proponemos se sitúa en contra de la tesis tradicional de acuerdo con la cual imaginar y errar son sinónimos. Esta tesis ha sido mantenida, entre otros, por Alquié 1971 y  Parkinson 1964. La interpretación aquí propuesta se sitúa, en cambio, en la línea de los estudios que han pretendido recuperar el valor de la imaginación en el pensamiento de Spinoza. Véanse, entre otros, los trabajos de Domínguez 1975: 63-90 y Grassi 2007: 147-156.

12. Y ello porque habrá afectos referidos más que nada al cuerpo y otros referidos más que nada al alma, así como afectos referidos al cuerpo y al alma al mismo tiempo, según indica el escolio de la proposición 11 del libro III de la Ética (Spinoza 1987: 207).

 


 

Bibliografía

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Gazeta de Antropología