Gazeta de Antropología, 2018, 34 (2), artículo 07 · http://hdl.handle.net/10481/70179 Versión HTML
Recibido 23 julio 2018    |    Aceptado 3 septiembre 2018    |    Publicado 2018-10
El 'homo complexus' de Edgar Morin. Imaginario, pensamiento mítico-mágico, psicoafectividad y 'homo demens'
Edgar Morin’s 'homo complexus'. Imaginary, mythical-magical thinking, psycho-affectivity and 'homo demens'




RESUMEN
En sus teorizaciones antropológicas Edgar Morin le otorga relevancia a dimensiones y capacidades del ser humano que a veces se desconsideran o secundarizan, como la imaginación y lo imaginario, el pensamiento simbólico, mitológico y mágico, la psicoafectividad, los comportamientos neuróticos e histéricos, la hybris (exceso, desmesura) y los comportamientos de carácter “demencial” (homo demens). Morin, además, construye sus teorizaciones antropológicas mediante la aplicación de los principios epistemológicos de su pensamiento complejo, en especial de su dialógica. Todo ello hace que Morin elabore una concepción general del ser humano en la que este se entiende y conceptúa como homo complexus. El presente artículo expone y analiza todos esos elementos de la antropología compleja de Edgar Morin.

ABSTRACT
In his anthropological theorizations Edgar Morin gives relevance to dimensions and capacities of the human being that are sometimes disregarded or secondary, such as imagination and the imaginary, symbolic, mythological and magical thinking, psycho-affectivity, neurotic and hysterical behaviors, hybris (excess, immoderation) and behaviors of a “demented” character (homo demens). Morin also builds his anthropological theorizations by applying the epistemological principles of his complex thought, especially his dialogic. All this makes Morin develop a general conception of the human being in which he is understood and conceptualized as homo complexus. This article exposes and analyzes all these elements of Edgar Morin’s complex anthropology.

PALABRAS CLAVE
Edgar Morin | Antropología | imaginario | pensamiento simbólico | mito | magia | psicoafectividad | homo demens | homo complexus
KEYWORDS
Edgar Morin | Anthropology | imaginary | symbolic thinking | myth | magic | psycho-affectivity | homo demens | homo complexus


Introito

La antropología general o fundamental que Edgar Morin ha intentado elaborar a lo largo de su recorrido intelectual tiene como una de sus características la de prestar atención y otorgar relevancia a dimensiones del ser humano (la imaginación y lo imaginario, la psicoafectividad, el pensamiento simbólico, mitológico y mágico, la hybris y los comportamientos de carácter “demencial”) que las concepciones de lo humano excesivamente racionalizadoras desconsideran, secundarizan o simplemente ignoran.

Además, frente a antropologías articuladas de manera explícita o implícita mediante el establecimiento de dicotomías entre las dimensiones fundamentales de lo humano (naturaleza/cultura, genético/cultural, logos/mito, razón/emoción, sapiens/demens…), Morin construye su antropología general mediante la aplicación de su epistemología compleja, en especial de su dialógica, lo que le lleva a mostrar la complementariedad y la unidualidad que, a su juicio, existen entre dimensiones humanas que suelen considerarse solo como antagónicas o en competencia. En este artículo (1) expongo esas dimensiones de lo humano, de la identidad humana, subrayadas por la antropología compleja de Morin, en virtud de las cuales homo sapiens sapiens adquiere la condición de homo complexus: “Si homo es a la vez sapiens y demens, afectivo, lúdico, imaginario, poético, prosaico, si es un animal histérico, poseído por sus sueños y sin embargo capaz de objetividad, de cálculo, de racionalidad, es que es homo complexus” (Morin 2001: 158).

 

1. Tras el hombre imaginario y el homo demens

Según el mismo Morin (1982: 9) ha señalado, entre 1951, fecha de publicación de su libro sobre la muerte, y 1956, fecha de publicación de su libro sobre el cine, fue “tras el hombre imaginario”. En El hombre y la muerte, su primera obra importante, rebasó la concepción del ser humano definido sustancialmente como sapiens y faber para integrar en toda realidad humana la realidad mitológica, el hombre mitológico, productor de fantasías y de mitos (Morin 1982: 8). Desde entonces, se planteó la apertura de la antroposociología a lo imaginario y a los mitos.

A juicio de Morin (1951: 9), las ciencias humanas reconocen al hombre como el animal del utensilio (homo faber), del cerebro y la racionalidad (homo sapiens) y del lenguaje (homo loquax), pero no han discurrido sobre la relación del hombre con la muerte para establecer a partir de ella cualidades humanas distintivas. Y, sin embargo, la muerte introduce entre el hombre y el animal una ruptura más sorprendente aún que la que originariamente introducen el utensilio, el lenguaje o la racionalidad.

El lenguaje, la cultura, la técnica y la sociedad, desarrolladas al menos en algún grado, son previas a la aparición de sapiens y han contribuido a su emergencia y desarrollo cerebral; encontramos ya en los homínidos anteriores a sapiens restos de ellas o bien lo que sabemos nos posibilita y exige postularlas. Evidentemente, todos esos rasgos serán desarrollados y perfeccionados por sapiens, pero no constituyen aportes originales suyos. Sin embargo, con el hombre de Neandertal, poseedor ya de un cerebro de gran tamaño, hallamos dos tipos de restos de los que no hemos encontrado vestigio alguno en los homínidos precedentes; a saber, la sepultura y la pintura.

Con el surgimiento de la consciencia humana de la muerte (que es triple: consciencia objetiva que reconoce la mortalidad, consciencia traumatizada y angustiada que siente horror ante la muerte, y consciencia subjetiva que afirma la existencia de una vida postmortem) lo que al mismo tiempo se produce, y de lo que esta consciencia es revelado­ra, es el surgimiento del mito (mitos inventados, en parte, para afrontar la tragedia de la muerte) y de lo imaginario, del hombre imaginario, mitológico. Resulta capital para comprender al hombre reintroducir lo imaginario y lo mitológico en la definición de lo humano. Como veremos, para explicar la realidad imaginaria de lo humano, la magia y los mitos Morin se servirá de las nociones de proyección e identificación (recurrirá también a ellas para analizar mitos modernos como las estrellas de cine y la nación). Por lo que a las pinturas rupestres del período magdaleniense se refiere, Morin opina que lo que nos revelan es “la conexión imaginaria con el mundo”. Por un lado, la palabra, el signo, el símbolo y la figuración representarán en la mente los seres y las cosas del mundo exterior, aun cuando estos se hallen ausentes, y, en determinado sentido, coadyuvarán a que tales seres y cosas adquieran en forma de representaciones un poder invasor sobre la mente. Por otro, serán las imágenes mentales las que invadirán el mundo exterior. Con sapiens emerge una nueva esfera, la de los productos propios del espíritu (imágenes, símbolos, ideas), a los que Morin denomina “noológicos”. Es, precisamente, en “haber hecho efectivo el surgimiento de lo noológico” donde reside “el carácter más original de sapiens” (Morin 1973: 243; vease también Morin 1991: 107-131 y 2001: 50-51).

En El cine o el hombre imaginario, obra que lleva por subtítulo “Ensayo de antropología”, Morin prolonga su investigación sobre “la realidad imaginaria del hombre” que había iniciado en El hombre y la muerte: “lo que me fascinaba del cine, al igual que de la muerte, era la relación extraña, compleja, entre lo imaginario y lo real, que por otra parte era el problema de los mitos modernos” (Morin 1982: 9). Coherente con esto resulta que se interese por los “mitos modernos” (Las stars, 1957) y la “mitología específica” de la cultura industrializa­da o técnico-industrial (El espíritu del tiempo, 1962). Para Morin, el hombre no puede definirse solo ni fundamentalmente por la técnica y la razón, sino que para caracterizarlo hay que atender también a lo imaginario, la afectividad, la poesía. Sus obras Las stars y El espíritu del tiempo vienen animadas por la idea de que no hay en la historia un hombre arcaico productor de mitos al que le habría sucedido el hombre racional del pensamiento científico, sino que homo sapiens es también demens, es decir, es siempre uno (sapiens-demens), a la par productor de mitos y de conocimien­to.

Tres años después de la publicación de su obra sobre el cine Morin publica Autocrítica (1959) donde narra su proceso de adscripción al Partido Comunista Francés, en 1942, la actitud –de transigencia, primero, y de denuncia, después– que mantuvo hacia el estalinismo, y, finalmente, su expulsión del PCF en 1951. En esta obra, a la par que lleva a cabo una revisión de sus ideas políticas (ya comenzada en la revista Arguments, que fundó en 1956 con otros intelectuales), continúa sus indagaciones sobre el hombre imaginario, ahora desde la perspectiva del carácter mítico-mágico que le atribuye a su experiencia como comunista. En vez de –como hicieron bastantes excomunistas– soterrar y recluir en la amnesia su militancia proestalinista, Morin la elucida críticamente con el fin de aprender de ella, no solo de los contenidos de sus creencias, sino también de los procesos de pensamiento (estructura de los razonamientos y de las argumentaciones) con los que justificaba las políticas de Stalin.

Mediante su reflexión sobre su experiencia estalinista continúa indagando en la dimensión mítico-imaginaria del ser humano. Para Morin, su militancia comunista fue en gran parte una experiencia mítico-religiosa vinculada a una ideología que se cree laica y que surgió en un mundo tenido por profano y moderno. La vulgata marxista era, en realidad, una religión que se camuflaba como ciencia. Disponía de sus textos sagrados (El capital), de sacerdotes y hermeneutas autorizados para interpretarlos (dirigentes e intelectuales del Partido), establecía su iglesia o comunidad de fieles (El Partido), prometía una redención final y un paraíso (instauración del comunismo) a los que se llegaría tras un apocalipsis (la lucha final y la revolución), contaba con su mesías (el proletaria­do), disponía de sus lugares de peregrinación (el Moscú de la gran patria socialista), incluso tenía sus herejías (desviacionistas, revisionistas, trotskistas):

“Al propio tiempo que iba tomando lentamente consciencia de que mi estalinismo era una religión, de que mis impulsos menos contesta­bles eran místicos, de que mis útiles mentales eran de por sí mitos, me daba cuenta del papel fantástico que podía jugar la magia en nuestras mentes que se creen racionales y en nuestras sociedades que se dicen racionalizadas, hasta qué extremo nuestras actitudes y nuestras creencias se hallaban inmersas en lo imaginario. (…) en mis estudios sobre la muerte, luego sobre el cine, descubría que el hombre contemporáneo está impregnado de magia” (Morin 1959: 266).

Su experiencia de militante comunista le permitió a Morin (1994: 287) extraer la “lección antroposociológica” de la posesión, fenómeno religioso que conduce a la obediencia absoluta y al sacrificio por las ideas que se poseen y que a la vez nos poseen. Como escribe en Mis demonios, las experiencias de posesión y de “doble cámara” (2) le resultaron muy útiles “para elaborar, de El hombre y la muerte hasta las Ideas [cuarto volumen de El método, publicado en 1991] mi concepción antropológica que tiene en cuenta la alucinación en toda percepción, incluso cotidiana, y que considera la posesión como fenómeno casi normal en el seno de una creencia fuerte. Me ha servido para reconocer la importan­cia del mito, de lo imaginario, de lo sagrado ─y esto en nuestro mundo aparente­mente laicizado─, camuflado bajo la apariencia de la razón y de la ciencia. Me ha permitido comprender la realidad de las ideas, que son capaces de tomar posesión de nuestros espíritus y de inmolarlos por su gloria” (Morin 1994: 293).

El modo como los estalinistas profesaban sus creencias no constituía ni un acto de hipocresía pura ni de acendrada sinceridad, sino una mezcla de autoengaño y de franqueza. Esta duplicidad, caracterísrica de toda creencia, instruye a Morin sobre la dialéctica entre unidad y dualidades propia de la personalidad humana. En toda creencia humana hay una combinación de sinceridad y de hipocresía, de autoengaño y de honradez.

La extraña compenetración que se daba en la mente de los comunistas estalinistas entre misticismo mágico religioso y espíritu crítico, entre estalinismo y marxismo, nos revela cómo en el hombre “no existe una mente humana, sino en cada mente estratos diversamente superpues­tos o confundidos de magia, de afectividad, de racionali­dad” (1959: 108). Sus experiencias como comunista le muestran cómo la racionali­dad puede tornarse en un proceso mental racionaliza­dor que, en realidad, obedece a aspiracio­nes religiosas; cómo una teoría, un sistema de ideas, puede doctrinarizarse, convertirse en doctrina.

Además, el estalinismo y el nazismo han mostrado con acritud a Morin la barbarie (los monstruos, el míster Hyde) que subyace y permanece tras la supuesta civilización, y que está siempre presta a irrumpir en cuanto los desequili­brios y las crisis se lo permitan (algo que, por otra parte, ya Freud puso suficientemente de manifiesto). El hombre está determinado tanto por una profunda racionalidad como por “una no menos profunda bestialidad” (Morin 1959: 250) y sus logros civilizatorios son frágiles. “En todos los campos, me encontraba con la antítesis complementaria ‘barbarie-civilización’. La civilización seguía siendo bárbara. Cada uno de nosotros podía tornarse bárbaro, y lo era en cierta medida” (Morin 1959: 250). En El espíritu del tiempo (1969: 144) escribe: “hay un fondo de violencia en el ser humano que precede a nuestra civilización, a toda civilización, y que no puede ser desarraigado definitivamente por ninguno de los medios actualmente conocidos para civilizar”.

A finales de la década de 1960 y principios de la de 1970 (participación en el Groupe des Dix, intercambios intelectuales con el Premio Nobel Jacques Monod, estancia de estudios en el Salk Institute de California, coloquio del Centre Royaumont sobre “La unidad del hombre”), se produce tanto un “giro biológico” (Fischler 2005 y 2008) (3) como un giro epistemológico (elaboración de un “paradigma de la complejidad” de carácter sistémico, organizacionista y dialógico) en el pensamiento y la obra de Morin. Desde entonces, sus reflexiones sobre lo imaginario, el pensamiento mítico-mágico y la dimension psicoafectiva del ser humano se integran en un marco teórico bioantropológico (véase Solana 2001: 123-156) en el que adquieren un nuevo cariz y presentan nuevos desarrollos; marco teórico construido mediante la aplicación de los principios epistemológicos de su pensamiento complejo (véae Solana 2001: 165-223) y en el que el cerebro (considerado como epicentro organizativo de las complejidades antropológicas de homo sapiens demens) y, por tanto, el enfoque neurocerebral pasan a ocupar un lugar destacado.

En El paradigma perdido, publicado en 1973, obra que jalona el giro bioantropológico de las reflexiones de Morin sobre las dimensiones fundamentales de lo humano, nuestro autor reitera sus planteamientos sobre las implicaciones antropológicas de la consciencia humana ante la muerte.

La consciencia humana ante la muerte revela el surgimiento de “una nueva consciencia” que no se ciñe ya a la presencia inmediata, a los hechos, sino que va más allá de estos hasta el punto de abrir “una brecha entre las visiones subjetiva y objetiva” (Morin 1973: 116). En el hombre, la consciencia objetiva y la subjetiva coexisten de modo que “ninguna de ambas consciencias llega a anular verdaderamente a la otra y todo acontece como si el hombre fuera un sincero simulador ante sus propios ojos, un histérico” (Morin 1973: 116).

Las creencias en el renacimiento y la supervivencia después de la muerte nos indican la aparición de lo imaginario, del mito y de la magia como “formas de percepción de la realidad” que a partir de entonces “se convertirán a un mismo tiempo en productos y coproductores del destino humano” (Morin 1973: 115).

La consciencia humana ante la muerte y los fenómenos a ella vinculados (el mito, la magia y lo imaginario, el surgimiento de una consciencia que va más allá de la presencia inmediata, la brecha antropológica entre las consciencias subjetiva y objetiva, y el progreso de la individualidad) se encuentran vinculados, “en último término”, “al desarrollo del cerebro del homínido y a la constitución del cerebro de sapiens” (Morin 1973: 117).

 

2. El pensamiento simbólico/mitológio/mágico

Según Morin (1986: 167-192), las nociones de símbolo, mito y magia se implican mutuamente constituyendo un pensamiento y un universo simbólico/mitológico/mágico, por lo que hay que unir estas tres nociones en un macroconcepto para que cada una adquiera plena significación. No obstante, estas nociones pueden existir de manera relativamente autónoma y son distinguibles. Al mismo tiempo que lo engloba, el mito sobrepasa el ámbito de lo simbólico en dos aspectos esenciales:

1) Mientras que el pensamiento estrictamente simbólico descifra símbolos, el pensamiento mitológico teje símbolos para constituir relatos, narraciones.

2) El pensamiento mitológico está organizado y regido por dos principios paradigmáticos, por el paradigma antropocosmomórfico y el paradigma del doble (véase posteriormente). La magia puede ser considerada como la praxis del pensamiento simbólico-mitológico.

