Gazeta de Antropología, 2021, 37 (2), recensión 01 · http://hdl.handle.net/10481/72177 Versión HTML
Publicado 2021-12
Ignacio Alcalde Sánchez:
Chabolo, patio y escuela. Etnografía del internamiento en un centro de menores infractores.
Granada, Comares, 2021.

Juan Francisco Rubio García


RESUMEN
Recensión del libro: Chabolo, patio y escuela. Etnografía del internamiento en un centro de menores infractores (Granada, Comares, 2021) de Ignacio Alcalde Sánchez.

ABSTRACT
Review of the book: Chabolo, patio y escuela. Etnografía del internamiento en un centro de menores infractores (Granada, Comares, 2021) by Ignacio Alcalde Sánchez.

PALABRAS CLAVE
etnografía | delincuencia | centro de menores infractores
KEYWORDS
ethnography | delincuency | secure training center

Ignacio Alcalde Sánchez nos muestra en su libro una etnografía sobre lo que ocurre intramuros de un centro de internamiento de menores infractores (en adelante CIMI) y los significados que para los chicos y las chicas (en adelante utilizaré el genérico: chicos, menores, internos… para referirme a ambos sexos) adquieren todos los procesos culturales que allí se dan. Los más de 10 años como maestro de Primaria del CIMI han dotado a Alcalde de una experiencia y una posición privilegiadas para esta investigación, facilitando de esa manera la observación participante.

El título contextualiza el estudio al destacar tres elementos que cobran especial relevancia en un CIMI: 1) el chabolo, término taleguero que, sobre todo, traían de prisión algunos de los chicos que fueron trasladados (con la aparición de la Ley Orgánica 5/2000, reguladora de la responsabilidad penal de los menores, en adelante LORRPM) a los centros de menores desde los módulos de jóvenes de las prisiones, y que, generalmente, cayó en desuso sustituyéndose por el de habitación, totalmente normalizado y que ayuda a reducir el etiquetaje; 2) el patio, que en una situación de internamiento simboliza para los chicos un espacio, si no de libertad, al menos de un cierto esparcimiento; y 3) la escuela, uno de los ejes fundamentales sobre los que pivota la intervención educativa.

La obra está compuesta por una introducción, veintidós capítulos y una bibliografía, que suman un total de 195 páginas (más el sumario y la introducción). Los dos primeros capítulos los dedica el autor a realizar algunas aclaraciones previas sobre la etnografía como método de investigación cualitativo (págs. 1-7), y sobre generalidades del CIMI y los menores que en él se encuentran (págs. 9-14). A partir de ahí, sigue un orden similar al del cumplimiento de una medida judicial de internamiento, comenzando con el ingreso al centro y terminando con la puesta en libertad. En los capítulos ocho, catorce y diecinueve, introduce unos incisos para formular diferentes análisis sobre la violencia y el control (págs. 51-59), las instituciones y la teoría de roles (págs. 107-119), y los sistemas expertos (págs. 165-171), respectivamente. El último capítulo es un epílogo donde el autor realiza una  autocrítica sobre el estudio y el libro.

En la introducción (págs. XIII-XVII), Alcalde manifiesta su intención de mostrar, desde un enfoque antropológico y utilizando la etnografía como herramienta, la realidad del día a día en un CIMI y la forma en la que entienden los chicos allí internos el cumplimiento de su medida judicial. Para ello, emplea un punto de vista emic situando a los menores y jóvenes como protagonistas, y utiliza un enfoque etic para el relato narrativo.

El primer capítulo (págs. 1-7) describe el centro y el método etnográfico a modo de aclaración previa. La representación del centro es escueta, pero rica en cuanto a terminología muy al uso en este tipo de centros y en la enumeración de los numerosos procesos secuenciales que van experimentando los menores en ellos. A continuación, el autor expone la forma en la que entiende y ha planteado la etnografía como herramienta antropológica. Aborda, así, el modo en que ha conjugado la observación y la participación, la capacidad de extrañamiento para poner en tela de juicio tanto lo que analiza como a sí mismo, el encaje que hace entre el trabajo de mesa y el trabajo de campo, su postura respecto a la intersubjetividad y su apuesta por el enfoque narrativo como formato de la etnografía.

