Gazeta de Antropología, 2022, 38 (1), recensión 03 · http://hdl.handle.net/10481/72715 Versión HTML
Publicado 2022-02
Alec Dempster:
Ni con pluma ni con letra: testimonios del canto jarocho.
Veracruz, Editora del Gobierno del Estado de Veracruz, 2020.

José Manuel Pedrosa


RESUMEN
Recensión del libro: Ni con pluma ni con letra: testimonios del canto jarocho [recopilación, grabados y presentación de Alec Dempster; prólogo de Raúl Eduardo González] (Veracruz, Editora del Gobierno del Estado de Veracruz, 2020) de Alec Dempster.

ABSTRACT
Review of the book: Ni con pluma ni con letra: testimonios del canto jarocho [recopilación, grabados y presentación de Alec Dempster; prólogo de Raúl Eduardo González] (Veracruz, Editora del Gobierno del Estado de Veracruz, 2020) by Alec Dempster.

PALABRAS CLAVE
improvisación poética | canto jarocho | testimonios | fiesta
KEYWORDS
poetic improvisation | I sing jarocho | testimonials | party

El libro que aquí reseño es una joya singular de la bibliografía (y no solo de la reciente) que existe sobre literatura oral y sobre música popular del mundo mexicano e hispánico. Puede que su mérito mayor sea el de dar la palabra, mediante trece historias de vida, a trece cultivadores carismáticos, reconocidos como viejos maestros, del canto, de la música y del baile jarochos del estado de Veracruz (México), particularmente en la región de los Tuxtlas. Con las historias de vida recopiladas y publicadas, las voces de esos trece maestros pasan al papel en transcripciones altamente precisas e idiomáticas. Alguno de los capítulos del libro, aunque con introducción más detallada, ha visto la luz de manera independiente (Dempster y González 2020).

El recurso de la entrevista testimonial no es nuevo en los dominios del folclore y de la cultura popular: baste evocar, para confirmarlo, títulos ya clásicos como Yo tenía mu güena estrella (1987), el libro fascinante en que la gran cantaora flamenca Anica la Periñaca confiaba sus recuerdos a José Luis Ortiz Nuevo; o el más reciente Los rostros de la salsa (2019), en que el gran escritor cubano Leonardo Padura recogía los testimonios de algunos de los más grandes artistas de aquel género. El libro que Alec Dempster saca a la luz en 2020 está llamado a ocupar un lugar de honor dentro de esa escogida serie.

Los testimonios están entreverados o coronados por la transcripción de cuartetas, quintillas, sextillas y, sobre todo, de décimas de calidad superlativa y que tienen alguna asociación especial con los artistas, o porque fuesen de su invención o porque ocupasen un lugar destacado en su repertorio.

De la cruda y al mismo tiempo delicada naturalidad de las prosas en primera persona que hilvana el libro cabe decir que regala un conjunto documental imperecedero no solo de los dialectos y estilos del hablar veracruzanos, sino de la mejor literatura mexicana. Su lectura es, en muchas ocasiones, una experiencia hipnótica, por lo que se dice y, más aún, por cómo se dice. No es exageración decir que no pocos de estos discursos campesinos mantienen perfectamente la comparación con, por ejemplo, los de los personajes de Juan Rulfo.

Las transcripciones están precedidas de un iluminador “Prólogo” (pp. 7-15) de Raúl Eduardo González, experto de referencia en la lírica y en la cultura popular de México, y autor de una revisión muy cuidadosa del libro (que un lapsus editorial ha silenciado en los créditos); y de una densa “Presentación” (pp. 17-32) del autor, compilador e incluso ilustrador, Alec Dempster; el libro se cierra con una “Semblanza de Juan Herrera Comi” (pp. 215-217), uno de los músicos entrevistados, redactada por Andrés Bernardo Moreno Nájera; y de una fonografía selecta y unos mapas que resultan de gran utilidad.

Nadie mejor que el autor, Alec Dempster (p. 18), para informar de cómo fueron la concepción y algunas fases de la realización del proyecto:

“Comenzamos a realizar entrevistas sin un enfoque específico. Entre 1998 y 2006, se fueron sumando músicos, bailadoras y bailadores de entre 60 y 90 años, todos oriundos de Santiago Tuxtla y San Andrés Tuxtla, Veracruz. El propósito original fue documentar sus historias y, como era de esperarse, dada su experiencia descubrimos que todos ellos comparten un mar de anécdotas y reflexiones sobre el son jarocho, la música propia del sur del estado de Veracruz. Al recordar su infancia y juventud, resaltan sucesos que los han trastocado como individuos, y hablan de grandes transformaciones en la vida de sus comunidades; por ejemplo: la llegada de la radio y los tocadiscos, la construcción de caminos y la reforma agraria. Sus testimonios nos ayudan a ubicar la música en un contexto cotidiano campesino, al tratar temas en torno a la agricultura, la medicina tradicional, las costumbres, la religión, la educación y la familia”.