La acción mágica sobre los seres y las cosas se realiza mediante operaciones sobre símbolos (por ejemplo, quemar una estatuilla que representa al individuo que se quiere dañar). La magia se funda tanto en la existencia mitológica de los dobles (por ejemplo, invocación de los espíritus con el fin de que se haga efectiva la acción mágica) como en las analogías antropo-socio-cósmicas (por ejemplo, utilización de la mímesis en los ritos de caza). Vista la autonomía relativa de los términos que constituyen el pensamiento simbólico/mítico/mágico, para abreviar nos referiremos a este pensamiento, como hace Morin, nombrándolo con uno solo de sus rasgos.

2.1. Participación, proyección e identificación

Para Morin, los rasgos configuradores de la visión mágica del mundo (dobles, metamorfo­sis, antropocosmomorfismo, etc.) son, en su fuente, procesos de participación, procesos de proyección e identifica­ción. Debido a su originaria y fundamental indeterminación biológica, el hombre debe abrirse al mundo y participar en él. El hombre establece participaciones con el mundo y a través de ellas se produce el ámbito humano de lo imaginario. Las partici­paciones, fuentes permanentes de lo imaginario, se llevan a cabo a través de dos procesos humanos fundamentales: la proyección y la identificación.

En la proyección transferimos sobre cosas y seres exteriores nuestras necesidades, aspiraciones, deseos, obsesiones, temores. En la identificación, el sujeto, en lugar de proyectarse en el mundo, absorbe el mundo en él, incorpora en el yo el ambiente que le rodea, y lo integra afectiva­mente. Proyección e identificación no son procesos separados. Toda proyección constituye una identificación. Por esto no son aislables, sino que, más bien, constituyen conjuntamente un “comple­jo de proyección-identificación” (Morin 1956: 103).

Según opere o se aplique, el complejo de proyección-identificación puede dar lugar a dos tipos de fenómenos: los psicológicos subjetivos o los mágicos. Las proyecciones-identificaciones pueden interiorizarse en el sujeto para constituir, así, el ámbito de la subjetividad, de los sentimientos y las participacio­nes afectivas, y de las emociones estéticas (véase Morin 2001: 149-152 y Morin 2016); o bien, como ocurre en los fenómenos mágicos, pueden sustancializar­se, reificarse, tomarse como reales, de manera que “se cree verdaderamente en los dobles, en los espíritus, en los dioses, en el hechizo, en la posesión, en la metamorfosis” (Morin 1956: 103).

De este modo, la vida subjetiva (senti­mientos, afectos) no está desligada de la magia; entre ellas se dan ósmosis y transiciones: “donde está manifiesta la magia, la subjetividad está latente, y donde la subjetividad está manifies­ta, la magia está latente” (Morin 1956: 105-106). Según Morin, existe una continuidad entre la subjetividad y la magia. Esta última surge cuando nuestros estados subjetivos se alienan hasta cosificarse o reificarse, se separan de nosostros y pasan a formar parte del mundo, de manera que la visión subjetiva pasa a creerse real y objetiva. Históricamente la visión mágica del mundo es la visión cronológicamen­te primera tanto del niño como de la humanidad; sus rasgos configuradores (dobles, metamorfo­sis, etc.) son universales de las consciencias primitiva, onírica, poética, neurótica e infantil. A través de la evolución del individuo y de la humanidad la visión mágica es sustituida progresivamente por una visión racional y objetiva, y la magia se interioriza para convertirse en alma, es decir, en sentimiento y afectividad. 

2.2. Antropocosmomorfismo y desdoblamiento

En los procesos de proyección-identificación distingue Morin dos etapas o momentos fundamentales: el antropocosmo­amorfismo (4) y el desdobla­miento. Estos dos fenómenos constituyen los dos paradigmas clave que han venido organizando el pensamiento mitológico. En las “grandes categorías” del pensa­mien­to mitológico, como las de lo divino, el sacrificio y la afirmación de una vida postmortem, los dos paradigmas aparecen asociados.

En el antropomorfismo, el hombre se proyecta en el mundo, de modo que le asigna a este rasgos o tendencias propiamente humanos, con lo que dota a las cosas de presencia humana. Antropomorfizar la naturaleza consiste en darle determinaciones humanas. El animismo constituye un claro ejemplo de proceso antropo­mórfico. En él, el mundo es percibido “como animado de pasiones, de deseos, de sentimientos casi humanos” (Morin 1951: 97). En el animismo, los seres y fenómenos del mundo están habitados por espíritus:

“El universo mitológico se nos muestra como un universo animista en el sentido de que los caracteres fundamentales de los seres animados se encuentran presentes en las cosas inanimadas. De este modo, en las mitologías antiguas o en las mitologías contemporáneas de otras civilizaciones las rocas, montañas, ríos son biomorfas o antropomorfas, y el universo está poblado de espíritus, genios, dioses, que están en todas las cosas o detrás de todas las cosas” (Morin 1986: 175).

Por su parte, en el cosmomorfismo operan procesos de identificación, tanto con otros seres como con el mundo. La identificación cosmomórfica con el mundo puede ser llamada cosmomorfismo cuando “el hombre se siente y cree microcosmos” (Morin 1956: 103). Mientras que el antropomor­fismo inocula “la humanidad en el mundo exterior”, el cosmomor­fismo inocula “el mundo exterior en el hombre interior” (Morin 1956: 101). En el cosmomorfismo, el hombre se siente análogo al mundo, se carga de presencia cósmica y se concibe como habitado por la naturaleza; sin dejar de saberse hombre, se siente habitado por el cosmos (poseído por un animal, animado por fuerzas cósmicas); se identifica con el mundo, se concibe como una especie de espejo del mundo, como un microcosmos y, como tal, imita al mundo, al cosmos. Los seres humanos poseemos una enorme capacidad mimética, somos “el animal mimético por excelencia” (Morin 1951: 90). Cosmomor­fizar es impregnarse de la riqueza del cosmos, de la naturaleza. En el antropocosmomorfismo se establecen analogías entre el hombre, entendido como un microcosmos, y el mundo o macrocosmos (analogías micro-macrocósmicas): el hombre se concibe como análogo al mundo y este es concebido como análogo al hombre.

Mediante el desdoblamiento, el hombre se concibe como siendo él mismo y, a la vez, otro, un doble que es “otro sí mismo”. El doble es una imagen proyectada, alienada, objetivada hasta el punto de que llega a ser considerado como un ser o espectro autónomo dotado de realidad propia. El doble no es “alma” o “espíritu” puro, no es inmaterial; aunque con frecuencia es invisible, tiene empero una naturaleza corporal y siente las mismas necesidades, pasiones y sentimientos que los seres vivos. El doble es un alter ego (un yo que es otro) que acompaña al individuo durante toda su vida y que se manifiesta en sus sueños, su sombra, su reflejo en el agua o en el espejo, su eco e, incluso, sus gases intestinales. Poseedor de inmortalidad, el doble sobrevive a la muerte del cuerpo y a la descomposición del cadáver. Los síncopes y desvanecimientos indican la fuga del doble, su abandono del cuerpo. Originariamente, los dobles no abandonan del todo el mundo de los vivos, sino que se hallan presentes en él pululando por todas partes, habitando entre los vivos. Posteriormente, se irán separando de ellos (en parte debido al temor que inspiran) y pasarán a tener su reino, su mundo propio. Por el poder que se les atribuye y por el temor y el culto que inspiran, los dobles ostentan potencialmente los atributos de la divinidad. Con el devenir histórico y la evolución de las creencias los dobles irán desapareciendo. Por un lado, de ellos surgirán dioses. Por otro, con el progreso de la noción de alma, el doble se atrofiará e interiorizará. 

2.3. Doble dimensión del pensamiento arcaico y persistencia histórica del pensamiento mítico-mágico

Morin critica la creencia de que el pensamiento arcaico sea un pensamiento mítico carente de racionali­dad. Para él, el pensamiento arcaico no es solo un pensamiento mítico-mágico, sino que es un pensamiento “unidual”, a la vez simbólico/mitológico/mágico y empírico/técnico/racional. Los hombres arcaicos no carecen de pensamiento racional, empírico y técnico (frabrican herramientas, diseñan estrategias de acción, adquieren conocimientos observando y experimentando) y disciernen perfectamente entre sus actividades empíricas/técnicas/racionales y sus actividades simbólicas/mitológi­cas/mágicas. Lo que ocurre es que, aunque las distingan, muchas de sus actividades tienen un carácter unidual, son tanto prácticas como mitológicas (así, por ejemplo, no es posible separar los ritos de caza del hecho de la caza). Por otro lado, en el mundo arcaico no se ha constituido aún una esfera autónoma en la que se desarrollen un pensamiento y un conocimiento teóricos, sino que estos están ligados de modo instrumental a finalidades prácticas.

Con el surgimiento y desarrollo de las civilizaciones históricas, el pensamiento simbólico/­mitológico/mágico se transformó en pensamiento religioso y los dos tipos de pensamiento, así como su dialéctica, evolucionaron hasta establecerse una oposición entre razón y mito, ciencia y religión. Con la modernidad se ha creído ─como postuló Augusto Comte─ en la evolución necesaria y progresiva del mito a la razón, de la religión a la ciencia, hasta llegar a la desaparición final del mito y de la religión, fase que se correspondería con el triunfo de las verdades positivas, racionales y científicas (véase, por ejemplo, Morin 2001: 47-48). Según Morin, es cierto que los mitos y las religiones han retrocedido y se han modificado con el surgimiento y la expansión de la ciencia, la filosofía y las ideologías, pero no han desaparecido. La ley comtiana de la sucesión de los tres estadios noológicos (mítico-religioso, metafísico y científico-racional) es errónea y constituye ella misma un mito. El formidable desarrollo científico-técnico en modo alguno ha supuesto la desaparición de las religiones y del mito, sino que se ha visto acompaña­do del surgimiento de nuevos mitos, de nuevas supersticiones y de nuevas creencias religiosas. Como ya viera, entre otros, Marx Weber, el proceso de laicización es un proceso de secularización de ideas mítico-religiosas. Las formas noológicas antiguas persisten: las grandes religiones permanecen, en las grandes ciudades proliferan los curanderos, los adivinos y la creencia en la astrología (véase Morin, dir., 1981). Los mitos y la visión mágica del mundo se desarrollan en la “noosfera estética”: las analogías antropo-socio-cosmológicas perviven en la poesía y los esquemas míticos operan en los fenómenos estéticos (véase Morin 2016). El mismo proceso de modernización ha generado el surgimiento de nuevas mitologías, como la mitología del Estado/Nación y la mitología/religión comunista de la salvación terrestre; las grandes nociones soberanas de las ideologías modernas (Libertad, Democracia, Razón, Ciencia, etc.) constituyen nuevos mitos y muchos de las principios explicativos de las ideologías modernas (El capitalismo, La burguesía, etc.) son reificaciones y personalizaciones de carácter mítico; se ha producido una mitologización de la Razón, una degeneración del pensamiento racional en racionalización.

Por tanto, en el mundo contemporáneo los dos pensamientos (el racional y el mitológico) coexisten, se mezclan y mantienen entre sí relaciones complejas. La racionalidad moderna no ha expulsado los mitos; ni podrá expulsarlos, ya que la insondabilidad de lo real y el misterio radical del ser constituirán siempre fuentes de las que el mito manará (véase Morin 2017). En definitiva, para Morin es falsa la concepción antropológica que afirma que hubo una vez un hombre arcaico, mitológico, irracional al que habría sucedido el homo rationalis. Homo es de manera compleja racional y mitológico (complejidad que significa que entre lo racional y lo mitológico se dan relaciones dialógicas, esto es, de complementariedad, competencia y antagonismo).

La desmitificación es necesaria, pero no podemos prescindir del mito; los mitos forman parte de la realidad humana. No podemos prescindir de idealizaciones, ni de imaginaciones que expresen nuestras aspiraciones antropológi­cas y nos impelan a realizarlas propulsando, así, nuestra humanidad. A pesar del carácter imaginario del mito, Morin se niega a recluirlo en la alternativa verdadero/falso. Los mitos pueden ser ilusorios, falsos (por no ajustarse a la realidad), a la vez que verdaderos (por las profundas aspiraciones humanas que expresan). Es imposible prescindir de mitos. Lo que debemos hacer, a juicio de Morin, es establecer una nueva relación con nuestros mitos basada en el reconocimiento de su carácter mítico en vez de en su afirmación dogmática. Debemos controlar nuestros mitos en lugar de que ellos nos posean y controlen.

 

3. El Arkhé-Espíritu

Según Morin (1986: 184), el pensamiento racional y el mitológico tienen la misma fuente, a saber: “los principios fundamentales que gobiernan las operaciones del espíritu/cerebro humano”. Morin habla de un “Arkhé-Pensamiento”, “Arkhé-Espíritu” o “Espíritu-Raíz” que correspondería a “las fuerzas y formas originales, principales y fundamentales de la actividad cerebro-espiritual, allí donde los dos pensamientos todavía no se han separado” (Morin 1986: 184). Este Arkhé-Espíritu es “un nudo gordiano cerebro-espiritual” en el que lo subjetivo y lo objetivo todavía no se han disociado, la representación se confunde con la cosa representada, la imagen y la palabra son a la vez signos, símbolos y cosas, y en el que el lenguaje no se ha disociado aún en prosaico (indicativo) y poético (evocativo). En virtud de este nudo gordiano arkhe-espiritual, en toda actividad mental en estado naciente habrá siempre una tendencia a la reificación (sustancialización) de la representación, una tendencia a la coagulación simbólica entre imagen/palabra y cosa, y una tendencia a la participación, es decir, a los procesos de proyección/iden­tificación. Se trata de “tendencias espontáneas” y de “principios fundamentales” de cualquier pensamiento, sea este mitológico o racional. Lo que ocurre es que el pensamiento mitológico desarrolla estas tendencias y estos principios en una dirección y de una manera, y el pensamiento racional en otra dirección y de otro modo (véase Morin 1986: 185-171; también Morin 2001: 116-118):

a) El conocimiento por semejanza y analogía no solo es utilizado por el pensamiento simbólico, sino que también lo pone en práctica el conocimiento racional (la inducción, por ejemplo, está basada en la repetición de lo semejante). Lo que ocurre, según Morin, es que en el pensamiento simbólico-mitológico la analogía no está sometida al estricto control empírico y lógico al que la somete el pensamiento racional.

b) Tanto en el universo mitológico (fenómeno del doble) como en el universo empírico (la representación como imagen analógica de lo real) se establecen relaciones uniduales entre la representación y lo real. Pero mientras que el pensamiento racional distingue entre imagen y realidad, el pensamiento mitológico unifica analógica y simbólicamente la realidad y su imagen, reifica las imágenes y les confiere realidad.

c) La objetividad y la subjetividad del conocimiento no proceden de dos fuentes diferentes, sino que ambas surgen a partir del mismo circuito de relaciones entre el sujeto y el mundo. La diferencia está en que el pensamiento empírico-racional se polariza en la objetividad de lo real y el pensamiento mitológico en la realidad subjetiva (5).

d) En todo signo/símbolo, sea linguístico o icónico, distingue Morin dos sentidos. Un sentido indicativo e instrumental, en el que predomina la idea de signo, en función del cual las palabras son indicadores, designadoras de las cosas. Y un sentido evocador y concreto, en el que predomina la idea de símbolo, bajo el cual las palabras son evocadoras de la presencia y de la virtud de lo que es simbolizado, y suscitan la representación de la cosa nombrada. Ambos sentidos se encuentran potencialmente en todo nombre y en toda figuración icónica de manera que indicación y evocación se contienen entre sí, si bien pueden ser separadas y opuestas. Así, el pensamiento-lenguaje cotidiano utiliza las palabras en su ambivalen­cia indicativo-evocadora. En el pensamiento científico-técnico, domina el poder indicativo de las palabras que, además, suelen ser sustituidas por signos matemáticos carentes de poder simbólico. En el lenguaje poético, prima el valor simbólico de las palabras (6).

De este modo, vemos cómo Morin delinea tanto la unidad de los dos pensamientos (Arkhé-Espíritu) como su complementariedad y antagonismo. El Arkhé-Espíritu es la fuente indiferenciada de la que surgen mito y logos. A partir de una fuente común los dos pensamientos pueden divergir hasta devenir opuestos. Siguiendo a Morin (véase 1986: 188-189, donde sintetiza en un par de cuadros algunos aspectos de la unidualidad existente entre el pensamiento simbólico-mitológico y el pensamiento empírico-racional), podemos establecer algunas de las divergencias que presentan los dos pensamientos. En el pensamiento empírico-racional hay dominancia de la disyunción, se produce una disyunción entre lo real y lo imaginario, una convencionalización de las pala­bras, la irrealización de las imágenes, la reificación de las cosas, el aislamiento y el tratamiento técni­co de los objetos, un fuerte control empírico exterior, un acentuado control lógico sobre lo analó­gi­co, se tiende al panobjetivismo y a la abstracción/generalidad (esencia). Por su parte, en el pensamiento simbólico-mítico, hay dominancia de la conjunción, se produce una iteración entre lo real y lo imaginario, una reificación de las palabras y de las imágenes, las cosas adquieren fluidez y procesos meta­mórficos, se lleva a cabo un tratamiento mágico de los obje­tos, se establecen rela­ciones analógicas entre objetos, un fuerte control interior vivido y un control igualmente fuerte de lo analógico sobre lo lógico, se tiende hacia el pansubjetivismo y a la concreción, la singularidad y la individuali­dad.

