Gazeta de Antropología, 2022, 38 (2), artículo 12 · http://hdl.handle.net/10481/76252 Versión HTML
Recibido 15 enero 2022    |    Aceptado 21 junio 2022    |    Publicado 2022-07
Pensamiento complejo y democracia. Problematización de los paradigmas liberal y populista
Complex thinking and democracy. Problematization of the liberal and populist paradigms




RESUMEN
El centenario de Edgar Morin es una oportunidad para pensar el futuro académico y político del pensamiento complejo más allá de la pluma del autor de “El método”. Para este fin proponemos iniciar un diálogo entre el pensamiento complejo y la filosofía política. Nuestro objetivo es problematizar la democracia a partir de un diálogo controversial de la filosofía del pensamiento complejo con la filosofía liberal y la filosofía populista. Este trabajo de problematización permite conceptualizar cinco controversias sobre la democracia: controversias paradigmáticas, controversias histórico-filosóficas, controversias antropológicas, controversias sobre la verdad y controversias sobre la subjetivación y el lazo social. El análisis desarrollado muestra las similitudes y diferencias paradigmáticas entre la racionalidad política liberal y la populista El pensamiento complejo y la antropología de la complejidad humana conceptualizadas por Morin permiten pensar una estrategia teórica y práctica para complejizar la democracia.

ABSTRACT
Edgar Morin's centennial is an opportunity to think about the academic and political future of complex thinking beyond the writing of the author of “The Method”. To this end, we propose to initiate a dialogue between complex thinking and political philosophy. Our objective is to problematize democracy from a controversial dialogue between the philosophy of complex thinking with liberal philosophy and populist philosophy. This problematization work allows us to conceptualize five controversies about democracy: paradigmatic controversies, historical-philosophical controversies, anthropological controversies, controversies about the truth and controversies about subjectivation and the social bond. Our analysis shows the paradigmatic similarities and differences between liberal and populist political rationality. Complex thinking and the anthropology of human complexity conceptualized by Morin allow us to think of a theoretical and practical strategy to make democracy more complex.

PALABRAS CLAVE
pensamiento complejo | democracia | simplificación | liberalismo | populismo
KEYWORDS
complex thinking | democracy | simplification | liberalism | populism


1. Introducción

El centenario de Edgar Morin interpela profundamente el pensamiento y el corazón de quienes hemos visto marcada nuestra aventura vital e intelectual por la obra del filósofo francés. Con toda legitimidad cabe preguntarse cuál es el futuro del pensamiento complejo más allá de la pluma del autor de El método, y cuál es nuestro rol como intelectuales en la construcción de dicho futuro. Desde luego, esa idea de futuro no es autoevidente, sino que debe ser pensada, imaginada y problematizada. Ahora bien, existen dos dimensiones del porvenir de una obra intelectual que deben considerarse: el futuro académico y el futuro sociopolítico. El trabajo intelectual en el plano científico y filosófico puede contribuir, sin duda, a regenerar y ampliar el pensamiento de Edgar Morin en el ámbito académico, pero esto no implica, automáticamente, el desarrollo social y político del pensamiento complejo. Este último tiene que ver, más bien, con las consecuencias prácticas que el paradigma de la complejidad puede tener para los actores sociales que viven, piensan, actúan y deciden en el mundo. El siglo de vida de Edgar Morin nos interpela con un profundo reto: ¿Cómo contribuir al desarrollo teórico y práctico del pensamiento complejo en el mundo académico y el mundo social?

Ciertamente, la relación entre las construcciones intelectuales y la realidad sociopolítica es compleja, incierta y ambigua, pues, como decía Heinrich Heine: “Los conceptos filosóficos alimentados en el silencio del estudio de un académico pueden destruir toda una civilización”. El poeta Hölderlin permite relativizar la profecía de Heine, pues “allí donde está el peligro, crece también lo que lo salva”. El pensamiento complejo permite reformular el dicho de Heine a través de la poesía de Hölderlin del siguiente modo: los conceptos filosóficos alimentados en el diálogo controversial de ideas contrarias pueden regenerar toda una civilización. Este dictum plantea un horizonte programático al cual este trabajo pretende contribuir: abrir la obra de Edgar Morin al diálogo controversial con tradiciones de pensamiento que el autor de El método ha articulado débilmente en el desarrollo de su obra. ¿No es este un digno desafío para celebrar la obra-vida del centenario pensador?