El segundo capítulo (págs. 9-14) lo dedica Alcalde a explicar algunas generalidades respecto al CIMI y a los menores infractores. Comienza señalando brevemente el marco jurídico de referencia internacional y nacional, aludiendo a normas anteriores que han terminando desembocando en la actual LORRPM, y centrándose finalmente en esta última. Destaca la profesionalización que supuso en la justicia juvenil la promulgación de esta ley, sus objetivos educativos y los principios que la forman, subrayando entre ellos el interés superior del menor como base para la toma de decisiones. Se detiene después en varios aspectos del CIMI, como el personal y los órganos multidisciplinares con los que cuenta, la documentación de planificación y registro de la intervención, y las fases educativas por las que pueden pasar los chicos y que servirán al autor para estructurar su etnografía: observación, desarrollo y consolidación. Por último, ofrece algunos datos sobre el número de centros y plazas por provincia de la Comunidad Autónoma de Andalucía en 2018, y del número de menores atendidos por sexo y edad.

A lo largo del tercer capítulo (págs. 15-22), el autor disecciona los espacios donde se desarrolla la etnografía. Describe el centro y sus espacios para destacar la forma en que cobran sentido para los menores, mostrando los diferentes significados que adquieren para ellos. De esta forma, sigue los pasos que se suceden en el ingreso al centro, analizando los diferentes lugares que irán conociendo los menores. Queda de manifiesto que un mismo espacio puede tener una connotación totalmente diferente dependiendo de si se es un menor internado o un trabajador. Señala y describe más en profundidad seis espacios importantes en la vida del centro: habitaciones, hogar, patio, escuela/talleres, comedor y despachos.

El cuarto capítulo (págs. 23-30) se centra en el ingreso del menor como proceso inicial del cumplimiento de la medida. Dicho ingreso se enmarca jurídicamente con diferentes apartados de la Ley, para pasar luego a analizarlo utilizando diferentes enfoques, como los ritos de paso (Van Gennep), los cuerpos dominados (Foucault y Venceslao Pueyo) y la teoría de los roles (Goffman), y observando el centro como contenedor social (Wacquant). Se muestra así el ingreso como un punto de inflexión entre la vida en libertad y el cumplimiento de una medida de internamiento, en el que las inseguridades ante la nueva situación, el papel que desempeñarán los diferentes actores, y las tensiones debidas a la normativa y la estructuración del centro marcan los primeros días.

El llanto como elemento común entre los menores en sus primeros días de estancia en el centro es el tema central del quinto capítulo (págs. 31-35). El autor destaca cómo una vez alejados de ciertos entornos socioculturales y establecidos unos hábitos saludables, los chicos recuperan una  estabilidad emocional que les devuelve a una adolescencia con los miedos propios de la misma. Se exponen diferentes motivos por los que los menores verbalizan el hecho de que lloren en el centro, marcados por la ansiedad y la impotencia.

El sexto capítulo (págs. 37-43) nos señala que los menores no siempre son conscientes de las normas –o, al menos, no las entienden del todo– que han transgredido fuera del centro ni de las que deben seguir en su nueva situación de internamiento. Alcalde pone el foco en el menor como sujeto sumido en un proceso de enculturación fallido, que requiere del internamiento para corregir los contratiempos acaecidos. La responsabilización que persigue la ley ante los hechos delictivos cometidos choca con la madurez propia de la adolescencia, por lo que, en pro de la resocialización, el sistema de justicia se adapta a esa realidad acompañando a los menores en su evolución con figuras como las del defensor de menor y los abogados de los chicos, y con los procedimientos que existen en el propio centro.