Los dos pensamientos se complementan y relacionan tanto en las sociedades arcaicas como en las contemporáneas. Complementariedad y relación que posibilitan el estableci­miento de bucles dialógicos entre lo concreto y lo abstracto, lo subjetivo y lo objetivo, lo personal y lo impersonal, lo singular y lo general, lo comunitario (gemeinschaft) y lo social (gesellschaft).

Morin señala también las “carencias” de ambos pensamientos. El mitológico se halla desprovisto de controles empírico-lógicos que le permitan acceder a la objetividad; el racional, es ciego para con lo singular y estéril para la creatividad. Ante estas carencias, no es posible “una superación totalizante que englobara armoniosamente” a los dos pensamientos. Lo que es posible es comprender las carencias de cada pensamiento y hacerlos dialogar con el fin de que cada uno comprenda y aplique las virtudes del otro. Así, por un lado, el pensamiento racional debe desarrollarse hacia una “racionalidad compleja”, hacia una “razón abierta” capaz de autocriticarse y, por tanto, capaz de reconocer lo singular, asumir los límites de la racionalidad, evitar la racionalización, dialogar con lo irracionalizable, comprender la necesidad del pensamiento simbólico (compresión, proyección-identificación, empatía) para la comunicación subjetiva y para la creatividad; por el otro, el pensamiento simbólico-mitológico debe, igualmente, ser capaz de autocriti­carse y de razonarse, para tomar consciencia de su carácter, de sus carencias y de sus límites.

Por otra parte, en uno de los cuadros anterreferidos, Morin (1986: 188-189) incluye también la unidualidad entre las acciones propias de cada uno de los dos pensamientos: la magia y la técnica. Pero no explica esta unidualidad. En El hombre y la muerte encontramos una posible respuesta a esta cuestión. Podríamos decir que magia y técnica brotan de una “arque-acción originaria” (la expresión es mía) consistente en procesos antropo-cosmomórficos. Según Morin (1951: 104), tanto en la técnica como en la magia se produce un doble movimiento de cosmomorfización de lo humano y de antropomorfización de la naturaleza, a través del cual el hombre se afirma en el mundo. Como hemos visto, la magia está basada en el establecimiento de analogías antropocosmomóficas entre el hombre (microcosmos) y el mundo (macrocosmos) y supone una afirmación del hombre puesto que este, a través de las acciones mágicas, intenta controlar los fenómenos del mundo para utilizarlos a su favor. Por lo que a la técnica concierne, también en ella se desarrolla un antropo­cos­momorfismo. Mediante la técnica el hombre se abre al mundo y lo transforma, le da configuraciones humanas, lo humaniza; humanización que supone una antropomorfización del mundo. Al controlar el mundo y servirse de él, el hombre ─mediante la técnica─ utiliza en su provecho las potencias y fuerzas telúricas, lo que, según Morin, supone de algún modo una cosmomorfización de las potencias humanas. Mediante la apropiación de las potencias cósmicas y la transformación del mundo, el hombre se afirma a sí mismo. La diferencia entre los dos antropocosmomorfismos ─el de la magia y el de la técnica─ está en que mientras que el primero es fantástico e irreal, el segundo es efectivo y real, pues la técnica “da realmente forma humana a la naturaleza y fuerza cósmica al hombre” (Morin 1951: 97).

En El hombre y la muerte no solo aplicó a la magia y la técnica el doble movimiento de cosmomorfización de lo humano y de antropomorfización de la naturaleza; también lo hizo extensivo al mito y al lenguaje. Por lo que a este último se refiere, tanto en la vertiente objetiva del lenguaje (lenguaje referencial) como en su vertiente subjetiva (lenguaje poético) se lleva a cabo un doble movimiento de cosmomorfización de lo humano y de antropomorfización de la naturaleza. Mediante la palabra objetiva “el hombre antropomorfiza la naturaleza” (así, por ejemplo, le da determinaciones humanas, la separa en partes) y, al mismo tiempo, el hombre se cosmomorfiza, se impregna de la riqueza de la naturaleza. En el lenguaje poético se utilizan metáforas cosmomórficas para designar realidades humanas y, recíprocamente, los fenómenos naturales son designados con metáforas antropomórfas (“el tiempo está irritado”). Progresivamente las dimensiones objetiva y subjetiva del lenguaje se irán separando cada vez más. Por un lado, surgirá un lenguaje cada vez más objetivo y preciso, científico-técnico (así, ya no será “correcto” decir “el tiempo está irritado”, sino “hay una depresión ciclónica de x milibares”). Por otro lado, la poesía asumirá la tarea de vehicular y expresar las participaciones y los intercambios psicoafectivos subjetivos.

 

4. De la antropología al cine y del cine a la antropología

Morin elucida el fenómeno del cine a partir de una antropología sociohistórica de lo imaginario. Intenta mostrar cómo los rasgos fundamentales de la visión mágica del mundo (las cualidades propias del doble, la metamorfosis, la ubicuidad, la fluidez de un espacio-tiempo circular y reversi­ble, los traslados incesantes entre el hombre-microcosmos y el macrocos­mos, el antropomorfismo y el cosmomorfismo) son también caracte­res del universo del cine, fundamentos de la visión fílmica.

Además, Morin se sirve de esta relación entre cine y pensamiento mágico para iluminar e investigar determi­nadas propiedades fundamentales del ser humano. El cine nos muestra cómo la personalidad se constituye mediante un proceso de intercambio con el ámbito de lo imagina­rio, nos revela la unidad dialéctica que existe entre subjetivi­dad y objetividad, patentiza la realidad semiimaginaria del hombre, pone de manifiesto la profunda unidad que existe entre sentimien­to, magia y razón (el “Arkhé-Espíritu”). Las estrellas de cine son consideradas por Morin como semidivi­nidades y mitos modernos y, así analizadas, nos ilustran sobre los procesos imaginarios de proyección-identifica­ción a través de los cuales los seres humanos configuran su personalidad. Morin no equipara cine y magia (de hecho, pone de relieve sus diferencias, así como las características estéticas propias de la imagen fílmica); lo que hace es indagar sus posibles analogías con el fin y la esperanza de que semejante comparación nos ilustre a la vez sobre el fenómeno fílmico y sobre la realidad humana.

4.1. Cine y magia

Desde su origen, el fenómeno fílmico se relacionó con la magia:

“Los chinos de las ciudades, hace solamente veinte años, temían, cuando eran filmados, verse arrebatada el alma. Los primitivos o los ingenuos consideran a los exhibidores de películas como ‘grandes magos’. En 1898 los campesinos de Nijni-Novgorod incendiaron la barraca de proyección Lumière al grito de ‘¡Fuego a la bruje­ría!’. En las viejas civilizaciones y en las poblaciones arcaicas de los cinco continentes, la difusión del cinematógrafo apareció efectivamente como un fenómeno de magia” (Morin 1956: 45).

¿A qué se debe esta relación?, ¿por qué fue estableci­da? Como he dicho, para Morin el universo del cine ha podido aproximarse al de la percepción primitiva porque los rasgos propios de la visión mágica del mundo coinciden con algunos de los caracte­res constitutivos del universo del cine. Expondré, en primer lugar, cómo se manifiestan en el cine los rasgos propios del pensa­miento mítico-mágico. Referiré, luego, los rasgos fundamenta­les del ser humano que el cine ilumina y permite investigar.

4.1.1. Cinematógrafo, fotogenia y experiencia mágica del doble

Para Morin la imagen fílmica posee la cualidad mágica del doble ─si bien, como veremos, con la crucial diferencia de que en el cine esta cualidad se encuentra “interiorizada, naciente, subjetivada”─. El cinematógrafo nos permite reproducir la realidad con mayor fidelidad que la fotografía, ya que restituye a los seres y a las cosas su movimiento natural y porque, al proyectarlos sobre la pantalla, en alguna medida autonomiza a los seres y a las cosas. Pero ocurrió al comienzo del cinematógrafo que la pretensión de captar objetivamente la vida cotidiana supuso ya su espectacularización. Las personas se maravillaban al ver en la pantalla las cosas y los sucesos habituales (su casa, su rostro, la salida de una fábrica, el tren entrando en la estación) que en la vida cotidiana no les maravilla­ban. Lo que causaba maravilla y estupefacción no era, pues, la realidad, sino su reflejo; no era lo real, sino su imagen.

A esta cualidad o capacidad del cinematógrafo para producir fascinación mediante la imagen de los seres y de las cosas se la denominó fotogenia. Morin (1956) define la fotogenia como la cualidad de la imagen objetiva para producir efectos “surrealistas” y “sobrenatural­es”, como la cualidad de la imagen-reflejo para irradiar lo fantástico. En 1839 la fotografía dio origen a la palabra fotogenia. Si, ciertamente, la fotogenia propia del cinematógrafo no puede reducirse a la de la fotografía, no obstante, para elucidarla, Morin cree necesario partir de la imagen fotográfica. La fotografía nos trae a la presencia la persona o la cosa que están ausentes; en ella parece como si el original se hubiese encarnado en la imagen (cuando mostramos a otros nuestras fotografías no decimos, por ejemplo, “esta es la imagen de mi mujer”, sino “esta es mi mujer”); la fotografía trae a la presencia lo que representa, es “presencia perpetua­da”. Es esta capacidad para ser portadora de “presencia real” la que hizo que desde 1861 ─casi desde su nacimiento─ la fotogra­fía fuese utilizada por el ocultismo. Según Morin, esta función o propiedad de la fotografía para evocar presencia no es una propiedad de la fotografía como objeto, sino que resulta de lo que nosotros mismos proyectamos sobre ella. Es obvio que la fotografía no hace realmente presente lo que reproduce, sino que es el espíritu humano quien proyecta sobre la imagen material esa cualidad mental de doble que la imagen parece poseer. El que la “cualidad psíquica” se proyecte en la fotografía, proyectando, así, un doble, se debe a la “mezcla de reflejo y de sombra” que constituye “la naturaleza propia de la fotografía” (Morin 1956: 41). La fotografía nos muestra “el valor afectivo” que el espíritu humano vincula a la sombra y al doble. Atendiendo a todo esto, Morin define la fotogenia como la cualidad de sombra, reflejo y doble (reproduc­ción) que permite a las potencias afectivas proyectarse y fijarse sobre la imagen fotográfica.

El cinematógrafo hereda y transforma la fotogenia de la fotografía. Las potencias afectivas y mágicas presentes en esta lo están también, pero de modo acentuado, en la cinematografía. La proyección y la animación (al menos hasta la aparición del color) acentúan conjuntamente las cualidades de sombra y de reflejo implicadas en la imagen fotográfica. La imagen de la pantalla se ha hecho impalpable, inmaterial, pero al mismo tiempo ha adquirido una corporeidad acrecentada (gracias al movimiento, como veremos). Las condiciones de emisión del filme (oscuridad de las salas y relajación paraonírica adoptada por el especta­dor en ellas) favorecen la proyec­ción y, correlati­vamente, la magia de la sombra. La visión cinematográfica nos provee de una experiencia del doble mucho más rica y emotiva que la que nos proporcionaba la fotografía (7).

4.1.2. Cine, metamorfosis mágicas, animismo y cosmoantropomorfismo

Hasta ahora hemos visto cómo el estudio de la imagen-reflejo cinematográfica nos conducía hacia ese ámbito de la magia relacionado con el doble. Pero el universo de la magia no está formado solo por los dobles, sino que también está abierto a todas las metamorfo­sis, al animismo y al cosmoantropomorfismo. El doble y la metamorfosis constituyen “los dos polos de la magia” (Morin 1956: 65); y, a su vez, la supervi­vencia del doble y la metamorfosis mediante la muerte-renacimien­to conforman los dos modos de concebir la inmortali­dad.

Para comprender el fenómeno fílmico, Morin recorre el tránsito del cinemató­grafo al cine. La mutación que da lugar al nacimiento de este puede simbolizarse admirablemente con Georges Méliès ─aunque no la realizó solo él─ y consiste en el trucaje y lo fantástico. Con Méliès, en vez de desarrollar la fidelidad realista de la imagen, el cinematógrafo se orientó hacia la fantasmagoría y la irrealidad. A partir de 1897 Méliès inserta el trucaje en el seno del cinematógrafo (técnicas de sobreimpresión, de desdoblamiento de imágenes, fundidos, encadenados, etc.). Si el cinematógrafo Lumière es esencialmente desdobla­miento, el cine Méliès es fundamentalmente metamorfo­sis. La metamorfosis (transmutacio­nes, transfor­maciones) fue el primer truco cronológico, el truco principal de Méliès y “el acto operatorio” que condujo a “la transformación del cinemató­grafo en cine”:

“A finales de 1896 (…) es decir, apenas un año después de la primera represen­tación del cinematógrafo, Méliès, como cualquier operador de la casa Lumière, filma la plaza de la Ópera. La película se atasca y vuelve a ponerse en marcha al cabo de un minuto. Mientras tanto, la escena ha cambiado: el ómnibus Madeleine-Bastille, arrastrado por caballos, ha dejado lugar a un coche fúnebre. Nuevos peatones atraviesan el campo visual del aparato. Al proyectar la película, Méliès vio de repente un ómnibus transfor­mado en coche fúnebre y a los hombres cambiados en mujeres: se había encontrado el truco de las metamorfosis” (Morin 1956: 65-66).

Los trucos o técnicas que generan la transformación del cinematógrafo en cine se reúnen y conjugan en el montaje. Con este se ejecuta el paso definitivo del cinemató­grafo al cine. Las técnicas propias del montaje dotan al espacio y al tiempo de ubicuidad, operando, así, una metamorfosis del tiempo y del espacio; metamorfo­sis que suscita, a su vez, una transformación de los objetos, que pueden aparecer y desapare­cer, dilatarse y contraerse, pasar de lo microscópico a lo macroscópico. Las transforma­ciones del espacio, del tiempo y de los objetos que producen las diversas técnicas del montaje vienen a coincidir con las metamorfosis propias de la visión mágica del universo. Para la visión mágica, el universo es un “universo fluido”, en movimiento, en el que las cosas y los seres pueden trocar su identidad, por lo que están sometidas a continuas metamorfosis regidas por el mecanismo de la muerte-renacimiento.

Mientras que el tiempo del cinematógrafo “era exactamente el tiempo cronológico real” (Morin 1956: 69), el cine reconstruye un tiempo nuevo, un tiempo compresible, dilatable y reversible. Me­diante el acelerado y el ralentí el tiempo se comprime y expande. Las películas dilatan o detienen los momentos intensos; por el contrario, los momentos insustanciales, carentes de interés, se condensan. Determinados efectos especiales de aceleración indican el paso del tiempo (hojas del calendario que vuelan, agujas de reloj que giran aceleradamente). El fundido volatiza gran cantidad de tiempo sobreentendiéndolo. Mediante el montaje (flash back y cut back) se consigue la recuperación, actualiza­ción y reversión del pasado. A juicio de Morin, este tiempo nuevo construido por el cine es tiempo mágico. Mediante técnicas como la paronámica y el travelling el cine pone la cámara en movimiento y la dota de ubicuidad operando así una metamorfosis del espacio. La “ubicuidad temporal (circulación en un tiempo reversi­ble)” y la “ubicuidad espacial” hacen del filme “un sistema de ubicuidad integral que permite transportar al espectador a cualquier punto del tiempo y del espacio” (Morin 1956: 75).

Por otra parte, si las metamorfosis mágicas implican un “universo fluido”, en el nuevo universo creado por el cine el tiempo adquiere el carácter circulante del espacio y este los poderes transformadores del tiempo, creándose un tiempo-espacio y un espacio-tiempo que hacen del universo del cine igualmente un “universo fluido” (Morin 1956: 77). Pero Morin pone de manifiesto también las diferen­cias que existen entre el cine y la visión mágica (profundizaré en esto a continuación). Los trucos cinematográfi­cos son de la misma familia que la brujería o el ocultismo, sin embargo al brujo se le cree mientras que se sabe que el prestidigita­dor es un truquis­ta. En los espectácu­los de prestidigita­ción, al igual que en los trucos de Méliès, lo fantástico ha dejado de ser tomado literal­men­te como real. No obstante, Morin opina que, aunque estetizada y desvalori­zada, la visión mágica del mundo se perpetúa en estos.

Algunos analistas han mostrado cómo en el cine los objetos inanimados adquieren un “alma”, poseen “vida”; cómo el cine reanima una sensibilidad animista o vitalista; cómo el sentimien­to del espectador tiende hacia el animismo: “El animismo universal es un hecho filmológico que no tiene equivalente en el teatro” (Étienne Souriau); “El cine es el más grande apóstol del animismo” (Blinsky); para Epstein, el cine lleva al espectador “al viejo orden animista y místi­co” (cits. por Morin en 1956: 82-83). Hay que entender este animismo en un sentido evidentemen­te metafórico, ya que concierne al estado del alma del especta­dor; la vida de los objetos no es real, sino subjetiva. Con el dibujo animado el animismo se desarrolla hasta el extremo de convertirse en antropomorfismo (los animales, las plantas y los objetos poseen rasgos humanos). Pero este antropomorfismo se hallaba latente en el cine: “El film revela la fisonomía antropo­morfa de cada obje­to” (Balázs; cit. por Morin 1956: 83). En el cine los estados anímicos (anthro­pos) se convierten en paisajes (cosmos) y viceversa. La proyec­ción “se prolonga” en antropomorfismo de las cosas (los objetos “expresan” senti­mientos y cobran vida) y en cosmo­morfismo de los rostros (los rostros adquieren presencia cósmica, se convierten en paisajes) :

“Constantemente el rostro de la tierra se expresa en el del labrador y el alma del campesino aparece en la visión de los trigos agitados por el viento. Del mismo modo, el océano se expresa en el rostro del marino y este en el del océano. Porque, en la pantalla, el rostro se convierte en paisaje y el paisaje en rostro, es decir, en alma. Los paisajes son estados de alma y los estados de alma paisa­jes” (Morin 1956: 85).