Enfrentar seriamente este desafío exigiría desarrollar un programa de investigación interdisciplinaria en pensamiento complejo que articule la multidimensionalidad de la obra de Edgar Morin con las problemáticas más actuales en la ciencia, la filosofía, la educación, la política, la ética, el derecho, la economía, la ecología y la cultura, entre otros vastos campos con los cuales la singular obra moriniana ha construido vínculos creativos y originales. Desde luego, acometer con rigor este desafío no es obra de un individuo, sino de una comunidad de pensamiento complejo. Este trabajo abona ese horizonte desde un objetivo concreto: problematizar la democracia a partir de un diálogo controversial de la filosofía del pensamiento complejo con la filosofía liberal y la filosofía populista.

La razón de centrar el análisis en estas tres filosofías obedece a varias consideraciones:

1) Aunque la política constituye una preocupación estructurante del pensamiento de Edgar Morin (Morin 1976, 2002, 2004, 2009), su obra no ha desarrollado un diálogo sistemático y explícito con la filosofía política.

2) Se evidencia un débil diálogo entre la teoría de la democracia y la teoría de la complejidad en general y con el pensamiento complejo en particular. Aunque algunos autores como Zolo (1992) han avanzado en dicha dirección, han restringido sus planteos a la democracia liberal excluyendo al populismo de su campo de análisis.

3) Inversamente, las teorías del populismo no han establecido puentes comunicantes con el enfoque de la complejidad.

4) Si bien varios estudios han abordado la tensión entre populismo y liberalismo (Aboy 2016, Bazzicalupo 2016), no han analizado dicha controversia a partir de los conceptos de la teoría de la complejidad de Edgar Morin.

5) Más allá de los enfoques críticos y defensores del populismo, este constituye el mayor adversario teórico y práctico de las instituciones democráticas liberales. En este marco problemático cabe preguntarse de qué modo los conceptos epistemológicos y antropológicos del pensamiento complejo de Edgar Morin pueden contribuir a problematizar el liberalismo, el populismo y su concepción de democracia.

Para alcanzar el objetivo propuesto, la estrategia argumental está organizada del siguiente modo. La sección 2 analiza la controversia entre el liberalismo y el populismo a partir del concepto de paradigma de Edgar Morin. La sección 3 problematiza ambas filosofías políticas en el marco de la controversia histórico-filosófica entre modernidad y contrailustración. La sección 4 despliega un diálogo controversial de los supuestos antropológicos de la filosofía liberal y de la filosofía populista con la antropología de la complejidad humana teorizada por Morin. La sección 5 moviliza el concepto moriniano de paradigma para analizar la controversia entre la racionalidad política liberal y la populista en relación con el problema de la verdad. La sección 6 problematiza el modo de subjetivación de la racionalidad populista y la liberal en un diálogo controversial con el pensamiento complejo. Finalmente, en la sección 7 se integran y sintetizan algunos aprendizajes y pautas de trabajo futuro (véase la figura 1).

Figura 1. Estructura argumental y controversias sobre la democracia.

 

2. Controversias paradigmáticas

El concepto de paradigma en la obra de Edgar Morin reviste un significado teórico diferente al que ha recibido en el campo de la lingüística estructural con Saussure (1978) y de la filosofía de la ciencia a partir de la obra de Kuhn (1999). En la obra moriniana el concepto de paradigma no se reduce al campo científico ni al lingüístico, sino que comprende el campo psico-cognitivo, histórico-cultural y sociopolítico. La figura 2 presenta un esquema que sintetiza la organización conceptual de la teoría moriniana de los paradigmas, cuya formulación más consistente se encuentra en el tomo IV de El método (Morin 1998). La conceptualización inicial del término paradigma integra dos dimensiones teóricas: (1) comprende “los conceptos fundamentales o las categorías rectoras de inteligibilidad” y (2) determina las “relaciones lógicas de atracción/repulsión entre esos conceptos o categorías” (Morin 1998: 218). 