Las contenciones físicas son el elemento central del séptimo capítulo (págs. 45-50). Alcalde encuadra al inicio esta figura en el reglamento de la LORRPM, generalizando su uso para con todos los menores una vez superada la primera fase de adaptación al centro. Expresa de esta manera que todos los chicos“explotan” tarde o temprano y es entonces cuando se procede a la contención física, que se convierte para los menores en la más dura forma de castigo.  

En el octavo capítulo (págs. 51-59), primer inciso, el autor se detiene a reflexionar sobre el control y la violencia que, a su juicio, se ejerce dentro de los centros. Su enfoque analiza el internamiento como una forma de dominación social, la aceptación de roles como una manera de subsistir en el internamiento, y el sometimiento del cuerpo y de la voluntad mediante la violencia (física y  estructural) como herramienta de castigo.

El noveno capítulo (págs. 61-66) lo destina el autor a la fase intermedia del cumplimiento de la medida, lo que se correspondería con la fase de “desarrollo”. En él analiza el significado del tiempo para los chicos, tanto a nivel individual, en lo que respecta al cumplimiento de la medida, como a nivel colectivo, en cuanto a las programaciones y actividades que vertebran el funcionamiento del centro. Expone cómo el centro se basa en un sistema de fichas en el que los menores obtienen (o no) “créditos” (una suerte de puntos) en las mañana y las tardes, que les posibilitan acceder (o no) a una serie de “privilegios” (ropa propia, fases, salidas…), lo que hace que el tiempo que tardan en conseguir sus objetivos (y, por lo tanto, los privilegios) se convierta en un elemento central para ellos. De la misma manera, explica el ritmo “lento” en el que producen las actividades en el día a día, debido a cuestiones relacionadas con la seguridad y el análisis de situaciones personales.

La habitación de los chicos es el tema central del décimo capítulo (págs. 67-73). El autor muestra que es en este espacio donde los menores reflexionan de manera íntima y más sosegada sobre los errores que les han llevado al internamiento. A los chicos, cuando ingresan en el centro, les supone un choque importante el hecho de que la apertura de la puerta de su habitación dependa del personal del centro y ellos no puedan salir o entrar libremente en su habitación. Pero, con el paso del tiempo, el cuarto termina siendo para ellos un lugar que valoran desde el punto de vista de la intimidad y la identidad. También se aborda el significado que los menores otorgan a otros lugares del centro, la distribución que ocupan dentro de estos y los movimientos que realizan para desplazarse de un lugar a otro, generándose así una relación entre los tiempos (actividades) y los espacios que estructuran el día a día de los internos.

El undécimo capítulo (págs. 75-81) aborda el espacio temporal del descanso y las situaciones que acontecen durante la noche. Los ruidos son una característica del centro, ya que, al convivir allí unas cincuenta personas, las rondas nocturnas de seguridad, las llamadas de los chicos por las necesidades que puedan tener y otras situaciones imposibilitan el silencio absoluto. Se analiza el significado que tiene para los internos el pasar las noches en un cuarto que no es el suyo, desde la extrañeza inicial a la adaptación con el tiempo, exponiendo las diferentes actividades a las que pueden dedicarse durante ese tiempo. También se destaca la importancia que le dan los chicos al descanso y a no molestarse entre sí, aunque no todos lo hacen siempre. Por último, destaca la aparición de una serie de leyendas que se han ido formando con el tiempo y que refuerzan la identidad grupal. 

Los vínculos entre los internos del centro como grupo de iguales es el tema central del capítulo 12 (págs. 83-97). Se abordan los posibles efectos negativos de establecer alianzas entre chicos infractores, lo que puede reforzar la conducta delictiva. El internamiento como rito de paso y la teoría de sistemas son los enfoques empleados para analizar estas relaciones con los dos grandes grupos que identifican los menores: los compañeros (nosotros) y los maestros (los otros, trabajadores generalmente del ámbito educativo). También se analiza la posibilidad de estratificación social en el centro atendiendo a diferentes variables, como la procedencia, los estilos de vida, la clase social, la etnia y la adaptación al centro.