Los nombres de los poetas-músicos-bailadores seleccionados (es de desear que los testimonios obtenidos de otros artistas sean objeto de publicación futura) son merecedores de mención aquí, puesto que a todos les cabe la consideración de coautores: se trata de Salvador Tome Chacha, Bertha Llanos, Martín Coyol Machucho, Antonio Tapia, Feliciano Escribano, Dionisio Vichi Mozo, Raymundo Domínguez Gallardo, Juan Chagala Coto, Leoncio Tegoma, Félix Machucho Salazar, Gabriel Hernández Pérez, Armando Sosa Martínez y Juan Herrera Comi.

Llama la atención la presencia en esta nómina de un solo nombre femenino, y el que no hable en calidad de oficiante excepcional del canto jarocho (aunque tanto ella como su hija Rosa Lara hayan sido excelentes cultivadoras), sino de hija y guardiana de la memoria del arte de su padre, artista de nombre y prestigio hoy mitológicos. Al respecto informa, en su “Prólogo”, Raúl Eduardo González:

“Juan Llanos (ca. 1901-1955), gran cantador e improvisador, hablante de náhuatl que podía incluso cantar coplas en esa lengua. Aunque sabía tocar el requinto y la jarana, y aunque enseñaba no solo los textos sino también las tonadas a los cantadores, los testimonios no dan cuenta de que participara en los fandangos; probablemente porque quienes lo recuerdan lo conocieron ya en su madurez, en la tienda donde ofrecía lo mismo víveres que aguardiente y versos, aquellas ‘palabras que componía’ —como señala su hija, Bertha Llanos—, que le compraban los cantadores de fandango de la región. Pero cuando iban a buscarlo a su tienda, don Juan podía responder y salir airoso con el canto, con los instrumentos y los versos ante cualquiera que quisiera poner a prueba su gran talento poético y musical. Además de su padre, Bertha recuerda otros cantadores que fueron importantes en su época”.

El que una sola voz femenina se haya abierto paso en este libro (y en calidad más bien de testigo) es sintomático de que el son jarocho fue, hasta hace escasas décadas, un arte dominado esencialmente por varones. Lo que depare el siglo XXI está por ver, porque en la actualidad no faltan las mujeres que lo cultivan con solvencia y reconocimiento. En cualquier caso, las veinte páginas del testimonio de Bertha Llanos conforman uno de los capítulos más extensos y sustanciosos.

Otra pauta rectora de la obra es que se interesa de manera exclusiva por las voces de supervivientes ancianos, reputados, carismáticos, de un arte que ha sufrido una transformación radical en las últimas décadas. Punto álgido de ese diseño es el relato (inserto en su “Semblanza”, pp. 215-217, elaborada por Andrés Bernardo Moreno Nájera) de cómo un don Juan Herrera Comi de noventa y cinco años encontró las fuerzas para levantarse de su sillón y echar un último baile, días antes de morir. No debe ser casualidad que prácticamente todos los artistas entrevistados subrayen las distancias que aprecian entre los sones y los rituales de su juventud y los de su ancianidad, y que compartan la idea de que los tiempos de hoy son de degradación y trivialización, pese a los progresos que haya podido haber en cuanto a comodidades materiales y a difusión social y mediática de su arte. Así informó el mismo don Juan Herrera Comi:

“Yo empecé a bailar sin zapatos. No se usaban los zapatos; ni chanclas conocíamos, y mire: ahorita tengo unos botines de esos pa bailar; tengo unas chanclas que lo tengo de diario, pero se me acalambran los pies; tengo unos tenis nuevecitos que me trajo mi hija; tengo otros pares de chanclas nuevos que me mandó mi yerno. ¿Pa qué quiero tanto zapato?”.

Ponen mucho énfasis, todos los testimonios, en que el son jarocho era, en sus tiempos jóvenes, un arte que se sostenía sobre la inventiva personal, la voz, el instrumento, el baile y la fiesta, y puntualmente también sobre papeles y cuadernos manuscritos que eran objetos de elementales copia, trueque y comercio. De esta manera identificaba Juan Chagala Coto, en p. 149, lo que era más esencial:

“Yo todo traigo grabado en mi mente, yo no necesito estar leyendo nada: digo verso, verso y verso, y es que todos ya los traigo aquí. A veces que no me acuerdo, pero a veces estoy yo sacando la mente clarita; yo mismo me pongo a estar cantando, tanto canciones, como versos y décimas cualquiera (…). Antes había músicos así, de abundancia; ahora no hay”.