4.1.3. Diferencias entre la visión mágica, la experiencia estética fílmica y la percepción práctica 

Como ya he señalado, Morin no equipara el cine a la magia, sino que se limita a poner de relieve las analogías o corresponden­cias que existen­ entre el cine y la magia. Del mismo modo, cuando compara el cine con el sueño no pretende igualarlos, sino explorar sus analogías relevantes. No es la magia primitiva la que resucita en el cine, sino “una magia reducida, atrofiada, sumergida en el sincretismo afectivo-racional superior que es la estética” (Morin 1956: 244). Para Morin, la estética procede por evolución de la magia y de la religión. Pensar que es la magia primitiva la que reaparece en el cine supondría prescindir de la evolución histórica y de las especificidades propias del cine, lo que sería contra­dictorio con el método antropológico que nuestro autor intenta desarro­llar, el cual pretende hacerse cargo de la historici­dad y de las especificida­des de los fenómenos estudiados.

Para el primitivo, la magia está “cosificada”; en el cine está transmuta­da en sentimiento. La percep­ción de los primitivos es “real”, la percepción del filme se efectúa en el seno de una consciencia que sabe que la imagen no es la vida práctica. El especta­dor vive el filme afectivamen­te, no como algo real. Como hemos visto, en el origen de la percepción cinemato­gráfica hay un mecanismo de proyección-identificación mediante el cual se le otorga realidad a las imágenes cinematográ­ficas (los espectadores del cinematógrafo Lumiére creyeron que un tren se les venía encima, se asustaron y huyeron). Pero este realismo de la imagen no anula la consciencia de la irrealidad de esta. A diferencia de los primitivos, que se hubiesen adherido totalmente a la realidad de la visión, el mundo evolucionado únicamente “sintió” la “impresión” de realidad.

La visión mágica y la percepción práctica están mucho menos diferenciadas en los primitivos que en los “civilizados”. Ello en modo alguno significa para Morin que la percepción práctica esté subdesarro­llada en los primitivos ─en algunos casos puede, incluso, estar más agudizada que la nuestra─. Lo que ocurre es que en ellos la visión mágica posee la misma fuerza que la percepción práctica. Para Morin, la estética ─y, por consiguiente, también el cine─ proviene de un largo y progresivo proceso de interio­rización de la magia primitiva. La evolución histórica ha ido disociando los dos órdenes, el de la estética y el arte, y el de la magia y la religión, hasta constituirlos en dominios separados. La obra cinematográfica está abierta al mito, al sueño, a la magia. “Pero esta obra es estética, es decir, destinada a un espectador que sigue siendo consciente de la ausencia de realidad práctica de lo que es representado: la cristalización mágica se vuelve a convertir, pues, para este espectador, en subjetividad y sentimientos, es decir, en participaciones afectivas” (Morin 19­56: 115).

Sin embargo, la diferencia entre la visión mágica y la percepción práctica “no es ni ha sido nunca absoluta, completa, radical” (Morin 1956: 180). Los marcos de la percepción práctica no están ausentes de la visión imaginaria, lo real sigue presente en ella. Inversamen­te, “la percepción práctica implica aún, atrofiados, los procesos imaginarios y está parcialmente determinada por ellos” (Morin 1956: 180).

Ahora bien, si la realidad práctica de la imagen cinemato­gráfica se encuentra “desvalorizada”, su realidad afectiva (encanto de la imagen, fotogenia) es copiosa, por lo que suscita las proyecciones-identificaciones imaginarias con muchísima mayor fuerza que la vida práctica. Esta intensa praticipación afectiva se debe, en parte, a la ausencia de participación práctica motora o activa, a la que está sometido el espectador; al no poderse expresar en actos, la participación del espectador se torna interior, sentida. De este modo, el espectáculo “ilustra una ley antropológica general: nos volvemos sentimentales, sensibles, lacrimosos cuando se nos priva de nuestros medios de acción” (Morin 1956: 112-113).

En su origen, el cinematógrafo interesó como un instrumento de investigación del movimiento y de reproducción objetiva (“ojo objetivo”) de la realidad. Pero, ya también desde su nacimiento, se desvió de sus fines científico-técnicos para convertirse en espectáculo irreal y sobrenatural. Sin estar necesaria­mente ligado a la ficción (recuér­dese el documen­talismo de Flaherty y el cine-ojo de Vertov), no obstante, el paso del cinematógrafo al cine se produce a través de la ficción, de lo fantástico y de lo imaginario (Méliès) y, desde sus orígenes, el cine ha sido frecuentemente relacionado con el sueño (8) y ─como hemos visto─ con la magia. De este modo: “El cine refleja la reali­dad, pero es también algo que se comunica con el sueño” (Morin 1956: 15); “es un complejo de realidad y de irrealidad; determina un estado mixto, que cabalga sobre el estado de vigilia y el sueño” (Morin 1956: 177). Por tanto, el cine desarrolla un “sincretismo dialéctico” entre lo irreal y lo real (formas objetivas), constituye una “unidad dialécti­ca de lo real y lo irreal” (Morin 1956: 197).

Es mediante el movimiento como el cine “se ha hecho más real y más irreal que el cinematógra­fo” (Morin 1956: 152-153). Mediante el movimiento el cine consigue una enorme sensación de realidad objetiva y de vida, logra una completa ilusión de realidad, “puede insuflar alma a todo lo que él anima” (Morin 1956: 151). Es porque restituye realidad por lo que el cine, mediante el movimiento, confiere realidad a la irrealidad. Pero el movimiento tiene una doble cara: no es solamente potencia de realismo, sino también potencia afectiva o cinestesia. La sensación de realidad objetiva aviva las participa­ciones subjetivas que, a su vez, acrecien­tan la sensación de objetividad y de realidad. El cine es el producto de una dialéctica entre la verdad objetiva de la imagen y la participa­ción subjetiva del especta­dor. En la visión fílmica, subjetividad y objetividad no se oponen, pues la objetividad “necesita de nuestra participa­ción personal para tomar cuerpo y esencia” (Morin 1956: 173). Los procesos fundamen­tales del cine correspon­den “al mismo tiempo a fenómenos de percepción práctica y a fenómenos de participación afectiva” (Morin 1956: 149).

4.2. La dialéctica/dialógica entre lo real y lo imaginario

Una vez analizadas las relaciones entre cine y magia, paso a ocuparme de las enseñanzas de carácter antropológico que Morin extrae a partir de la comparación entre el cine y la magia. Como ya he apuntado, Morin no solo habla sobre el cine, no solo utiliza la antropología para ampliar nuestra comprensión del fenómeno fílmico, sino que además se sirve de este para comprender mejor al ser humano. Para Morin, el cine no solo es materia de estudio, sino que se convierte a su vez en un medio para escrutar al hombre, en un fenómeno a través de cuyo estudio obtener conocimien­tos antropológicos. De este modo, al final del análisis antropológico sobre el cine no solo habremos aprendido algo sobre el cine, sino que, además, este nos habrá enseñado algo sobre nosotros mismos.

El cine es un fenómeno privilegiado para el análisis y esclarecimiento de la naturaleza semiimaginaria del hombre; y lo es porque “la actividad inconsciente del hombre” “se ha alienado en el cine” ofreciéndosenos, así, al análisis. El cine es “espejo antropológico” porque “refleja” la realidad imaginaria del hombre (Morin 1956: 245); porque, máquina que refleja el mundo, imita también maquinal­mente los mecanismos psíquicos del espíritu humano. Como hemos visto, el filme no existiría sin la actividad del espíritu del espectador; por ello, el cine nos ofrece el reflejo del espíritu humano:

“si el cine es a imagen de nuestro psiquismo, nuestro psiquismo es a imagen del cine. Los inventores del cine empírica e inconscientemente han proyectado al aire libre las estructuras de lo imaginario, la prodigiosa movilidad de la asimilación psicológica, los procesos de la inteligencias. Todo lo que se puede decir del cine vale para el espíritu humano” (Morin 1956: 235).

La doble y sincrética (objetiva y subjetiva) naturaleza del cine nos desvela el funcionamiento del espíritu humano en el mundo, el proceso de penetración del hombre en el mundo y el modo como el hombre asimila el mundo: “El cine refleja el comercio mental del hombre con el mundo” (Morin 1956: 238). El estudio del cine nos revela que la penetración del espíritu humano en el mundo es inseparable de las participacio­nes imaginarias, así como la unidad primera y profunda del conocimien­to y del mito, de la inteligen­cia y del sentimien­to. En El cine o el hombre imaginario Morin habla de una “visión psicológica” constituida por procesos de proyección e identificación, que sería el “tronco común” de donde brotan tanto los fenómenos perceptivos (prácticos) normales como los procesos perceptivos afectivos (mágicos) y los procesos patológicos (alucina­ciones), tanto las objetivacio­nes como las subjetivaciones, tanto lo real como lo imaginario, tanto los procesos prácticos como los procesos imaginarios. Este origen común permite comprender los intercambios y la coexistencia (como pasa en los pueblos primitivos) que existen entre la visión práctica y la visión mágica. Además, el cine viene a atestiguar la vinculación, integrante y vital, que existe entre lo imaginario y la práctica, entre el hombre imaginario y el homo faber:

“Así, en la vanguardia de la práctica, la invención técnicano hace más que coronar su sueño obsesionante. Todos los grandes inventos están precedidos de aspiraciones míticas y su novedad parece hasta tal punto irreal que se ve en ella superchería, brujería o locura (…). Todo sueño es una realización irreal que aspira a la realización práctica. Por eso las utopías sociales prefiguran las sociedades futuras, las alquimias prefiguran las químicas, las alas de Ícaro prefiguran las del avión.
     Creemos haber remitido el sueño a la noche y reservado el trabajo al día, pero no se puede separar la técnica, piloto efectivo de la evolución, de lo imaginario que la precede en la realización onírica de las necesidades.
     Así, la transformación fantástica y la transformación material de la naturaleza y del hombre se entrecruzan y se turnan. El sueño y el utensilio se encuentran y se fecundan. Nuestros sueños preparan nuestras técnicas: máquina entre las máquinas, el avión ha nacido de un sueño. Nuestras técnicas, mantienen nuestros sueños: máquina entre las máquinas, el cine ha sido atrapado por lo imaginario.
      El cine atestigua la oposición de lo imaginario y de la práctica, al igual que su unidad” (Morin 1956: 242-243).

Por otro lado, al abarcar en unidad dialéctica la magia, el sentimiento y la razón, el cine nos muestra la unidad profunda que existe entre estas. En el cine la sucesión de los planos configura una narrativa. Como “sistema narrativo” el filme puede convertirse en discurso, desplegar un sistema de abstracción o ideación y segregar un lenguaje, es decir, un logos, una lógica, una razón. Las diversas técnicas del cine (travelling, sucesión de planos, movilidad de la cámara, etc.) “ponen en acción y solicitan procesos de abstracción y de racionaliza­ción que van a contribuir a la constitución de un sistema intelec­tual” (Morin 1956: 203). Los filmes que consiguen aunar las tres perspectivas (magia, sentimiento e idea) suelen ser escasos. La mayoría de las veces la unidad dialéctica de las tres perspectivas no se consigue y cada una tiene determinado su género (filme fantástico, novelesco y pedagógico, respectivamente) (véase Morin 1956: 215-216). Eisenstein teorizó y puso en práctica esta posibilidad unificado­ra del cine. Para él, las imágenes fílmicas son portado­ras de “atracciones” (a las que Morin equipara con procesos mágicos) y provocan sentimientos capaces, a su vez, de suscitar ideas, pensamientos y conocimien­tos. El lenguaje fílmico restituye, así, a la inteligencia sus fuentes afectivas y muestra cómo el sentimiento no es pura irracionalidad, sino que también posee una componente cognitiva (Morin 1956: 213-214).

Para Morin, magia y técnica, subjetividad y objetividad, razón y sentimiento, nacen de “los mismos movimientos”, que, según se orienten hacia la práctica o hacia la afectividad, producirán razón, técnica y objetividad, o bien poesía, magia y subjetividad. No hay magia pura, ni sentimiento puro, ni razón pura; estas no son esencias. Los sentimientos son también medios de conocimiento y, como observó Mauss, nuestros conceptos racionales siguen muchas veces embebidos de magia.

Morin relaciona con las cualidades simbólicas de la imagen fílmica la capacidad de esta para aglutinar en sí tanto lo mágico-afectivo (la imaginación, el sentimiento) como lo racional (el discurso, la inteligencia). La imagen fílmica es símbolo. Los diversos planos del cine (primer plano, picado, contrapicado, etc.) poseen una “carga simbólica”, y el símbolo reúne en sí la magia, el sentimiento (los afectos) y la abstrac­ción.

 

5. Lo imaginario y el mito en la cultura de masas. Las estrellas de cine como mitos modernos

Si bien la gama de posibles identificaciones es en el cine prácticamente ilimitada, polimórfica (el espectador no solo se identifica con personajes, sino también con objetos, paisajes, situaciones), no obstante, las identificaciones con las estre­llas cinematográficas componen el sistema de identifica­ciones más importante de entre los que tienen lugar en la experiencia fílmica.

Las estrellas de cine son consideradas por Morin (1957) como análogas a semidivi­nidades y como mitos modernos y, así conceptuadas, nos ilustran sobre los procesos imaginarios de proyección-identifica­ción a través de los cuales los seres humanos conformamos nuestra personalidad. Según Morin (1957: 9), “las estrellas constituyen una materia ejemplar para ilustrar un problema que no ha cesado de replantearse en las investiga­ciones de sociología contemporánea: el de la mitología, léase incluso la magia, en nuestras sociedades llamadas racionales”.

Morin (1957: 10) trata “de una forma multidimensional” el fenómeno de las estrellas cinematográficas; es decir, relaciona las dimensiones fílmicas, psicológicas (procesos psicoafectivos de proyección-identificación), económicas (capitalismo), socio-históricas (evolución de la sociedad burguesa) y antropológicas (aspiraciones antropo­lógicas profundas) que concurren en la formación de dicho fenómeno. Estudia el fenómeno de las estrellas de cine no solo desde el ángulo de la sociología contemporánea, sino también desde el ángulo antropológico, pues para él este fenómeno está ciertamente ligado a la economía capitalista y a la civilización burguesa, pero, además y al mismo tiempo, “responde a aspiraciones antropo­lógicas profundas que se expresan en el plano del mito y la religión. La estrella-diosa y la estrella-mercancía, que son dos fases de una misma realidad, nos remiten, una a la antropología fundamental y la otra a la sociología del siglo XX” (Morin 1957: 11).

Establece diversas analogías entre las estrellas de cine y los fenómenos mítico-mágico-religiosos. Considera a las estrellas de cine como “semidioses”, “semidivinida­des”, como mitos modernos, y al star system (que estudia desde su nacimiento hasta su decadencia) como una “nueva religión”. Como los héroes mitológicos, las estrellas son semidioses (se encuentran a medio camino entre lo humano y lo divino) y “suscitan un culto, e incluso una especie de religión” (Morin 1957: 9-10). Pero semejante analogía no debe entenderse como una burda equiparación en la que nuestro autor no discerniese diferencias ni especifi­cidades entre los fenómenos analoga­dos. Morin sitúa el fenómeno de las estrellas en una zona mixta y confusa entre la creencia y la diversión; para él, es un fenómeno a la vez estético, mágico y religio­so, sin llegar a ser nunca completamente lo uno o lo otro. Las estrellas de cine pertenecen, a la par, a lo profano y a lo laico, a lo estético y a lo mágico, a lo divino y a lo sagrado.

Morin relaciona las estrellas de cine con el doble primitivo. Si los dioses surgieron de los dobles (espectros o fantasmas), las estrellas cinematográfi­cas surgen análogamente de la duplicación de la realidad que supone la imagen fílmica. La analogía con los dioses la lleva hasta el extremo de sugerir que el star system ha pasado históricamente por las mismas dos fases por las que pasó la adoración de los dioses (véase Morin 1957: 79-80): por un lado, la estrella “divina” inaccesi­ble, distante, adorada pero inimitable; por otro, la estrella más humana, con la que se puede conectar y a la que se imita. Las estrellas no solo son objetos de admiración, sino también “objetos de culto” alrededor de los cuales “se constituye una religión embrionaria” (Morin 1957: 59). En todo culto, el fiel desea que su dios le escuche y le responda. La estrella debe responder al correo que sus seguidores le remiten, para enviarles consuelo o consejo e, incluso, ayuda y protección. De esta forma, la estrella de cine “se hace similar a los santos tutelares, a los ángeles custodios” (Morin 1957: 68), se convierte en una especie de “santo patrón a quien el fiel se consagra” (Morin 1957: 71). Como cualquier otro culto, el de las estrellas está cargado de fetichismo. Las fotografías y los autógrafos son los fetiches clave de la devoción a la estrella, si bien todo objeto que haya estado en “contacto” (magia simpática) con ella puede fetichi­zar­se. El admirador de la estrella es como el fiel religioso. Ambos pueden convertirse en fanáticos, en fans. Morin (1957: 117-125) muestra cómo es posible establecer múltiples parale­lismos entre la vida y la personalidad de James Deam y la vida y la personalidad de los héroes de las mitologías; asimismo, considera y analiza a Charlot como “una variante del héroe purifica­dor, del mártir redentor” (véase Morin 1957: 149-151).