El capítulo 13 (págs. 99-106) se centra en la faceta educativa del internamiento y, más especialmente, de la escuela. Se cuestiona en este apartado la finalidad educativa de algunas actividades del centro, y se analizan las características de los alumnos y del sistema educativo que se desarrolla en un contexto de internamiento. La falta de motivación por los estudios y/o la falta de expectativas de futuro son una tónica común entre los chicos, algo que los profesionales intentan abordar con diferentes estrategias. Se pone de relieve que el sistema educativo general no está diseñado para este tipo de chicos.

En el segundo inciso (págs. 107-119) el autor examina el centro desde diferentes ópticas, tales como las instituciones totales y especiales, los sistemas expertos y la institución cultural. Para analizar a los menores, utiliza la teoría de roles, con la que expondrá las diferentes actitudes que pueden representar los menores.

Alcalde se detiene en el capítulo 15 (págs. 121-130) en la relación de los chicos con el sexo, las drogas y la música. Relata las peculiaridades de un centro mixto respecto a la relaciones entre sexos y las atribuciones culturales de género, la normalización del consumo de drogas por parte de los chicos y su repercusión dentro del centro, así como la música como elemento de identidad grupal y de evasión de la situación de internamiento.

El capítulo 16 (págs. 131-137) se centra en el patio como espacio grupal donde los chicos se relacionan, generándose dinámicas propias inducidas por las relaciones de afinidad o por el estado emocional de los chicos. 

En el capítulo 17 (págs. 139-146) se abordan las actividades que se llevan a cabo en el exterior del centro. Permisos, salidas al instituto o a desarrollar un trabajo remunerado son algunos de los ejemplos que se analizan. También se toca el tema de las fugas desde el centro o los no retornos tras salidas autorizadas.

El autor se aproxima al cuerpo como proyección social en el capítulo 18 (págs. 147-164). La ropa, los tatuajes, las expresiones y el género son analizados desde la perspectiva del simbolismo que tienen para los chicos.

En el capítulo 19 (págs. 165-171), tercer inciso, Alcalde enfoca el internamiento desde el prisma de los sistemas expertos, caracterizados por no aportar información al exterior sobre sus actuaciones y que implica (para las familias) la asunción del riesgo de que el centro tenga la guarda de su hijo durante un tiempo.

Se detiene el autor, en el capítulo 20 (págs. 173-182), en las dinámicas de liderazgo de los profesionales y de los menores (y sus interacciones), la normativa del centro y los códigos morales que se dan en este.

El capítulo 21 (págs. 183-186) aborda la puesta en libertad del menor, una fecha determinante para los chicos, que les sitúa y ayuda a planificar su estancia en el centro. También se muestran los diferentes enfoques de los menores de cara a su salida definitiva del centro y una vez ya en libertad.

Por último, en el epílogo (págs. 187-191), el autor hace una revisión autocrítica de todo el proceso de investigación y redacción del libro. Consciente de la subjetividad del análisis, se cuestiona el rigor y la utilidad del estudio, pero mostrando su mejor intención y honestidad en lo realizado.