Y así recordaba Dionisio Vichi Mozo (p. 125) cómo irrumpió en aquel apartado rincón del mundo la primera tecnología del sonido:

“La primera sinfonola que llegó, en casa de Ramón Díez, que tenía una cantina de cervecería, ahí le trajeron la rockola. ¡Ahí le trajeron de primero una rockola de esas, pero mira, la gente! Era una fiesta de que íbamos a escuchar sus corridazos. Entonces, ya se fue acabando la música jarocha de la jarana. Que ya radio, que tocadisco, que este otro de música. Ahorita cada quien en las casas tiene su grabadora o su televisión y todo eso, y ya se divagan. Pero de primero no había nada. La música chingonazo era la jarana: eso era lo bueno”.

Los escenarios de la fiesta de antes eran, se recalca, las casas y sus anejos, las cantinas, las calles, las plazas. No los estrados elevados, con los micrófonos y los equipos de sonido e iluminación que hoy ganan terreno. Ningún artista se podía permitir, entonces, la independencia económica ni la profesionalidad exclusiva: casi todos eran humildes trabajadores en la agricultura, la ganadería o el comercio de subsistencia, que ejercitaban su arte en los ratos de ocio y en las fiestas comunitarias. Ello traza una línea muy marcada en relación con la aparatosa tecnología que hoy acompaña a muchas manifestaciones de este arte; y con los festivales que convocan multitudes, los solistas y grupos profesionales o semiprofesionales que recorren largas distancias, las grabaciones comerciales en discos, cintas de casete, cedés, videos, videoclips, y la comunicación y difusión a través de las redes sociales (especialmente del feis o Facebook, que se ha hecho indispensable como vía de comunicación y convocatoria entre músicos) y de YouTube, que rigen muchas de sus manifestaciones de hoy.

Los cambios de esta especie, a los que señalan con poco aprecio las voces recogidas en este libro, suscitan no pocos interrogantes; en especial el de si no estaremos en un período de transición entre lo que hace no tanto era un arte legítimamente popular, folclórico, local, y lo que en nuestros días podría estar transformándose en un espectáculo de masas, en una manifestación de cultura mediática o de arte folk cada vez más globalizado. Téngase en cuenta lo que dice Dempster (p. 31) de que “nuevos adeptos [del son jarocho] están regados por todo México y en otros países como Estados Unidos, Canadá, Francia, Argentina y Japón”. Por más que la pregunta parezca sencilla, las respuestas posibles, con sus implicaciones incluso ideológicas y geopolíticas, no lo son, y no pueden ser puestas sobre el tapete de una reseña que ha de ser breve por fuerza. La tensión entre tradición y modernidad, y entre arte y vida de una comunidad local y arte y vida de la gran comunidad tecnológica, que es un fenómeno de alcance mundial, se manifiesta con vigor exultante y conflictivo en esta y en otras tradiciones lírico-musicales mexicanas.

Más práctico que entrar en tales filosofías será llamar la atención, al hilo de la palabra de los artistas entrevistados, sobre las reflexiones metapoéticas que afloran por aquí y por allá; todas válidas, hermosas e inapelables, como la de Félix Machucho Salazar (en p. 177): “un artista vale por su eco. No vale nada más por hacer canción. Si un verso no lleva música, no lleva ritmo de nada; tiene que llevar un eco. Ahora hay muchos cantadores, pero cantan muy atravesado, ahora cantan al rumbo”. Igualmente notable es la florida nomenclatura con que los artistas discriminan “tanto canciones, como versos y décimas cualquiera”, “pascuas”, versos “sueltos”, versos de argumento o “de argumentar” y “contestar”, versos “para picar” o “picones”, “cadenas” de versos, versos “de los viejos”, versos “sabidos”, versos “de antes”, versos “modernos” o “de los de horita”, versos “de amor” o “de amores”, versos “hechos míos y versos hecho de otros”… Categorías y subcategorías que no suenan a muy académicas, pero que entre los oficiantes del son jarocho sirven de perfecto código de comunicación. Falta les hace, si se tiene en cuenta la amplitud y variedad de sus repertorios: “de verso de amores yo tengo, uta, como cien versos” (Félix Machucho Salazar, p. 185); “sé versos, un chingo: na’ más por aquí los sé y por acá se salen” (Juan Herrera Comi, p. 209); “traigo versos de a montón” (Salvador Tome Chacha, p. 45).

Hay en Ni con pluma ni con letra: testimonios del canto jarocho párrafos especialmente memorables, como aquellos en que los poetas-músicos hablan del pacto con el diablo que era achacado a algunos artistas sobresalientes (es tópico común, que ha sido abordado en García Baeza 2016): a don Juan Llanos, por ejemplo, de quien su hija doña Bertha afirmaba (en p. 58):

“Antes le decían a mi papá:
—Tú tienes el bastón del diablo, porque enseguida respondes.
—Déjenme de salvajadas. Busquen ustedes el motivo en su propia cabeza, que para eso la tienen”.