Figura 2. Mapa conceptual sobre paradigmas.
(Pinchar para agrandar)

El paradigma es un concepto epistemológico que permite problematizar la génesis, la organización y el cambio de los sistemas de pensamiento que estructuran una visión del mundo e influyen en nuestros modos de pensar (dimensión psico-cognitiva), de conocer (dimensión epistémica), de hablar (dimensión discursiva), de actuar (dimensión pragmática) y de sentir (dimensión emocional) (Morin 1990). Asimismo, el paradigma permite problematizar la relación recursiva que existe entre las prácticas sociales, el pensamiento y la realidad, esto significa que un paradigma es, al mismo tiempo, producto y productor de la organización de la acción, del pensamiento y de la realidad. Como producto, un paradigma es el resultado emergente de las prácticas sociales en un proceso histórico, social y cultural. Como proceso productor, un paradigma es generador y organizador del conocimiento, de los discursos, de las teorías y de las conceptualizaciones. Es preciso señalar que un paradigma está poli-enraizado en la cultura de una sociedad, en la estructura cognitiva de los individuos y en el lenguaje. Por esta razón Morin (1998: 218) argumenta que “los individuos conocen, piensan y actúan en conformidad con paradigmas culturalmente inscriptos en ellos”. En consecuencia, los paradigmas constituyen racionalidades o estilos de pensamiento históricamente construidos que se manifiestan como el modo natural de pensar y razonar. En una palabra, la teoría moriniana de los paradigmas es una teoría compleja de la racionalidad y los estilos de pensamiento.

Morin (1998: 224-244) elabora el concepto de gran paradigma para precisar una pauta organizacional común a la organización de la sociedad, del conocimiento, económica y política. Para Morin (1984: 357-359), la modernidad cimentó las bases de un paradigma de simplificación organizado en dos operaciones lógicas rectoras: la disyunción y la reducción. Mientras que la primera señala que es necesario separar para conocer, la segunda postula el reduccionismo analítico (descomposición del todo en partes) o el reduccionismo holista (subordinación de la parte al todo). La simplificación como gran paradigma de Occidente es una pauta organizativa que modeló una forma de organización socioeconómica (el capitalismo), de organización política (el Estado Nación), de producción del conocimiento (la ciencia clásica) y de organización del saber (separación de ciencia y filosofía y disciplinas especializadas). Este paradigma de simplificación define la racionalidad que organiza las estructuras del saber y del sistema-mundo capitalista (Wallerstein 2005).

Frente a la hegemonía paradigmática de la racionalidad simplificadora, Morin propone el desarrollo teórico y práctico de un paradigma de la complejidad, el cual se sustenta en tres principios organizadores:

1) El principio dialógico: complejiza la dialéctica al concebir contradicciones que no pueden ser superadas en una síntesis (Morin 1988: 109-110).

2) El principio recursivo: plantea una causalidad interactiva de un proceso autoorganizado “en el cual los productos y los efectos son, al mismo tiempo, causas y productores de aquello que los produce” (Morin 1990: 106).

3) El principio hologramático: plantea una relación de doble vínculo entre el todo y las partes, según la cual “el todo está en la parte, que está en el todo” (Morin 1990: 108), lo que permite una comprensión no reduccionista de la complejidad organizacional.

El desarrollo de la idea de complejidad como paradigma es inseparable de la formación de una racionalidad capaz de “separar lo unido” y “unir lo separado” (Morin 1988: 129); es por ello que “el pensamiento complejo es el pensamiento que religa” (Morin 2006: 218), ya que “preconiza reunir, sin dejar de distinguir” (Morin 1996: 14).

Ahora bien, mientras que el paradigma de la simplificación constituye los principios de organización del sistema de pensamiento moderno, el paradigma de la complejidad expresa los principios de organización de un sistema de pensamiento emergente, es decir, no constituido sino en proceso de formación. La idea de complejidad es un paradigma naciente en el terreno epistemológico de las ciencias, “pero éste todavía no ha arraigado como paradigma en la cultura” y la política (Morin 1998: 243), es decir, “en el corazón de la organización sociopolítica y en el corazón de la organización noocultural” de nuestra civilización (Morin 1998: 225). No obstante, en la medida en que el concepto de paradigma se sitúa en la “gobernalle de los principios de pensamiento y en el corazón de los sistemas de ideas” (Morin 1998: 221), puede inferirse que toda teoría y toda filosofía social y política poseen una organización paradigmática. En virtud de ello resulta relevante problematizar la organización paradigmática de la filosofía liberal y la populista. En efecto, tanto el liberalismo como el populismo pueden ser entendidos como estilos de pensamiento o racionalidades políticas, es decir, paradigmas en el sentido moriniano del término que influyen en modos de pensar, conocer, hablar y actuar políticamente.