El autor destaca que el centro objeto de estudio ejecuta la totalidad de las diferentes medidas de internamiento que permite la ley, lo que –sumado a una legislación común, a estructuras estándar y a funcionamientos similares entre CIMI– facilita que el trabajo mostrado en el libro pueda ser extrapolable a cualquier otro centro y territorio. Efectivamente, todos los centros de internamiento están amparados por una legislación y reglamentación estatal común, persiguen unos objetivos compartidos, hacen uso de herramientas similares y trabajan con un colectivo claramente delimitado. Pero no es menos cierto que, si analizamos más en profundidad las características de cada centro, ampliando la imagen como si dispusiéramos de un microscopio, podríamos encontrar también importantes diferencias entre ellos. Determinados aspectos, como que las competencias en justicia juvenil estén transferidas a las comunidades autónomas, hacen que estas puedan dictar –y dicten de hecho– normativas de aplicación distintas en cada territorio. Además, los diversos tipos de gestión de los centros, que pueden ser públicos o privados, suponen en muchos casos variopintas filosofías de trabajo. Las características de los chicos también pueden ser muy desiguales; por ejemplo, existen notables diferencias entre zonas fronterizas como Ceuta o Melilla y otras del interior. Si tenemos en cuenta el número de plazas, el género de estas y los tipos de internamiento que se pueden ejecutar, observaremos que existen centros con más de 100 plazas, donde se cumplen todo tipo de medidas con jóvenes de ambos sexos, y otros con solo algo más de una decena de plazas, lo que supone una disparidad importante. Todo lo anterior implica que, ante una realidad tan heterogénea, la investigación de Alcalde podría replicarse desde el punto de vista metodológico en cualquier otro centro; pero, a mi juicio, sus resultados y conclusiones no podrían extrapolarse a otros centros. Por este motivo, los diferentes comentarios que realizó a continuación los circunscribo al centro estudiado por Alcalde y no los hago extensivos a los CIMI en general.

A mi juicio, Chabolo, patio y escuela es un libro de capítulos cortos fácil de leer. Para quienes estén familiarizados con los centros de menores infractores o sean expertos en ellos, será una lectura atractiva por el enfoque antropológico y etnográfico del estudio, enfoque poco usual en el estudio de los CIMI. Para quienes se aproximen sin conocimientos previos al tema, puede resultar una lectura interesante. Pero es posible que a estos lectores les falte una contextualización desde enfoques distintos a los utilizados por el autor para entender algunas de las dinámicas que se abordan. Esos distintos enfoques no restarían valor al significado que atribuyen los protagonistas del estudio ni al análisis que realiza el investigador; antes al contrario, aportaría valor, ya que se podrían mostrar las diferencias (o coincidencias) entre el objetivo que se persigue con una acción, la interpretación de esta que hacen los chicos y la disección que efectúa el investigador con su mirada de antropólogo.

Algunos ejemplos de lo anterior podrían ser las referencias que se hacen a la violencia que se ejerce desde el CIMI. Sin juzgar las dinámicas internas del centro objeto de estudio que se describen en el libro, me parece que este enfoque no refleja los principios con los que se trabaja, o se debería trabajar, en este tipo de centros. Para empezar, en ningún momento se debería utilizar la violencia, entendida como agresividad (tampoco como castigo), ni física ni estructural; todo lo contrario, se trata de evitarla mediante su contención (física o estructural). La visión del cumplimiento de la medida como una forma de dominación social podría traducirse más bien en el objetivo de la integración efectiva del menor en la sociedad una vez que salga en libertad. De la misma forma, la teoría de roles podría ser una interpretación, como mera actuación o sobreactuación, de la adaptación real de los menores a un estilo de vida más prosocial. El tratamiento que se hace del poder como forma de ejercer sobre los demás la voluntad propia, puede parecer caprichoso y chocar con el principio del interés superior del menor, que es el faro que debe guiar el cumplimiento de la medida y sobre el que se asientan las estructuras organizativas (o de poder) para conseguir tal fin.