Por otra parte, como ya hemos visto, Morin insiste en cómo el espectáculo del cine implica un proceso de identi­fica­ción psíquica entre el espectador y lo represen­tado. El espectador vive psíquicamente la vida de los héroes de las películas, es decir, se identifica con ellos. La estrella es el fruto de un complejo de participación (proyec­ción-identificación) del espectador. Toda participación afectiva es un complejo de proyecciones e identificaciones. Transferi­mos sentimien­tos e ideas sobre los otros. Estos fenómenos de proyección-identifica­ción están estrechamente asociados a procesos que nos identifican más o menos a otro y son excitados por cualquier espectácu­lo. Vivimos el espectáculo integrándonos mentalmente en los personajes y en la acción (proyección) e integrándolos mentalmente en nosotros (identifica­ción). Los admiradores mantienen con su idolatrada estrella “identificaciones imaginarias” que, a su vez, son “fermentos de identificaciones prácticas” o “mimetismos” (imitación de ademanes, vestidos, costumbres). Por esta razón la estrella es publicitaria, es un buen cebo para la venta de productos, pues el comprador cree que consumiento los artículos anunciados por la estrella se impregnará de sus virtudes. El admirador intenta incorporar a sí la estrella imitando sus formas, gestos, peinados, haciendo lo que ella hace y consumiendo lo que ella consume. De este modo, el fan activa mecanismos similares a los de la magia simpática. La relación del espectador con la estrella nos muestra con claridad cómo la personalidad de los individuos se conforma y afirma mediante el proceso de imitación de patrones o modelos ideales (dioses, héroes, estrellas) con los que el ser humano se identifica y a los que remeda:

los procesos de identificación a patrones-modelo afectan al problema mismo de la personalidad humana. ¿Qué es la personalidad? Mito y realidad al mismo tiempo. Cada uno posee su personalidad, pero cada uno vive el mito de su persona­lidad. Dicho de otro modo, cada uno se fabrica una personalidad de confección, que es en un sentido lo contrario de la personali­dad auténtica, pero también es el medio por el cual se accede a la verdadera personalidad. La personalidad nace tanto de la imitación como de la crea­ción. La personalidad es una máscara, pero que nos permite hacer que se oiga nuestra voz, como la máscara del teatro antiguo” (Morin 1957: 108).

Toda individualidad es el producto de una afirmación de sí y desencadena un flujo de afirmaciones imaginarias. La realidad (personalidad, individualidad) humana “se alimenta de lo imaginario hasta el punto de ser ella misma semi-imagina­ria” (Morin 1957: 113). El espectador realiza una “mímesis” de la estrella, mediante la cual esta forma parte de su personalidad. De este modo, la estrella cinematográfica interviene en la dialéctica de lo imaginario y lo real mediante la que se elabora y transforma la personalidad. Como los mitos sobre la inmortalidad, también la emulación de la estrella tiene como objeto la afirmación de la propia individuali­dad, la conquista del éxito y de la realización personal.

 

6. Antropología de la psicoafectividad

6.1. La antropología limitada de Marx

Según Morin (véase, por ejemplo, Morin 2001: 327-329), el fundamento antropológico del marxismo se haya en su concepción del hombre genérico. Esta concepción “no es simple”, sino multidimensional, pues “posee múltiples dimensiones antropológicas” (técnica, económica, afectiva, estética, etc), pero prioriza en exceso la dimensión productiva de lo humano en detrimento de todas las demás, las cuales “no son concebidas como estructuras nucleares del ser humano” (Morin 1965: 18). En su concepción antropológica del hombre genérico, Marx puso de manifiesto acertadamente la importancia de la dimensión económico-productiva del ser humano, su dimensión de homo faber y de homo oeconomicus, pero hizo de esta el núcleo central de lo humano relegando su dimensión psicoafectiva, “el núcleo de la psique”.

Al hablar de la psique, de la dimensión psicoafectiva de lo humano, Morin se refiere a diversas “potencias”, dimensiones y experiencias humanas, tales como la afectividad (amor, odio, angustia), la imaginación, el sueño, el juego, la fiesta, el mito y la religión, la poesía, la locura, el misterio, el inconsciente. Marx no ignoró estas dimensiones, pero las subestimó, las juzgó secundarias y no como “categorías estructurales”, no las elucidó, no consideró la dimensión psicoafectiva como núcleo “radical” y “cardinal” del ser humano. De este modo, el hombre genérico de Marx terminó por configurarse como “mononuclear”, carente del polo nuclear psicoafectivo:

“La concepción marxista del hombre era unidimensional y pobre. Ni lo imaginario ni el mito formaban parte de la profunda realidad humana: el ser humano era un homo faber, sin interioridad, sin complejidades, un productor prometeico consagrado a derribar a los dioses y dominar el universo” (Morin 1993: 4).

Morin (1965: 18-19) vincula esta falta del hombre imaginario en la antropología de Marx a la limitada, y “burguesa”, concepción de la realidad que, según él, Marx asumía. Aunque captó la relación dialéctica (a la vez de continuidad y ruptura) que existe entre el hombre y la naturaleza, no obstante, Marx priorizó en exceso la relación tecnoeconómica con el mundo y presentó al hombre como dueño y señor de la naturaleza, descuidando la relación poética del hombre con el cosmos.

La antropolo­gía de Marx privilegia al hombre productor y considera como secundarios e irrelevantes al hombre lúdico, al hombre mitológico y al hombre imaginario. A diferencia de Freud, no pone (como hará Freud) la dimensión psicoafectiva en el centro de la problemática humana. Por todo lo anterior, la antropología de Marx es una antropología restringida, a la que Morin (1969: 76) quiere contraponer una “antropología generaliza­da”.

Por otro lado, el hombre genérico de Marx es dialéctico, dual, “lleva la contradicción en sí”, pero la contradicción “parece más lógica que real” (Morin 1965: 18), la dualidad se presenta como eliminable, no es admitida como “estructura de la persona” (Morin 1965: 18), como fundamental e irreductible, de modo que se presenta al inconsciente como reabsorbible por la consciencia y a la alienación (el “yo soy un otro”) como plenamente desalienable.

La problemática de la alienación resulta “justamente” central en la antropología marxiana, pero Marx entendió la alienación como histórica y superable, y propuso un modelo de hombre no alienado (el hombre genérico o total). Ahora bien, se pregunta Morin (1969: 77), ¿acaso no hay “una alienación constitutiva y estructural del ser humano”? Marx no ha visto que, como dijo Rimbaud, “yo soy otro”, no se ha percatado de la esencial e irreductible “alteridad” y “extrañeza” del hombre con respecto a sí mismo. Además, Marx valoró la alienación solo como algo negativo, como pérdida de sí y extrañeza. No advirtió que también hay alienaciones positivas a través de las cuales el ser humano participa en el mundo y se supera a sí mismo.

Según Morin (1965: 19-20), en Marx se da “una contradicción dramática” en lo que al progreso de la historia se refiere. Por una parte, Marx señaló cómo el progreso histórico se ha efectuado, paradójicamente, por el “lado malo”, es decir, a través de la explotación y la alienación. Pero, por otra parte, la solución socialista supone que basta con superar la sociedad capitalista para que se libere una “bondad” del hombre que permitiría en adelante a la historia progresar por el lado bueno. Es decir, que mientras que, por una parte, la dialéctica de la historia muestra implícitamente la indisociabilidad que existe en la historia entre su lado malo y su lado bueno, por otra parte, el final de la prehistoria humana presupone su disociabilidad. Para sortear esta contradicción, Marx atribuyó la explotación a la escasez y supuso que explotación y escasez serían suprimibles mediante el desarrollo de las fuerzas productivas y la revolución proletaria comandada por el partido comunista. Morin cuestiona estos dos supuestos.

Para Marx la explotación ha dominado la historia humana y ha sido su constante porque esta historia ha estado, a su vez, asediada por la penuria y el subdesarrollo económico; la escasez ha sido la causa de la explotación y de la alienación. Pero, según Morin (1965: 20) esta tesis marxista:

“confunde la causa y la condición de la explotación. La condición de la explotación quizá ha sido el subdesarrollo, o la escasez, pero la causa se encuentra en otra parte. Es necesario preguntarse por qué la escasez o el sudesarrollo provocaron la explotación en vez de la solidaridad, por qué las formas autoritarias y alienantes prevalecieron casi siempre sobre las formas cooperadoras, libertarias e igualitarias de organización social, las cuales serían las respuestas lógicas, racionales, a la indigencia mucho más que a la abundancia. Para Marx, parece lógico, ‘normal’, que un grupo no busque más que explotar a otro”.

Además, Marx depositó una fe mesiánica en el proletariado y el Partido encarnación del proletariado. Ahora bien, “la historia no ha cumplido correctamente el esquema revolucionario fijado por Marx” (Morin 1965: 22). El proletariado se ha aburguesado, ha sido dominado y disciplinado; los partidos comunistas, que en teoría deberían haber contribuido a extirpar la explotación, la domininación y la mentira, han contribuido a acrecentarlas. Ninguno de los dos ha cumplido su “misión histórica”.

Por tanto, la respuesta de Marx a la contradicción anteriormente planteada es, en opinión de Morin, fallida. Dicha contradicción y el problema de las aptitudes del hombre para la bondad permanecen. Este problema remite, a su vez, a la dimensión psicoafectiva del ser humano, cuestión que ─como hemos visto─ no fue planteada por la antropología de Marx.

¿A qué se deben estas insuficiencias de la teoría antropológica de Marx? Según Morin (1965: 17 y 19), al repudiar, tal y como expuso en su segunda tesis sobre Feuerbach, la comprensión del mundo en beneficio de su transformación, de la praxis, Marx habría abandonado demasiado pronto sus reflexiones antropológicas y así se quedó con “una noción atrofiada de hombre” en la que privilegia al hombre productor, al homo faber. Esta “insuficiencia”, “omisión” o “laguna” en la teoría antropológica del marxismo tuvo dos consecuencias teórico-políticas importantes.

La primera (Morin 1965: 23) fue que dicha omisión originó y posibilitó la formulación de las esperanzas mesiánicas marxistas. Son las lagunas de la teoría antropológica del marxismo las que, precisamente, le hicieron caer en la promesa de una salvación y de un paraíso terrenal ─logrados por el proletariado, el Partido y la revolución─, aspiraciones que el devenir de la historia ha mostrado como excesivas e irreales. Es, precisamente, ese hombre mítico, religioso, mágico, mesiánico ignorado por Marx el que en realidad subyace tras las tesis y aspiraciones marxistas pretendidamente científicas y racionales. La segunda consecuencia (Morin 1965: 17) fue que, al priorizar al homo faber, Marx situó la clave de la liberación del hombre en la apropiación colectiva de los medios de producción, en la superación de la infraestructura de la sociedad capitalista.

La antropología limitada de Marx, su atrofiado concepto de hombre, ha tenido repercusiones en la práctica política, suscitando una política igualmente atrofiada y de lancinantes resultados. Se requiere, pues, una reconsideración del hombre que nos permita corregir las insuficiencias de la antropología de Marx, reconociendo y asimilando sus aciertos. Para ello, en su Introduction à une politique de l’homme (1965) recurre al hombre freudiano.

6.2. El hombre freudiano

Freud aporta la dimensión psicoafectiva escatimada por Marx. De modo explícito, para Freud el hombre es fundamental y dialéctica­mente bueno-malo. Fundamentalmente, pues es el sujeto de un conflicto radical. Dialécticamente, ya que el bien puede nacer del mal y el mal del bien. El yo es inestable; está formado genéticamente y trabajado constantemente por el antagonismo entre eros y tánatos, así como por la lucha permanente entre la pulsión y la represión, el ello y el superyó. Las regresiones neuróticas y psicóticas son en principio “malas”, pero la neurosis mantiene la “salud” de la vida normal. En la antropología freudiana el hombre (bueno-malo) es constitucionalmente neurótico-sano, vive una persistente situación neurótica que es condición de su salud. Desde el origen, la relación con el mundo y con el prójimo hacen del ser humano un ser inadaptado y reprimido que se proyecta hacia los delirios de lo imaginario.

Según Morin (1965: 25), mientras que Marx solo ve en la alienación y en la estructura sana-neurótica del individuo un estado histórico superable a través de la revolución comunista, para Freud estas constituyen también, y de modo radical, un “estado antropológico”. El hombre comercia con lo imaginario; su substancia psicoafectiva vive siempre de la substancia ajena; es un ser hybrico de reacciones afectivas y sentimentales desaforadas.

El problema de las relaciones humanas es, para Morin, un problema antropológico general que nos remite a la estructura conflictual, neurótico-sana del hombre. Para él, la alienación no tiene su raíz en la falta de desarrollo de las fuerzas productivas, sino que renace potencialmente, perpetuamente. La explotación del hombre por el hombre no corresponde solamente a determinadas condiciones históricas, sino que (como señalaba ya el perspicaz análisis hegeliano de la relación amo-esclavo) incumbe también a las estructuras neuróticas de la existencia, a las relaciones neuróticas entre los hombres. Marx creyó que el ser humano podía cortar gordiana­mente las relaciones de explotación del hombre por el hombre en el nudo de la propiedad de los medios de producción (nivel que, por otra parte, Morin reconoce como uno de los nudos del problema multidimensional del ser humano), olvidando que las relaciones humanas deben ser tratadas en su doble infraestructura. Al ignorar la bipolaridad del problema humano y sus raíces antropológicas, la solución “marxiana” entrañaba el peligro de generar desarrollos político-sociales que aumentaran la explotación.

6.3. La necesaria conjunción dialéctica/dialógica de psique y homo faber

Si a la antropología marxista le faltaba la psique, a la antropología freudiana le falta el homo faber, pues, según Morin, Freud descuidó la ciencia, la técnica, el hombre productor. Para fundar una política que no esté mutilada es necesario conjuntar estos dos núcleos esenciales del ser humano:

“Unir Freud a Marx es conjuntar al núcleo del homo faber el núcleo de la psique. (…) Los dos núcleos constituyen como una bipolaridad en torno a la cual se ordena el fenómeno humano. Fundan dos infraestructuras, una produciendo el útil, la otra segregando el sueño. Estas dos infraestructuras dependen mutuamente la una de la otra, se encuentran frecuentemente en extraña comunicación, pero no podríamos reducirlas la una a la otra” (Morin 1965: 23).

“La ciencia se ha convertido en la infratextura de las infraestructuras. Animando, segregando la infraestructura económica, está la técnica en movimiento; animando, segregando a la técnica en movimiento está la investigación científica; animando la investigación científica está la invención; animando la invención, está la intuición obscura y que brota, el poder de lo imaginario; animando lo imaginario, está la psique; animando la psique, está la dialéctica global del ser humano, ella misma ligada a la dialéctica global de la sociedad, ella misma animada por las infraestructuras. Emblucamos así el círculo, practicando una rotación que pasa por lo imaginario (…). Así, en el más íntimo tejido de la ciencia, encontramos ligadas y antagonistas, dos infraestructuras: una, la psique y el sueño; la otra, el desarrollo técnico y económico. Aquí se impone la conjunción de Marx y de Freud para enunciar una teoría de la doble infraestructura, comunicante y rotativa” (Morin 1965: 41). 

Marx erigió el desarrollo tecnoeconómico como la infraestructura condicionante y fundó su antropología sobre ello. Pero, según Morin, es necesario situar la psique como segunda infraestructura y establecer una relación rotativa entre técnica y psique. A la noción (restringida) de hombre de Marx le falta la dimensión psicológica. Freud emplaza el problema “psicológico”, es decir, la psique y sus profundida­des (pulsiones, elohim o demonios), como núcleo del problema antropológico. De este modo, en Freud está lo que Marx soslaya; a saber: “el tronco psicoafectivo del ser humano, la persona concebida como ser complejo y contradicto­rio…” (Morin 1969: 81). La antropología general debe enfrentar el problema de la afectividad, auténtica “zona de sombra de la antropología”. Para ello, Morin estima necesario integrar la afectividad en una teoría del sistema psicoafectivo; li­gar esta teoría a una concepción de “la histeria generalizada” (concepción que faltaba en El hombre y la muerte), la cual, a su vez, debe constituir “el eje” de la antropología psicoafectiva; y establecer, a partir de estas bases, una teoría del yo. El acometi­miento del problema de la afectividad por parte de la antropología general es indefectible y prioritario para poder elaborar una “política del hombre”, una antropolítica (Morin 1969: 86).