Por un lado, Foucault (2007, 2011) ha propuesto concebir al liberalismo no como una teoría, ideología o doctrina económica, sino como una racionalidad de gobierno, es decir, un arte de conducción de las conductas que organiza sistemas de discurso y de acción. Por otro lado, para Laclau (2005: 11), el populismo es una racionalidad, es decir, “una lógica social, (…) un modo de construir lo político”. Cabe preguntarse cuál es la relación del liberalismo y del populismo con los paradigmas de la simplificación y de la complejidad teorizados por Morin. Dicho de otro modo, cuál es el estilo de pensamiento que anima la racionalidad liberal y la racionalidad populista. Nuestra hipótesis es que el liberalismo y el populismo son fenómenos sociohistóricos complejos, pero en su desarrollo práctico y discursivo se manifiesta el predominio de un paradigma de simplificación en la política.

El principio paradigmático del populismo consiste, según Laclau (2005: 110), en “la división dicotómica de la sociedad en dos campos” antagónicos, irreductibles, incompatibles y mutuamente excluyentes que producen la fractura del espacio comunitario. La racionalidad populista se sustenta en dos operaciones del paradigma de simplificación: la reducción y la disyunción. Por un lado, el populismo plantea una concepción reduccionista de pueblo “por la que una particularidad asume una significación universal” (Laclau 2005: 95); en esto consiste la hegemonía entendida como “un tipo de relación política” (Laclau y Mouffe 1987: 185). La democracia populista se afirma como democracia hegemónica y, por lo tanto, como forma reduccionista de democracia, ya que “[el] ‘pueblo’ del populismo [requiere] una plebs −los menos privilegiados− que reclame ser el único poulus legítimo −el cuerpo de todos los ciudadanos−” (Laclau 2005: 108). La consecuencia lógica de la concepción reduccionista de pueblo es la exclusión de los otros ciudadanos. Por ello, el populismo es una forma de reduccionismo político que produce desunión social.

Por otro lado, la racionalidad populista opera una disyunción política basada en el antagonismo amigo/enemigo heredado del modelo de guerra del pensamiento político de Schmitt (Negretto 1995). El antagonismo establece “los límites de la sociedad, la imposibilidad de esta última de constituirse plenamente” (Laclau y Mouffe 1987: 169) e “impide la plena totalización de la sociedad” (Mouffe 2014: 21). Esta disyunción antagonista es crucial para la construcción del pueblo del populismo, pues este no es sustancia ni esencia, tampoco está constituido a priori ni refiere a una realidad objetiva. Por el contrario, la construcción del pueblo es el resultado de la articulación complementaria de dos lógicas opuestas: la lógica de la diferencia y la lógica de la equivalencia (Laclau y Mouffe 1987: 173). Así, “la cuestión política fundamental [es] cómo articular las diferencias” de demandas sociales heterogéneas “con el fin de crear una cadena de equivalencias entre las diferentes luchas” (Mouffe 2014: 135). El antagonismo es lo que produce la disyunción, ya que genera una frontera de exclusión radical que fractura el espacio social en dos campos dicotómicos mutuamente excluyentes: amigo/enemigo, pueblo/antipueblo, nación/oligarquía, grupos oprimidos/grupos dominantes. La disyunción es una operación constitutiva de la racionalidad simplificadora del populismo, ya que, si el antagonismo desaparece, se disuelve la frontera de exclusión que divide dicotómicamente a la sociedad y “el ‘pueblo’ como actor histórico se desintegra” (Laclau 2005: 117). En conclusión, el populismo es un fenómeno sociopolítico complejo que produce una racionalidad política simplificadora a partir de la reducción y disyunción social.