Impresionan los testimonios relativos a la composición de versos durante el sueño (un modo de inspiración que tiene raíces antiquísimas y pluriculturales, y que sigue en alguna medida vigente, según ha demostrado Díaz Pimienta 2022) o a los conflictos (que no pocas veces acababan con artistas heridos o muertos) que surgían en las fiestas, sobre todo cuando había damas y alcohol de por medio, y cuando al lugar de los desafíos concurrían jóvenes de fuera: cronotopos que inflaman otros conflictos célebremente literarios, como el del ciclo heroico de los Siete infantes de Lara o el de El caballero de Olmedo de Lope de Vega (y muchos más), en que fiesta, jóvenes del lugar y de afuera, masculinidades exaltadas, amores y rivalidades se combinaban también de manera explosiva.

En mezcla promiscua con los versos nacidos de la creatividad de los juglares del jarocho hay, por lo demás, versos tradicionales en todo el mundo hispánico, como el recordado por Bertha Llanos (en p. 58):

“La tierra no sé en dónde
celebran no sé qué santo
y rezando no sé qué
se gana no sé qué tanto”.

Son fórmulas que se cantan, con las inevitables variantes, al otro lado del mar, en la vieja España; y en otras tierras de América, como Venezuela. Ello dice mucho del eclecticismo de las fuentes del son jarocho:

“Allá arriba, no sé dónde,
había no sé qué santo
que rezando no sé qué
se ganaba no sé cuánto” (Alonso 1914: núm. 2562).

“En el pueblo de no sé donde
celebran no sé qué santo,
le rezan yo no sé qué,
le pagan yo no sé cuánto” (Machado 1988: 122).

Tradiciones igualmente viejas y dispersas respaldan otra de las canciones evocadas por Bertha Llanos (p. 58):

“Por esta calle me voy,
por la otra doy la vuelta,
porque me tienen cautivo
los claveles de tu huerta”.

De esta cuarteta se conoce un sin número de paralelos, atestiguados en muchos rincones del mundo hispánico (Pedrosa 1992). Algo parecido sucede con la composición “Oye Refugio” (p. 86), que formó parte igualmente del repertorio de la familia Llanos y que es avatar importante de un viejo esquema poético que ha dejado rastros en muchos tiempos y lugares (Pedrosa 2022).

Ni con pluma ni con letra: testimonios del canto jarocho lleva consigo, en fin, un complemento tan singular como valioso: una serie de retratos de los artistas hechos en grabados en linóleo por el propio Dempster, quien además de folclorista es artista multidisciplinario. No son añadidos de compromiso, sino algo mucho más justificado y profundo que eso, porque, según indicación del autor-compilador-grabador (en p. 22),

“cada imagen incluye elementos que hacen alusión a su vida; por ejemplo: el retrato de Feliciano Escribano incluye una naranja partida que lo enmarca como un halo, ya que él era más conocido como vendedor ambulante de naranjas que como cantador. Detrás de la imagen de Bertha Llanos hay un muro de palos de caña, que alude a la humilde casa donde sus padres tenían una tienda de abarrotes, hacían preparados de aguardiente y recibían a muchos cantadores”.

Un aderezo feliz para un libro que es, sumando sus múltiples registros, una compleja obra de arte.


 

Bibliografía

Alonso Cortés, Narciso
1914 “Cantares populares de Castilla”, Revue Hispanique, nº 32: 305-427.

Dempster, Alec (y Raúl Eduardo González)
2020 “De repente hago mis versos… Entrevista al cantador y curandero Leoncio Tegoma Chagala”, Revista de Literaturas Populares, nº 20: 382-399.

Díaz Pimienta, Alexis
2022 “El repentismo onírico y el cerebro repentista”, Gazeta de Antropología, nº 38 (1), artículo 08.

García Baeza, Roberto Rivelino
2016 Lírica popular improvisada, estudio de dos casos: el son huasteco y el blues, tesis doctoral. San Luis Potosí, El Colegio de San Luis.

Machado, José E.
1988 Cancionero popular venezolano. Caracas, Ministerio de Educación, Academia Nacional de Historia.

Pedrosa, José Manuel
1992 “La canción de ronda de Las calles del amor entre los sefardíes de Oriente”, Revista de Folklore, nº 134: 39-47.
2022 “Variaciones orales sobre Los nombres y cualidades de las damas. Improvisación, tradición y legado clásico”, Gazeta de Antropología, nº 38, artículo 3.


Gazeta de Antropología