6.4. La dimensión psicoafectiva del ser humano 

La antropología psicoafectiva se ocupa, como su nombre indica, de la dimensión psicoafectiva del ser humano, a la que Morin (por ejemplo, 1969: 138 y 2001: 104) se refiere también, de modo significativo, como “las cavernas interiores” y “el paleolítico interior” del hombre. Tres son las ideas principales que Morin ha desarrollado al respecto: 

1) Los seres humanos estamos habitados y poseídos por “instintos inacabados”, por “formas elementales, a la vez físicas, vivientes y psíquicas”, por “estructuras mentales persisten­tes”, por determinados elohim que estructuran nuestra personalidad según “extrañas leyes psico-imagina­rias” (Morin 1969: 182).

2) Dos sistemas clave vertebran la dimensión psicoafectiva del ser humano: el sistema del desdobla­mien­to y de la multiperso­nalidad, y el sistema mimético-metamórfi­co (9).

3) La histeria y la neurosis son no solo fenómenos patológicos excepcionales presentes en determinadas personas, sino también dimensiones constitutivas de lo humano, cualidades antropológicas centrales que afectan a todos los seres humanos. El ser humano es “homo hystericus” (Morin 1969: 144-145 y 149); la noción de neurosis ha de ser “referida a la naturaleza humana en general” (1973: 166).

Me ocupo a continuación de cada una de esas ideas que Morin vincula con su antropología de la psicoafectividad.

6.4.1 Los elohim: nuestros demonios

Elohim es el creador genésico, singular y plural a la vez, que aparece al principio del Libro del Génesis. Morin utiliza esta expresión para referirse a la fuente primordial, una y plural, de la que manan los afectos, de donde brota la unidad y la pluralidad del yo. Designa dos “elohim primordiales” que, a falta de mejores términos, opta por llamar Eros o Empatía y Tanatos o Agresividad; un demonio del amor y del bien, y un demonio del odio y del mal. En las relaciones humanas existe la maldad, “la voluntad de hacer el mal”, que es, en primer lugar, un deseo de eliminar al otro, de matarlo y, en segundo lugar, deseo de hacer sufrir (y de aquí la tortura, que no es reducible a su función utilitaria –obtener información, por ejemplo–, porque incluye también el gusto de lacerar por parte del verdugo). El yo ha de batallar contra estas tendencias perniciosas para dominarlas y evitar que lo subyugen. Junto a estos elohim primordiales señala Morin (1969: 238-242) otros elohim, tanto positivos como “mezquinos”. Los demonios mezquinos son la suficiencia, la arrogan­cia, la incomprensión, la indiferencia, la crueldad. Además, habla de un elohim de la reciprocidad (dar lo que se recibe), ejemplificado en el talión (“ojo por ojo”) y en el potlatch (“don por don”), y del elohim del sacrificio (toda realización y toda culpa exigen pagar un precio por lograrla o para expiarla, respectivamente) y del demonio de la culpabilidad. Los demonios interiores se exteriorizan manifestándose en la historia y en las instituciones sociales: “Las instituciones fundamentales ─etnográficas─ de la humanidad, es decir, el derecho arcaico ─talión, potlatch─, la magia como la religión ─con sacrificios, cultos, ritos propiciatorios, purificadores y disculpatorios─, las instituciones modernas ─Estado, Nación, Patria, Partido─ y, enfin, esa institución que es la persona (…) son los puntos de fijación de los demonios, sus habitáculos, sus instituciones” (Morin 1969: 190). 

6.4.2. Los dos sistemas de la antropología psicoafectiva 

Con respecto al tema de la dualidad y la multiperso­nalidad internas y potenciales existentes en cada ser humano, Morin (1969: 151-158 y 1973: 239-240, nota 3) recuerda cómo estas fueron ya reconoci­das por los pensadores clásicos y expresadas a través de la oposición pasiones/razón. Posteriormente, la psicología moderna redescubrió e investigó la dualidad antagonista del yo (el ello y el superyó freudianos, el doble de Rank, la pareja anima/animus de Jung). La litera­tura ha explorado también reiteradamente la multiplicidad humana. La experiencia del doble en la visión mítico-religiosa del mundo y en la formación de la personalidad durante la infancia (el “estadio del espejo” lacaniano) muestran también la alteridad/dualidad humanas. Para Morin, el fenómeno de la multipersonalidad, la alteridad y el desdobla­miento de la personali­dad no es solo algo “patológi­co”, sino un fenómeno antropológico “normal” y constitutivo. Los desdobla­mientos patológicos de personalidad (en los que el enfermo mental puede adquirir alternativamente distintas personali­dades, cada una incluso con una voz y una caligrafía propias) no son más que desmesuras de cualidades humanas consubstanciales.

El yo ─como el átomo─ es aparentemente una unidad simple, primera e irreductible, pero, en realidad, es un sistema heterogéneo y proteico, contiene múltiples personalidades más o menos desarrolladas, algunas de ellas solo potenciales y pasajeras, que emergen en función de las circunstan­cias. Morin (véase, por ejemplo, 2001: 103) distingue dos clases principales de multipersonali­dades: las personalidades íntimas, secretas, subterrá­neas, profundas; y las socializadas, los roles sociales.

Por lo general, suele haber una personali­dad dominante que intenta ejercer su soberanía sobre las personalidades secundarias e impedir que las personalidades virtuales se expresen. Nuestros ciclos y alternancias de depresiones y efusiones pueden ser percibidos como cambios de humor o de estado de ánimo de nuestra persona, pero también como la eclosión, sucesión y manifestación de personalidades disímiles.

Continuamente asumimos roles sociales, lo que supone adoptar un personaje según las circunstan­cias, enmascararnos y representar un papel (Morin 2001: 101-103). Y las máscaras no solo ocultan, no solo falsean el ─supuesto─ “rostro verdadero”, sino que también son medios de expresión. La vida como teatro va más allá de la vida como farsa. Teatralizar, desempeñar un papel, repre­sentar un personaje no puede reducirse a farsa y engaño. La escenificación de los sentimientos no resta verdad ni realidad a estos, sino que es precisamente a través de su puesta en escena como se ejercitan y van siendo interioriza­dos en el yo. De este modo, el sistema de multipersonalidades del yo es un juego histérico, un juego en el que lo verdadero y lo ficticio, lo real y lo imaginario, lo sincero y lo hipócrita están entremezclados. Al hablar en este contexto de “histeria” Morin se refiere a la dualidad o duplicidad fundamental que, según él, existe en el seno del yo entre dos fenómenos antagónicos: la simulación imaginaria y la sinceridad realista. La relación del sujeto consigo mismo, con los otros y con el mundo es semiimaginaria (sobre el homo hystericus, puede verse Gómez 2003: 49-52).

Las multipersonalidades son, unas con respecto a otras, tanto complementa­rias como antagonistas. Frecuentemente se producen desajustes y conflictos entre las diversas personalidades profundas, entre estas y los distintos roles sociales y entre estos entre sí. Conflictos que, a su vez, suscitan la creación de personalidades imaginarias. Las multipersonalidades que son potenciales u ocasio­nales en un individuo concreto, se hallan real y efectivamente desplegadas en el conjunto de las individualidades humanas.

Pero, para Morin,  el yo no es solo un sistema de desdoblamiento y de personalidades satélites, es también una fuente de irradiación energética y de captación de energías (mímesis, metamorfosis, proyecciones e identifica­ciones). El yo se torna también múltiple imitando alterida­des; posee una aptitud simpática para devenir otro emulando personajes imaginarios o reales y una aptitud para secretar, inventar ─en la fantasía, la imaginación, el sueño, el juego─ personajes; tiene una gran capacidad “mimético-metamórfica”, una formidable capacidad para remedar personajes y transformarse en ellos. En la lectura, el cine, el teatro vivimos imaginariamente los personajes, los imitamos. Somos actores e imitadores aptos para asimilar personali­dades exteriores y dejarnos semiposeer por ellas. Estos procesos mimético-metamórficos son procesos de proyección-identificación movidos por la lógica psicoafectiva.

6.4.3. La histeria y la neurosis constitutivas de la humanidad

Para comprender la globalidad antropológica que Morin atribuye a la neurosis (a la que ya hemos hecho referencia) debemos tener en cuenta que la hipercomplejidad cerebral suscita incertidumbres, desórdenes, angustias, conflictos, crisis. También la sociedad y la cultura (prohibiciones y represiones) y la consciencia de la muerte son fuentes de ansiedad. A estas fuentes de crisis, el hombre responde con la neurosis, respuesta de carácter mítico, mágico, ritual y religioso mediante la cual calma todos las anteriores emanaciones desencadenantes, se sobrepone a ellas, obtiene seguridad y protección, y se readapta a la realidad exterior, a su sociedad y a su mundo interior (su cerebro-espíritu plagado de seres noológicos: ideas, símbolos, dioses, fantasmas, etc.). Magia, mito, rito y religión, que constituyen “elementos primordiales de la arquecultura del sapiens” (Morin 1973: 169), son para Morin (quien sigue aquí la fórmula freudiana que caracteriza a la religión como “neurosis obsesiva de la humanidad”) “respuestas neuróticas básicas” (Morin 1973: 169) que se dan ante el elenco de incertidumbres, crisis, desórdenes, etc. suscitado por la hipercomplejidad cerebral. Al englobar e institucionalizar la mitología, la magia, el rito y la religión, la cultura “toma a su cargo el compromiso antropológico de la neurosis” y ofrece a los individuos “patterns adaptativos” de seguridad y adaptación. Sin esta solución neurótica, “la humanidad no hubiera logrado sobrevivir” (Morin 1973: 169) pues, como escribió T. S. Eliot, “Human kind cannot bear very much reality”: “El género humano no puede soportar demasiada realidad”.

 

7. La construcción psicoafectiva, imaginaria, mágica e histérica de la realidad

El ser humano (“estructuralmente homo duplex”) reifica sus sentimientos, ontologiza su afectividad, proyecta su interior psicoafectivo hacia el exterior objetivando sus proyecciones. De este modo, la realidad es siempre, para el ser humano, un híbrido surtido, por un lado, de una “armadura” forjada con innumerables relaciones y constancias objetivas, y, por otro, de una “substancialidad” aportada por “la naturaleza histérica de la afectividad” (Morin 1969: 145).

Morin (1969: 344) no entiende la realidad como “un fundamento ontológico” independiente del sujeto que la concibe, sino como “un dato relacional”, como una “relación entre el hombre y el mundo”, relación que constituye la “relatividad de la realidad”. La realidad es, en parte, resultado de las actitudes existenciales e intelectuales del sujeto. Este no solo la organiza a través de principios o procesos de racionalidad o racionalización, los cuales se despliegan en todos los niveles de la experiencia sensible aportando los marcos de referencia y las estruc­turas de integración que dotan de identidad al objeto, sino que también la compone a través de procesos o principios psicoafectivos: “Nuestra realidad es la fusión, de una parte, del universo ideal-lógico-racional-matemático-abstracto y, de otra parte, del universo existencial-afectivo-histérico-imaginario” (Morin 1969: 345). Lo “real” resulta siempre de una reificación parcial dependiente de un “sentimiento de realidad” proporcionado por el sistema psicoafectivo; este crea un sentimiento de realidad, reifica, confiere substancia y existencia; “secreta, en suma, el carácter ontológico de la existencia, el carácter existencial del ser, el carácter substancial de la reali­dad” (Morin 1969: 143). Los intercambios psicoafectivos con los otros, la sociedad o el mundo se efectúan mediante procesos de proyección-identificación.

Esto hace que lo real tenga una dimensión emotiva, semiimaginaria, mágica e histéri­ca. “La fórmula ‘realidad semi-imaginaria del hombre’ quiere indicar que si lo imaginario es semi-real, lo real es semi-imaginario…” (Morin 1969: 38); “la realidad es el producto de una actitud existencial-intelectual que comporta un ingrediente mágico. La realidad no es únicamente producto de la magia, pero no puede prescindir de la magia, aquí con dominante reificadora” (Morin 1969: 39). Existe aquí un tronco común entre el principio de reificación-realidad y la magia, ya que esta es también un principio de reificación. El sistema psicoafectivo (procesos de proyección-identificación) comanda tanto los sentimientos como la magia, que también se ordena a partir de los procesos psíquicos fundamentales de proyección-identificación. La diferencia entre estos está, como ya hemos visto, en que, mientras que los sentimientos son subjetivos, los fenómenos mágicos son asumidos y vividos como realidades objetivas. La realidad es una “histeria razonable” (Morin 1969: 346). El hombre insufla histéricamente realidad al mundo mediante los procesos de proyección-identificación propios de la participación psicoafectiva. Los procesos racionalizado­res y los procesos afecti­vos pueden ser ambos tanto principios de realidad como de irrealidad.

 

8.  La demencia constitutiva de lo humano y sus bases neurocerebrales

8.1. Homo demens

Todos los aspectos psicoafectivos y emocionales presentes en los mamíferos, los primates y los homínidos que anteceden a homo sapiens sapiens adquieren en este una intensidad vehemente y arrolladora; hacen del hombre un ser de hybris, de excesos, fácilmente presto a la desmesura. Los afectos y sentimientos de todo tipo, así como sus manifestaciones (risas, llantos, etc.), adquieren en nosotros un desarrollo inusitado. El control deficiente de la agresividad mediante mecanismos genéticos, instintivos, dispone para que se desaten todas las pasiones violentas (asesinatos, destrucciones, matanzas y carnicerías, cóleras, odios). Homo sapiens es también Homo killer (Morin 2001: 131-133). Lo onírico y eros (en los animales circunscrito al período de celo) se desbordan. El orgasmo de sapiens es, en general, mucho más violento, convulsivo, profundo y espasmódico que el de cualquiera de los primates. Además, el hombre busca con fruición, mediante la toma de hierbas, licores y drogas, y a través de fiestas, danzas y ritos, entrar en estados de excitación, entusiasmo, paroxismo y éxtasis. Todo lo cual nos muestra “que lo que caracteriza a sapiens no es una disminución de la afectividad en beneficio de la inteligencia sino, por el contrario, una verdadera erupción psicoafectiva e incluso, la aparición de la hybris, es decir, la desmesura” (Morin 1973: 129).

La regresión de los programas genéticos, la ambigüedad entre lo real y lo imaginario, las proliferaciones fantasmagóricas, la inestabilidad psicoafectiva, la hybris y el “ruido y la furia” (luchas por el poder, conflictos, destrucciones, suplicios, masacres y exterminios, etc.) de la era histórica son factores permanentes de desórdenes. Si consideramos todos estos fenómenos, entonces:

“Aparece el semblante del hombre oculto bajo el emoliente y tranquilizador concepto de sapiens. Se trata de un ser con una afectividad intensa e inestable, que sonríe, ríe y llora, ansioso y angustiado, un ser egoísta, ebrio, extático, violento, furioso, amoroso, un ser invadido por la imaginación, un ser que conoce la existencia de la muerte y que no puede creer en ella, un ser que segrega la magia y el mito, un ser poseído por los espíritus y por los dioses, un ser que se alimenta de ilusiones y de quimeras, un ser subjetivo cuyas relaciones con el mudo objetivo son siempre inciertas, un ser expuesto al error, al yerro, un ser hybrico que genera desorden. Y puesto que llamamos locura a la conjunción de la ilusión, la desmesura, la inestabilidad, la incertidumbre entre lo real y lo imaginario, la confusión entre lo objetivo y lo subjetivo, el error y el desorden, nos sentimos compelidos a ver al homo sapiens como homo demens” (Morin 1973: 131).

La originalidad del hombre no se limita al prodigioso y complejizador desarrollo que este realiza de la técnica, la sociedad, el lenguaje, el conocimiento, la racionalidad, la cultura (es decir, no se limita a su sapiencia), sino que lo que constituye su “rasgo específico absolutamente original” (Morin 1974: 741) es “el surgimiento de lo imaginario fuera del dominio cerrado del sueño, el surgimiento del mito y la negación mitológica de la muerte, todo esto en relación con un cerebro no solamente más rico en neuronas que el de todos sus predecesores, no solamente dotado de nuevos dispositivos aptos para organizar la experiencia, las ideas y la acción de modo no preprogramado sino estratégico, sino que además funciona con muchos desórdenes y dotado de una regulación muy falible que generan tanto una aptitud para el delirio y la destrucción como para el genio y la creación” (Morin 1974: 741).

La originalidad del hombre no está en su carácter de sapiens, sino en que “homo es a la vez sapiens-demens” (Morin 1974: 742). Y es precisamente en “la consubstancialidad, la dialectización, la inestabilidad y, en el límite, la incertidumbre entre lo que, en el hombre, es sapiens y lo que es demens” (Morin 1974: 742) donde se halla la enorme complejidad, la “hipercomplejidad”, humana; es en “la nueva relación entre orden y desorden, entre destrucción y creación, entre sapiencia y demencia, que el hombre introduce en el mundo” (Morin 1974: 745), donde reside el nivel de complejidad “propiamente original” del hombre.