 

3. Controversias histórico-filosóficas

Debemos abordar la psicogénesis y sociogénesis del pensamiento liberal y del populista en un diálogo controversial con el pensamiento complejo, lo que supone inscribir estas tres filosofías en la historia del pensamiento. La dialéctica de las duraciones del tiempo histórico destacadas por Braudel (1968), la corta, la media y la larga duración, permite concebir al liberalismo, al populismo y al pensamiento complejo como acontecimientos, coyunturas y estructuras en la historia del pensamiento y de la filosofía y en la historia social y política.

La actualidad de la controversia entre liberalismo y populismo, como formas antagónicas de pensar la democracia y el orden sociopolítico, se inscribe en un proceso sociohistórico de larga duración que se enraíza en la disputa filosófica entre el discurso de la modernidad y la contrailustración (Berlin 2019b, Habermas 2008). Mientras que la primera busca concebir “todo lo que los hombres tienen de común, [la segunda] enfatizaba todo lo que tienen de diferente” (Sebreli 1992: 21). Si el Siglo XVIII es considerado el Siglo de las Luces por su contribución a la constitución de la filosofía de la Ilustración (Cassirer 1972), también debe ser reconocido como el siglo de la contrailustración y del nacimiento de la filosofía irracionalista y antimoderna, cristalizada en el pensamiento de Bonald y de De Maistre en Francia, Burke en Inglaterra, Herder y Möser en Alemania (Sebreli 1992). Puede decirse que modernidad y contrailustración nacen juntas, unidas en una tensión dialéctica que preanuncia la controversia entre unidad y diversidad humana (Morin y Kern 1999, Solana 1995). Mientras la modernidad tiende a pensar la unidad sin diversidad, la contrailustración concibe la diversidad cultural de los pueblos sin unidad del género humano. Esto se evidencia muy bien en la disputa entre Kant y Herder sobre filosofía de la historia en el último tercio del siglo XVIII. Mientras que Kant defendió una idea de historia universal y de progreso histórico, Herder fue “el principal propulsor del particularismo antiuniversalista” (Sebreli 2011: 13).

¿Cómo se relacionan el liberalismo y el populismo con esta controversia histórico-filosófica? Nuestra hipótesis es que el liberalismo es heredero de la modernidad y la filosofía de la Ilustración, mientras que el populismo es heredero de la filosofía contrailustrada y antimoderna. Mientras que el vínculo entre liberalismo y modernidad ha sido ampliamente estudiado (Bobbio 2018, Sabine 1994), la relación entre populismo y antimodernidad resulta menos evidente, pero es crucial para comprender nuestra actualidad política.

Desde el punto de vista sociohistórico, el populismo como movimiento político tiene su origen en la segunda mitad del siglo XIX en los Narodniki rusos y el Partido del Pueblo norteamericano (Finchelstein 2018, Laclau 2005, Sebreli 2012); pero la génesis filosófica del populismo como sistema de pensamiento hay que rastrearla en la actitud antimoderna de la filosofía contrailustrada y la ideología fascista. Berlin (2019b) analizó la importancia del pensamiento contrarrevolucionario de Joseph de Maistre en la constitución del pensamiento fascista; sin embargo, este autor considera que el populismo no es compatible con el fascismo (Berlin 1968). En oposición al planteo de Berlin, Finchelstein (2018: 126) desarrolla un análisis histórico-crítico que muestra que “populismo y fascismo pertenecen a una historia política e intelectual convergente”. Intentaremos mostrar la pauta que conecta filosóficamente la contrailustración con el populismo y a este con el fascismo.

Los defensores del populismo tienden a concebirlo como una forma de democracia radical que pretende superar los límites de la democracia liberal y la socialdemocracia (Laclau y Mouffe 1987, Mouffe 2019). Inversamente, los críticos tienden a enfatizar que el populismo es una patología política que amenaza la democracia (Müller 2016, Rosanvallon 2020, Salmorán 2020). Finchelstein (2018: 118) argumenta que tanto los defensores como los detractores tienden a excluir al fascismo de la teoría política del populismo. En contraste, desarrolla una sociogénesis del populismo como un fenómeno global y trasnacional cuya historia se entronca con el fascismo. La tesis sociogenética plantea que el populismo es la reorganización del sistema de pensamiento fascista para tiempos democráticos luego de la derrota de la Segunda Guerra Mundial. Concretamente, “el populismo es una forma de democracia autoritaria para el mundo de la Guerra Fría: una democracia capaz de adaptar la versión totalitaria de la política a la hegemonía de la representación democrática de posguerra” (Finchelstein 2018: 38). Sin embargo, el populismo no se reduce ni es equivalente al fascismo, pues este último pretende instaurar la dictadura, se opone a la democracia electoral y exalta la violencia; mientras que el primero, rechaza la dictadura y la violencia física al tiempo que busca legitimarse por medios electorales. La originalidad del populismo consiste en el modo en que reformuló el legado contrailustrado y autoritario del fascismo en clave democrática antiliberal.