Respecto a estas diferencias, me ha llamado la atención el capítulo en el que se abordan las contenciones físicas, por las diferencias que he observado respecto al desempeño profesional en otros centros. En primer lugar, me ha sorprendido lo extendidas que están las contenciones entre la población de chicos del centro objeto de estudio, ya que en otros CIMI suele ser común que el grueso de las contenciones las sumen unos pocos menores reincidentes en conductas violentas o gravemente disruptivas, por lo que la mayoría de los internos nunca son contenidos. Por otro lado,  me resulta inusual que los chavales entiendan las contenciones como el más alto castigo dentro de la gradación de las sanciones disponibles en el régimen disciplinario de los centros, ya que el propio Reglamento de la Ley deja claro que las contenciones no pueden utilizarse como sanción –ni siquiera encubierta– y que pueden llevarse a cabo solo en unos supuestos muy concretos y de manera proporcional. Lo que se señala como “un funcionamiento donde la violencia, de manera estructural y simbólica estará presente en todos sus terrenos, actuando como presión con la que mantener el orden allí dentro”, podría entenderse más bien como la búsqueda de un espacio seguro en el que poder mantener una convivencia que permita la intervención educativa. Téngase en cuenta que la Ley es sumamente garantista para con los menores, de manera que todo lo referente al uso de los medios de contención y al régimen disciplinario está minuciosamente sometido a procedimientos y requiere de la comunicación por escrito, en tiempo y forma, a la administración pública, al juzgado y a la fiscalía de referencia, que velarán por una aplicación correcta de los procedimientos.

Afirmaciones como que el centro “exigirá al menor abandonar cualquier atisbo de cultura anterior” y que se utilicen “prácticas para subyugar al internado o propuestas educativas con las que se les bombardea en el CIMI intentando entrometerse en todos los rincones de su vida (hábitos de alimentación, horarios de sueño, deporte, etc.)”, me parecen que no pueden generalizarse al resto de CIMI. Mi experiencia profesional, en ese tipo de aspectos, habla más de intentar que los chicos abandonen rasgos culturales delictivos o factores que incidan negativamente sobre el delito, pudiendo incluso potenciar aquellos otros rasgos culturales que pueden traer y que influyan como elemento protector. De la misma forma, no considero que en general los centros tiendan “a excluir a otras instituciones que trabajan en áreas relacionadas, abarcando cada vez más en su campo de trabajo e incluyendo dentro de ellas todas las funciones relacionadas de manera que manejan progresivamente cada vez más información al mismo tiempo que se oculta más al resto de la sociedad”. Al contrario, la evolución de la justicia juvenil lleva a pensar que los CIMI cada vez se abren más y se coordinan con otras instituciones para trabajar conjuntamente dentro del centro y fuera de este.

Durante mi lectura del libro, he echado de menos poder conocer las fechas exactas en que se llevó a cabo la investigación, ya que algunos elementos de la narración me recordaban los primeros años de la puesta en marcha de la LORRPM. Tanto algunos términos, como chabolo, pasando por la realización de sentadillas en los registros, hasta el rechazo que sufren algunos menores que han cometido delitos sexuales, son cosas que con los años han desaparecido paulatinamente en muchos centros.

En definitiva, a mi juicio, los centros hoy en día no fomentan en los chicos, o no deberían fomentar, la “formación legal como delincuentes y aumentan su competencia cultural carcelaria, lo que sumado al contacto con la normativa del centro, forja su identidad como infractores”. Lejos de esto, el marco legal que va descubriendo el joven durante su internamiento le ayuda a comprender el sistema de justicia penal juvenil para que conozca sus derechos y obligaciones, que comience a comprender las consecuencias de sus actos y se responsabilice de ellos; todo con el objetivo de que no vuelva a delinquir. Para su consecución, se diseña un sistema de intervención respetuoso con los derechos del menor y de la legislación vigente, que permite desarrollar actividades educativas relacionadas con el delito, potenciando los factores protectores y reduciendo los de riesgo.

Por último, animo al lector a sumergirse en este estudio, donde podrá encontrar un enfoque particular desde la antropología y el método etnográfico que le servirá para comprender mejor, desde el punto de vista de su autor, los centros de internamiento para menores infractores. La visión crítica que el autor adopta en su estudio puede ayudarnos a seguir mejorando el sistema de justicia juvenil, en especial en aquellos aspectos que, a pesar de perseguir un fin adecuado, resulta que pueden ser interpretados de otro modo por los protagonistas de la intervención, por los chicos que le dan sentido a este estudio y al sistema de justicia juvenil.


Gazeta de Antropología