Dado el enraizamiento cósmico de lo humano (Morin 2001: 27-31), la dialógica física entre orden/desorden/organización (expuesta y desarrollada por Morin en el primer volume de El método; véase Solana 2001: 225-258), se pone de manifiesto en nuestra naturaleza dialógica de sapiens demens:

“El hombre sapiens es el ser organizador que transforma lo aleatorio en organización, el desorden en orden, el ruido en información. El hombre es demens en el sentido en que está existencialmente atravesado por pulsiones, deseos, delirios, éxtasis, fervores, adoraciones, espasmos, ambiciones, esperanzas que tienden al infinito. El término sapiens/demens no solo significa relación inestable, complementaria, de competencia y antagonista entre la ‘sensatez’ (regulación) y la ‘locura’ (desajuste), significa que hay sensatez en la locura y locura en la sensatez” (Morin 1977a: 419).

Al igual que no se pueden disociar en el cosmos sus caracteres “dementes” (desórdenes, turbulencias, cataclismos, estallidos, etc.) de sus caracteres “sensatos” (orden, ley, organización), tampoco puede disociarse en el hombre su sapiencia de su demencia. Ahora bien, los aspectos demenciales no representan solamente un handicap para homo sapiens, sino que se hallan estrechamente vinculados a su sapiencia. Como ya hemos visto, existe una “relación consustancial” entre el homo faber y el hombre mitológico; entre el pensamiento objetivo, técnico, lógico y empírico; y el pensamiento subjetivo, fantasmagórico, mítico y mágico; entre el hombre racional, consciente y capacitado para autocontrolarse y el hombre irracional, inconsciente, incontrolado. No es posible oponer sustancial y abstractamente homo sapiens a homo demens. Los progresos de la complejidad, de la invención, de la inteligencia y de la sociedad se han producido “a causa, con y a pesar de y a un mismo tiempo” que el error y lo imaginario. Para comprender al hombre debemos recurrir a las nociones, antagónicas y complemen­tarias, de sapiens y de demens.

Según Morin, “la creatividad, la originalidad y la eminencia de homo sapiens tienen el mismo origen que el desajuste, el vagabundeo y el desorden de homo demens”, a saber: la hipercomplejidad del cerebro humano, de un cerebro de 1500 cm3, 10.000 millones de neuronas y 1014 sinapsis. Veremos a continuación cuáles son las fuentes cerebrales de la demencia de sapiens y cómo estas son al mismo tiempo necesarias para su sapiencia.

8.2. Cerebro, demencia y sapiencia

Morin (1973: 151-152; 2001: 122-127 y 134-135) relaciona la dialógica demencia-sapiencia propia del ser humano con los cuatro siguientes factores: 1) la debilidad y epifenomenalidad de la consciencia, 2) la ambigüedad y la indistinción que rigen la relación entre lo imaginario subjetivo y la realidad exterior objetiva; 3) “el retroceso y las interferencias sufridas por el programa genético a causa del aumento del ‘ruido’ y de las capacidades”; y 4) la débil estabilidad jerárquica de las actividades cerebrales, entendido el cerebro como un “sistema triúnico”.

A continuación, en los subapartados que siguen, me ocuparé, primero, de cada uno de esos cuatro factores y, luego, en un quinto apartado, referiré y sintetizaré la distinción que Morin traza entre estados límites y estados intermedios en el funcionamiento cerebral.

8.2.1. Las debilidades de la consciencia

La consciencia (véase Morin 1965: 39 y 1973: 158-163) es insuficiente debido a su “fragilidad”, tanto “constitucional” (la argumentación discursiva incide rara y escasamente en las tomas de consciencia; estas suelen requerir períodos de crisis y procesos inconscientes que nos van modificando subterráneamente; determinados procesos afectivos vetan y detienen las tomas de consciencia) como “operacional” (“los efectos de la toma de consciencia son limitados”). Por todo esto, la consciencia suele permanecer subdesarrollada como un epifenómeno sin llegar a convertirse en epicentro de la conducta humana.

8.2.2. La ambigüedad entre lo imaginario y lo real

La percepción empírico-racional de lo real no es un reflejo de la realidad, sino que consiste en la construcción –la partir de una dialógica entre el aparato neurocere­bral y el mundo exterior– de una representación o imagen mental. Esta representa­ción se forma mediante un proceso recursivo que, partiendo del ojo (células retinianas), va hacia el cerebro, el cual remite al ojo una imagen mental “que se proyecta sobre el mundo exterior” (Morin 1986: 118). Del mismo modo, también nuestros sueños e imaginaciones son representa­cio­nes, imágenes mentales proyectadas. Los mundos antagonistas de lo real (percepción y exploración empírico-racional de lo real) y de lo imaginario (ilusiones, sueño, mito) son complementarios e iguales en el sentido de que ambos parten de la representación, lo que hace que sean fácilmente confundibles, que lo imaginario pueda ser considerado como real.

Morin no ignora que, ciertamente, existen diferencias entre la percepción real y las visiones imaginarias. En primer lugar, la percepción, si bien no constituye una copia de lo real, sí que mantiene una relación con el mundo exterior; en la percepción el aparato neurocerebral recibe determinaciones objetivas procedentes del mundo exterior; la representación de la realidad “puede ser concebida como la producción de un analogon cerebral/espiritual de la realidad percibida” (Morin 1986: 119). En segundo lugar, en la percepción real el aparato neurocerebral ejerce sobre las apariencias exteriores un “control organizador”, imponiéndoles marcos espacio-temporales y sometiéndolas a esquemas de identificación y objetivación (como los de constancia); de este modo elabora la estabilidad y la coherencia características de la percepción real. Estos dos caracteres no rigen en la representación imaginaria. En esta hay una desconexión con respecto a la realidad exterior, y la imagen apenas está organizada y controlada en función de los marcos espacio-temporales y de los esquemas de objetivación, estabilidad e identificación.

Ahora bien, entre la percepción real y la representación meramente imaginaria no existe diferencia alguna, intrínseca a la imagen misma, y esta es la razón de que la alucinación se le imponga al alucinado como percepción verdadera en vez de como ilusión imaginaria (véase Morin 1981: 18-19 y 1986: 121): “El cerebro no posee ningún mecanismo interno que le permita distinguir entre los estímulos externos y los estímulos internos, es decir, entre el sueño y la vigilia, entre la alucinación y la percepción, entre lo imaginario y lo real, entre lo subjetivo y lo objetivo” (Morin 1973: 147). Por ello, el error, la ilusión, la confusión entre lo imaginario y la realidad, entre lo subjetivo y lo objetivo, son siempre posibles y la ambigüedad e incertidum­bre de los mensajes que llegan al cerebro resultan imposibles de eliminar. El recurso a la verificación en el medio ambiente, al control lógico, a la práctica y a la cultura, si bien constituyen instancias a través de las cuales desvelar ambigüedades y errores, no obstante no pueden disipar de forma absoluta la ilusión y el error que “nunca dejarán de acompañar la actividad pensante de sapiens” (Morin 1973: 148).

Pero las interferencias entre la percepción de lo real y los brotes imaginarios no solo conducen a ilusiones y delirios, también conducen a la invención creadora. De este modo, “en la aventura del conocimiento hay una relación dialógica, recursiva e incluso hologramática entre la sapiencia y la demencia humanas (estando la una totalmente inscrita en la otra a la manera del ying-yang)” (Morin 1986: 124-125).

Según Morin (1973: 153-154, nota 3),

“lo que nosotros denominamos realidad se haya siempre impregnado de afectividad y de imaginación”, y “la objetividad solo puede ser concebida por un sujeto”, por lo que “no encontramos, de una parte, el reino de la objetividad y de lo real, que puede ser aislado por completo de la subjetividad y de lo imaginario, y de la otra las ilusiones de lo imaginario y de la subjetividad. Existe oposición entre ambos términos, pero, inevitablemen­te, se hallan abiertos uno para el otro de forma compleja, es decir, complementaria, competitiva y antagónica a un mismo tiempo”.

Lo cognitivo no es separable de lo existencial (de las carencias, los deseos, las necesidades, las inquietudes, las pulsiones), de lo sexual (el “cerebro bi-hemisférico”), de los estados emotivos (los dos haces hormonales), ni de lo pulsional y afectivo (el “cerebro triúnico”). Nuestras interpretaciones de la realidad no son independientes de nuestros estados psíquicos profundos (optimismo, depresión, felicidad, pesimismo, etc.) y varían en función de ellos. Lo que consideramos como real pierde o adquiere consistencia según nuestros estados psicoexistenciales. Nuestros deseos y temores contaminan nuestras ideas ─que creemos “puras”, obedientes a la lógica de la pura realidad─ y modelan nuestra visión del mundo. Las ansiedades, las carencias, las necesidades y los miedos personales suscitan nuestras “obsesiones cognitivas”, a las que intentamos dar “respuestas aliviadoras”, y que animan y fundan la investigación y el conocimien­to. Además de factores culturales biocerebrales (la estabilización de los circuitos sinápticos, que elimina la posibilidad de otros circuitos) de adhesión a nuestras ideas, hay también factores individua­les, subjetivos y existenciales.

Ahora bien, si, como hemos visto, el conocimiento humano no puede prescindir de sus aspectos existenciales y afectivos, no obstante Morin nos exhorta a luchar contra los extravíos a los que estos pueden conducirlo. Para no encadenarnos a “las existencialidades del conocimiento” debemos, a la vez que vivimos con/de ellas, distanciarnos de ellas desconfiando de las certidumbres tranquilizadoras, buscando la verdad “más allá del principio del placer” y autoanalizándonos continuamente. Y esto es posible, entre otras razones, porque la determinación entre lo pulsional y lo intelec­tivo no es unilateral, no va solo desde lo existen­cial hacia lo intelectivo, sino que se establece un bucle entre ambas instancias, de manera que, aunque nuestras ideas y conocimientos tengan una fuente existencial, pueden empero emanciparse relativamente de sus condiciones existenciales de emergencia, retroactuar sobre estas y modificarlas.

8.2.3. Los desórdenes de la hipercomplejidad cerebral

Para Morin (1986) el cerebro no es solo un sistema complejo ni una unitas multiplex, sino que es un complejo de sistemas complejos y una multiplicidad de unitas multiplex: unidad bihemisférica, unidad triúnica (véase un poco más adelante), poliunidad intermodular (10), unidualidad de los haces hormonales (11). Esta multiplicidad de sistemas complejos en la que consiste el cerebro hacen de él un sistema hipercomplejo. Un sistema hipercomplejo se caracteriza esencialmente por una disminución de las coacciones; por jerarquizaciones, especializaciones y centralizaciones débiles, debido a lo cual depende más de las intercomunicaciones; por un aumento de aptitudes organizativas; y, como consecuencia de todo esto, por estar más sometido al desorden, al “ruido”, al error. En tanto que sistema hipercomplejo, el cerebro manifiesta los siguientes caracteres:

a) Cuanto más complejo es el cerebro, menos sometido está a las rígidas coacciones de un programa genético y menos reacciona con respuestas unívocas a los estímulos del medio ambiente. Pero, aunque se produce una “regresión de los comportamientos genéticamente programados”, sin embargo “tales mensajes genéticos no han desaparecido de un modo absoluto”, se manifiestan, pero son “dejados de lado” por las aptitudes organizativas y por la información cultural. De este modo, Morin puede suponer “que en homo sapiens hay toda una parte ‘instintiva’ que de un modo continuado está siendo hecha añicos” (Morin 1973: 142).

b) El cerebro de sapiens “es policéntrico, sin que exista predominio de ninguno de sus centros; las relaciones entre sus diferentes regiones se establecen de forma débilmente jerarquizada mediante una serie de interacciones e interferencias, e incluso observamos la existencia de fenómenos de inversión de jerarquía” (Morin 1973: 139-140).

c) Debido a los dos puntos anteriores, en el cerebro se haya presente continua­mente un “ruido de fondo” producido por las comunicaciones entre sus disímiles núcleos, por las imaginaciones, las alucinaciones y los sueños. A partir de este “ruido de fondo”, sobre y desde él (es decir, sobre y desde la confluencia de ideas, imágenes y recuerdos, y sobre y desde el “ruido” del sueño) las aptitudes o capacidades cerebrales construyen el logos, el discurso, el pensamiento, la razón. La proliferación onírico-alucinatoria conlleva, ciertamente, un enorme despilfarro y es causante de errores mortales y de delirios. Pero, al mismo tiempo, constituye la infratextura imprescindible para la creatividad: “sueños y alucinaciones dan lugar de modo incesante a nuevas, extrañas y sorprendentes combinaciones, mezcla de coherencia e incoherencia”, combinaciones e invenciones “ruidosas” y desordenadas que, modificadas, organizadas e integradas, “suministran a la creación lógica un flujo ya espasmódicamente creador” (Morin 1973: 144). De hecho, el surgimiento de una nueva idea muchas veces se ha vinculado a momentos de súbita inspiración, alucinaciones y sueño. Es en este sentido en el que el sueño es poiesis, creación:

“Así pues, lo que debemos hacer no es disociar la imagen onírica y la imaginación creativa, sino asociarlas, poner en estrecho contacto al hombre imaginario con el hombre que imagina (…). La imaginación, ‘la loca de la casa’, es a un mismo tiempo el hada de la casa en este juego ininterrumpido que nos lleva de la alucinación a la idea, de la afectividad a la praxis, de este juego que, por otro lado, ha sido el manantial del que han brotado innovaciones de todo orden para impulsar y enriquecer el proceso evolutivo de la humanidad” (Morin 1973: 147).

8.2.4. La débil estabilidad del cerebro triúnico

Según la concepción triúnica del cerebro propuesta por MacLean (1970) y después por Laborit (1970) (12), desde el punto de vista de la herencia filogenética pueden distinguirse en el cerebro tres partes: 1) el paleoencéfalo: constituido por el tronco cerebral, con el hipotálamo, herencia del cerebro reptiliano y fuente de la agresividad y de las pulsiones primarias; 2) el mesocéfalo: integrado por el sistema límbico y el hipocampo, herencia del cerebro de los primeros mamíferos y sede de la afectividad y la memoria a largo plazo; 3) el neocéfalo: formado por el córtex asociativo, escasamente desarrollado en peces y reptiles, resulta específico de los mamíferos superiores y de los primates, y se verá coronado por el neocortex de sapiens; es la sede de las operaciones lógicas.

Morin (véase, por ejemplo, 2001: 60-61) no entiende esta triunicidad como “tres en uno”, como si el cerebro humano se hallase formado por tres estratos superpuestos, incomunicados y cada uno condicionante de unas funciones específicas, sino como “uno en tres”: si bien cada una de las partes es delimitable, sin embargo pueden ser consideradas como “herencias filogenéticas, atrofiadas o modificadas a causa de las sucesivas reorganiza­ciones efectuadas en el transcurso del proceso evolutivo”, de manera que, en el caso de que hubiese funciones dependientes de alguna de las partes, “no sabríamos cómo someterlas a un auténtico análisis fuera del marco proporcionado por las interacciones e interferencias del conjunto total” (Morin 1973: 150). De este modo, el cerebro se manifiesta como “una máquina policéntrica”, polifónica.

Morin reconoce explícitamente que la concepción de MacLean es hoy desdeñada por la gran mayoría de los neuroinvestigadores. No obstante, considera que la idea del cerebro triúnico “es interesante porque a su manera revela la integración en el unitas multiplex cerebral humana de una herencia animal superada aunque no abolida”, permitiéndonos, así, considerar el cerebro humano como un complejo a la vez reptil, mamífero, primático y humano. Además, la integración de la herencia animal del cerebro humano constituye una introducción epistemo-cerebral a la problemática de homo sapiens demens (véase Morin 1973: 150 y 1986: 105), pues a partir de ella Morin dilucida el fenómeno de la fragilidad de la racionalidad, de la conexión compleja entre racionalidad, afectividad y pulsión existente en el seno del conocimiento: “En contra de lo que nos parecería lógico, no existe jerarquía razón/afectividad/pulsión, o más bien existe una jerarquía inestable, permutante, rotativa entre las tres instancias, con comple­menta­riedades, competencias, antagonismos y, según los individuos o los momentos, dominación de una instancia e inhibición de las otras” (Morin 1986: 104). El conocimiento racional puede ser dominado por la afectividad y las pulMorin siones. Inversamente, el conocimiento, aun el más racional, puede movilizar afectividades y pulsiones poniéndolas a su servicio.

La “inestabilidad triúnica” del cerebro, que conlleva que este no esté sometido al control jerárquico de la razón neocortical, es fuente de demencia. Mientras que nuestra dimensión sapiens estaría ligada a la posibilidad de que la afectividad y las pulsiones puedan ser reguladas por el córtex superior, nuestra dimensión demens aparecería relacionada con la débil jerarquización del sistema cerebral triúnico y con la facilidad con que sus dispositivos de regulación pueden ser desajustados por los afectos y las pulsiones.

Pero, por otro lado, si no existiese la posibilidad de esta inestabilidad tampoco existiría la genial sapiencia del ser humano. Según Morin, el talento de sapiens está basado en las intercomunicaciones entre lo real y lo imaginario, lo lógico y lo afectivo, lo consciente y lo inconsciente. Y estas intercomunicaciones son posibles, precisamente, por la inestabilidad triúnica y la carencia de jerarquización que esta implica. Gracias a esto, el logos puede ser irrigado y alimentado por la afectividad, los deseos, los sueños, los miedos, etc., de los que obtiene savia creadora:

“La demencia de sapiens es la insuficiencia y la ruptura de los controles, pero el talento de sapiens es también no hallarse totalmente prisionero de [esos controles], ni del [control] de lo ‘real’ (el medio ambiente), ni del [control] de la lógica (el neocórtex), ni del [control del] código genético, ni del [control] de la cultura o de la sociedad. El talento de sapiens reside en controlar todos y cada uno de los controles” (Morin 1973: 154).

De este modo: “La demencia es el precio de la sapiencia” (Morin 1973: 154). Como escribió Lacan en L’Enfance aliénée (cit. por Morin en 1973: 154): “la esencia del hombre, no solamente no puede ser comprendida al margen de la locura, sino que dejaría de ser tal si no llevara en sí misma la locura como límite de su libertad” (véase también Morin 2001: 140-142).

8.2.5. Estados extremos e intermedios de la hipercomplejidad cerebral

Esa máquina hipercompleja que es el cerebro de homo sapiens demens puede encontrarse en estados límites extremos o en estados intermedios. En el extremo positivo de los estados límites, nos encontramos con estados donde el juego entre el orden y el desorden resulta organizador, inventivo y creador, y en los que la consciencia rige como epicentro. En el extremo negativo de los estados límites, nos hallamos con estados de demencia, en los que se incluyen las violencias destructivas y las agresividades delirantes, y que son provocados, más que por manifestaciones de nuestra agresividad animal, por “la irrupción de pulsiones incontroladas genética, cortical y ambientalmente, que al desencadenarse se sirven del aparato operativo-racionaliza­dor y, eventualmente, de los aparatos socioculturales” (Morin 1973: 170-171). Los estados intermedios son los estados hybricos, críticos, neuróticos (a los que ya nos hemos referido).

Ahora bien, una vez distinguidos, hay que decir que Morin no opone de forma absoluta los anteriores estados; entre ellos no es posible delinear fronteras nítidas y férreas. No es posible conseguir un estado plenamente optimizado, es decir, un estado en el que el talento de sapiens “se desplegara en y por eliminación de todo riesgo de crisis, de error, de desorden y de locura”. Y no es factible porque, como hemos visto, los talentos de la máquina cerebral hipercompleja contienen, como ingredientes necesarios para su funcionamiento, los aspectos demenciales que en cualquier momento pueden degradarla y corromperla. No podemos establecer una regla o norma ideal y apriorística que asegurara el funcionamiento pleno y permanente de la hipercomplejidad cerebral en su nivel óptimo. Pero, si bien la demencia no podrá nunca eliminarse, pues es “ontológica” y se ubica “en las más profundas raíces” de sapiens, no obstante el ser humano sí que puede perfeccionarse y desarrollarse de modo que disminuya sus demencias (hybris, desórdenes, neurosis). El cerebro humano tiene no más de 100.000 años de edad, por lo que en términos evolutivos aún “está en rodaje” (Morin 1973: 171) y no ha podido desarrollar sus todas sus posibilidades. Por ello, “la hipercomplejidad antropológica ─individual, social, cultural─ está aún muy lejos de haber alcanzado su pleno desarrollo. La hipercomplejidad no puede ser optimizada, sino que está subdesarrollada y se la puede desarrollar”. La definición del hombre que propone Morin (1973: 172) es “una definición abierta”.

 

Para concluir: homo complexus y antropolítica, desesperanzas y esperanzas

Para Morin, la política debe apoyarse en una teoría o ciencia del hombre, en una antropología general, ha de ser una antropolítica. Esta pretension aparece ya claramente formulada en Introduction à une politique de l’homme (1965). En esta obra, considera que la antropolítica debe proyectarse como una política del desarrollo integral del ser humano, lo que le lleva a una reflexión sobre las nociones de desarrollo, progreso y subdesarrollo, y sobre el modelo de desarrollo propio de la modernidad occidental (véase, en especial, Morin 1977b, y Morin y Kern 1993). Nuestro autor cuestiona las bases antropológicas que, según él, subyacen al modelo de desarrollo occidental (basado en la industrialización, el crecimiento económico ilimitado, la urbanización, el consumismo y el progreso científico-técnico). A su juicio, dicho modelo se ha edificado sobre “el mito limitado del homo sapiens/faber” (Morin 1977b: 226). Si el ser humano es esencialmente homo sapiens/faber, entonces parece lógico que el desarrollo humano se conciba fundamentalmente como progreso económico y científico-técnico. Múltiples razones explican que esto haya sido así. Una de ellas ha sido la carencia de “una verdadera teoría del hombre” (Morin 1977b: 226). Las nociones economicistas de desarrollo y de subdesarrollo nacen “de un pensamiento antropológico subdesarrollado” (Morin 1965: 12). La antropología compleja nos muestra cómo el hombre no puede ser reducido a su dimensión de sapiens/faber, sino que posee también una dimensión mítico-poética, imaginaria, emocional y afectiva que no puede ser menospreciada, a riesgo de mutilación y de empobrecimiento de lo humano:

“Tenemos necesidad de superar la noción de hombre técnico (homo faber) asociándole indisolublemente la de hombre imaginario (que imagina, sueña, crea fantasmas, mitifica). Tenemos necesidad de superar la noción de homo sapiens con la noción de homo sapiens/demens, la única que permite considerar la capacidad del homo sapiens para producir poesía y arte, sueño y delirio, locura y horror, la única que nos hace capaces de comprender que la locura puede ser productora de virtud y de sabiduría… Digo ‘tenemos necesidad’, no por preocupación académica de proponer una definición menos mutilada del hombre, sino porque nuestra visión tecnoeconomista de la sociedad se funda en la concepción unidimensional/reductora del homo faber/sapiens, la cual emana a su vez de nuestra civilización tecnoeconómica. Nos encontramos en un ciclo infernal en el que la realidad tecnoeconómica de nuestra sociedad y el paradigma de homo sapiens/faber se determinan entre sí y uno sobre el otro” (Morin 1981: 109-110).

Para impulsar una metamorfosis socioeconómica que le permita a la humanidad colocarse en la vía de un desarrollo realmente humano (sobre esta vía, véase Morin 2011), es necesario superar los subdesarrollos morales, afectivos y psíquicos de los que los seres humanos adolecen. Pero, para Morin, estos males no son solo penurias (disettes) psicoafectivas históricas propias de las sociedades occidentales burguesas desarrolladas; son también consecuencia de la carencia (carence) o miseria moral, mental y afectiva ligada a la naturaleza humana y presente a lo largo de la historia en todas las sociedades. Son, pues, males que provienen “del ser del hombre (mal ontológico) y de su situación en el mundo (mal metafísico)” (Morin 1965: 58). Además, quienes opinan que la panacea está en el desarrollo de la cultura y de la civilización olvidan que estas, a la vez que soluciones y bienes, conllevan también en sí y por sí mismas problemas y males. Más aún, obvian el vínculo crucial que existe ─en toda civilización, arcaica o moderna, y, por tanto, también en la nuestra─ entre civilización y barbarie (Morin 2005). Como Walter Benjamin (1940) comprendió, todo desarrollo de civilización presenta un reverso de barbarie; como Freud (1930) vio, el desarrollo de la civilización causa represiones que van acumulando subterráneamente una barbarie latente presta a estallar si se dan las circunstancias. En todo individuo y en toda sociedad existen potencias de destrucción y de autodestrucción latentes. La civilización es una delgada película en la superficie social y en nuestra propia superficie mental, una costra apenas endurecida que puede desprenderse en cualquier momento para dar paso a nuestros monstruos: “nadie está definitivamente civilizado: un pequeño burgués tranquilo puede transformarse, en determinadas condiciones, en un SS o en un torturador” (Morin 1962: 145). Por tanto, para Morin, la cultura y la civilización no pueden llegar a revolucionar la naturaleza del ser humano, suprimir sus carencias fundamentales.

Pero, a pesar de la situación de caos y de agonía en la que la humanidad se encuentra (Morin y Kern 1993: 112-119, Morin 2001: 270-271), de dirigirnos hacia el abismo (Morin 2007) y de las carencias antropológicas, Edgar Morin (2009 y 2016b: 121-129) señala la existencia de principios de esperanza que nos permiten aspirar a que se produzca la metamorfosis que nos libre de la catástrofe: lo improbable no es lo imposible y puede llegar a ocurrir, el ser humano alberga potencialidades aún no actualizadas, y las metamorfosis han acontecido en la historia del universo, de la vida y de la humanidad. Por todo ello, no puede descartase que homo sapiens demens (homo complexus) sea capaz de impulsar una nueva transformación sociocultural de gran calado, por difícil que esta pueda parecer.

 


 

Notas

1. El presente artículo está basado en buena medida en una reelaboración de materiales de mi libro Antropología y complejidad humana. La antropología compleja de Edgar Morin (Comares, Granada, 2001) y de un par de artículos (Solana 1996 y 1998), a los que añado materiales nuevos que son producto de mi relectura de algunas obras de Morin (como La croyance astrologique moderne, 1981) y del estudio de varias obras de nuestro autor publicadas con posterioridad a la edición de mi libro sobre la antropología compleja de Morin, entre otras, el volumen quinto de El método, subtitulado La humanidad de la humanidad. La identidad humana (2001), Sur l’esthétique (2016) y Connaissance, ignorance, mystère (2017).

2. Julian Jaynes, en su obra sobre the bicameral mind (1976), propuso la tesis de que en los imperios teocráticos de la Antigüedad los individuos tenían su consciencia dividida en dos compartimentos, uno ocupado por los problemas de su vida personal y el otro por los dogmas dictados por el poder imperial-teocrático. El militante comunista, como los nacionalsocialistas hitlerianos, manifiesta la misma disociación en su consciencia: por una parte, sus sentimientos personales; por otra, las órdenes dictadas por el Partido.

3. Según nos dice Morin en el prólogo a la 2.ª edición (1970) de El hombre y la muerte, en esta obra pretendió construir una antropología “a la vez en la continuidad y la ruptura con la evolución biológica”. Pero después olvidó ese intento, ese “esfuerzo por elucidar la relación antropo-biótica”. Cuando en Le vif du sujet retoma sus reflexiones antropológicas (y a pesar de que, en esa y en otras obras, “el bios” estaba siempre de algún modo subyacente y presente), esboza “una antropo-cosmología, pero olvidando por completo el elemento clave, el elemento biótico” (pág. 12). En El paradigma perdido le achaca a Le vif du sujet que, si bien en esta obra no se consideraba al hombre como “una entidad cerrada, separada, radicalmente extraña a la naturaleza”, sin embargo “faltaba, no solamente el eslabón biológico esencial, sino también los elementos básicos donde apoyar tal meditación”, por lo que terminó por encontrarse “encerrado en el ghetto de las ciencias humanas” (Morin 1973: 10). Y en Introduction à une politique de l’homme “el problema bioantropológico aflora repetidas veces, pero de manera rota, fragmentaria, superficial, ignorante” (Morin 1973: 11).

4. Mientras que Maurice Leenhardt, en Do kamo (1947), distinguió cronológica y lógicamente el cosmomorfismo y el antropomorfismo, para Morin (véase 1951: 101 y 1956: 88-89) ambos procesos, aunque distinguibles, resultan indisociables, y por esto debe hablarse de antropo-cosmomorfismo. Así, por ejemplo, el papagayo totémico de los bororos posee rasgos humanos (está, pues, antropomorfizado), pero constituye también una fijación cosmomórfica con la que los bororos se identifican y a la que imitan.

5. En El cine o el hombre imaginario (págs. 148-149, 155, 183 y 212-213) aparecían ya estas ideas. Allí nos dice Morin que, en su “estado naciente”, en su origen, en el psiquísmo o espíritu humano existe una ligazón originaria, una “unidad” o “totalidad”, una “dialéctica circular”, entre subjetividad y objetividad. Estas no son datos brutos radicalmente diferenciados, sino que brotan de una misma fuente: a través de los procesos de proyección e identificación. Y por ello, por nacer de un mismo manantial, se mezclan y encabalgan entre sí, renaciendo una de la otra y generando tanto una “subjetividad objetivante” como una “objetividad subjetivante”, la mezcla de lo real y de lo imaginario. El modo de encauzar esta fuente común originará visiones diferentes. En la percepción práctica, los procesos imaginarios están sofocados a favor del reconocimiento objetivo. En la visión afectiva, los fenómenos de objetivación están ya cargados de subjetividad. En la visión mágica, la objetividad está atrofiada en favor de lo imaginario.

6. Estas ideas las pergeñó Morin ya en El cine o el hombre imaginario, si bien allí ─en lo que a las fuentes de los diversos lenguajes se refiere─ otorgaba al símbolo un cariz más radical y originario, más “arqueológico”. Para el Morin de El cine o el hombre imaginario, el lenguaje originariamente no es solo un sistema de signos arbitrarios, sino que las palabras-signos son también símbolos. El símbolo es, a la vez, signo abstracto y representación de una presencia concreta; de algún modo, es una “abstracción concreta” (Morin 1956: 199). En un principio, las palabras no son, en contra de lo que afirma la concepción nominalista, simples etiquetas, sino símbolos cargados de la presencia, concreta y afectiva, de la cosa nombrada; el lenguaje “arcaico”, al designar por medio de la analogía y la metáfora, constituye un auténtico sistema de relaciones y proyecciones antropo-cosmomórficas (véase Morin 1956: 216-217). El símbolo “está en el origen de todos los lenguajes” (Morin 1956: 212). Lo que ocurre es que cada una de las vertientes del símbolo se especializará y aislará desarrollando sus virtualidades y dando lugar a lenguajes distintos (poético, cotidiano, científico), pero que, en su orígen, comparten la misma raíz.

7. Morin muestra cómo esto se ve de modo especialmente claro en las propuestas de cine total. El cine total supone “la resurrección integral del universo de los dobles” (Morin 1956: 56) y en su desarrollo termina expresando la misma necesidad subjetiva de inmortalidad a la que obedece el doble. Se comenzó por conferirle a las imágenes diversas cualidades sensibles (en Un mundo feliz, Aldous Huxley describe la película hablada, en colores y olorosa). Dovjenko profetizó que los personajes se liberarían de la pantalla y que los espectado­res asistirían a la película como si se encontrasen insertos en ella; en esta etapa el mundo de la película se ha convertido ya en el mundo de los espíritus o fantasmas, tal como se manifiesta en muchas mitolo­gías antiguas. Luego, el cine intenta absorber el mundo real; así, en Cinelandia de Ramón Gómez de la Serna, los espíritus de los especta­dores son succiona­dos por la máquina de proyecciones y, mientras que los cuerpos permanecen adormecidos en la sala, su doble está integrado en la película. Finalmen­te, para suprimir la muerte, en La invención de Morel de Bioy Casares se idea un invento que permite la absorción del hombre en el universo eterno y desdobla­do del cine; dicho invento nos revela cómo el cinemató­grafo total es una variante de la inmortalidad imaginaria.

8. Michael Dard afirmó que “el cine es sueño”, Ilya Ehren­burg y Hortense Powdermaker calificaron al cine como “fábrica de sueños”, para Epstein: “Los procedimientos que emplea el discurso del sueño y que le permiten su profunda sinceridad, tienen sus analogías en el estilo cinematográfico” (cits. por Morin 1956: 93). Según Morin (1956: 176), el cine está emparentado con el sueño, entre otras razones, porque las estructuras del filme “responden a las mismas necesidades imaginarias que las del sueño”.

9. Con estos dos sistemas: “Encontramos en el corazón del problema del Yo los dos radicales de todas las antropo-cosmologías mágicas: el doble y la metamorfosis. De una parte, la dualidad primera, la alteridad estructurante, la potencia desdobladora; de otra parte, la potencia metamórfica, sea mediante mímesis, sea mediante poiesis” (Morin 1969: 158). Esta relación nos revela la línea de continuidad que existe entre la antropología de la muerte de El hombre y la muerte (1951) y la antropología psicoafectiva de Le vif du sujet (1969).

10. Según la concepción “modular” del cerebro, propuesta por Vernon B. Mountcastle en 1957 y desarrollada sistemáticamente por Fodor (1983), el cerebro estaría organizado en un mosaico de módulos, cada uno constituido por un conjunto de neuronas, que serían relativamente autónomos y estarían especializa­dos a la vez que estarían inter-retro-comunicados y serían policompetentes.

11. Morin reconoce un acoplamiento dialógico (complementario/antagonista) entre dos haces hormonales. Por un lado, el MFB (Medial Forebrain Bundle), sistema dopaminérgico-noradrenalinérgico de incitación a la acción, que pone en juego al hipocampo. Por otro, el PSV (Periventricular System), sistema colinérgico, favorecedor del ACTH, inhibidor de la acción y que pone en juego a la amígdala. Estos sistemas se pueden relacionar, respectivamente, con los estados psicoafectivos de la alegría y la tristeza; estados que influyen sobre nuestras percepciones e ideas.

12. Sobre esta cuestión del the triune brain, puede verse también MacLean 1974, Sagan 1977 (cap. 3º, págs. 69-104) y Koestler 1978 (en especial págs. 13-38).

 


 

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