Para Joseph de Maistre (1994: 7) “el pueblo (la masa de la humanidad) es un niño (…) que lo que necesita ante todo es un guardián (…) un director espiritual que controle su vida” (Berlin 2019b: 135). Esta aserción es contraria a la divisa de la Ilustración formulada por Kant: “¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento!”. La modernidad es un proceso de individuación que afirma la autonomía de la razón para salir de la “minoría de edad”, esto es la incapacidad de pensar “sin la dirección de otro”. La contrailustración tiene repercusiones políticas para pensar una teoría del Estado, pues, como señala Bobbio (2001: 134), lo contrario al Estado liberal no es el Estado absoluto sino el Estado paternalista “que cuida a los súbditos como si fueran eternos menores de edad y prevé su felicidad”. Hay tres ideas que permiten relacionar la contrailustración con el fascismo y el populismo. Primero, un rasgo antiindividualista y antiintelectual, por lo que se niega la autonomía individual y de la razón. Segundo, la idea de pueblo “como una esencia supraindividual, como una entidad orgánica y ontológica” (Sebreli 1992: 180). Tercero, la necesidad de un liderazgo y autoridad que interprete y guíe la unidad del pueblo-masa y conduzca la nación.

Así, para un contrailustrado como De Maistre (vol. VIII, p. 279; cit. por Berlin 2019b: 166) “el hombre, si se lo abandona a sí mismo, es demasiado malvado en general para ser libre”, por lo que “el tejido social solo se mantiene unido cuando los hombres reconocen a sus superiores naturales” (Berlin 2019b: 152); en consecuencia, “lo que importa no es la razón sino el poder” (Berlin 2019b: 163). Para el fascismo, “el individuo es nación y patria [unido] a las generaciones en una tradición y en una misión” (Mussolini 1937: 1). Para el populismo, el individuo está subordinado a la unidad orgánica del pueblo y de la nación que lo trascienden (Sebreli 1992, Zanatta 2021). Esta idea recorre la tradición contrailustrada de Herder y de De Maistre al romanticismo alemán. El último afirma que “las naciones (…) tienen un alma común” (Berlin 2019a: 67), mientras que el primero postula que “todas las naciones de la tierra (…) tienen un modo de ser único e insustituible” (Finkielkraut 1994: 10) al que denomina Volksgesit, un espíritu de pueblo. El término alemán Volk y el ruso narod significan al mismo tiempo “pueblo y nación”, el cual no tiene equivalentes en lenguas latinas y que, a través de Gramsci, constituye lo “nacional y popular” (Sebreli 1992: 181).

Esta noción de pueblo es crucial para pensar el problema del liderazgo. De Maistre sostiene que “todo el orden social se apoya en última instancia en un solo hombre, el verdugo” (Berlin 2019a: 66); para el fascismo y el populismo ese hombre es el líder. La trinidad contrailustrada del populismo y del fascismo se basa en la unión entre la nación, el pueblo y el líder como un todo indisoluble. No hay nación ni pueblo sin líder, pues este es el único capaz de interpretar el alma colectiva de la nación y de garantizar la unidad orgánica del pueblo. Así, el fascismo “defendía un tipo de liderazgo divino, mesiánico y carismático que concebía al líder orgánicamente ligado al pueblo y a la nación” (Finchelstein 2018: 31). Para Mussolini “el fascismo es todo el pueblo italiano” (Zanatta 2014: 24). Análogamente, en el populismo “la voz del pueblo sólo puede expresarse por la boca del líder” y es en él “donde la nación y el pueblo pueden finalmente reconocerse a sí mismos” (Finchelstein 2018: 11).

El corolario es una homogeneización unificadora del pueblo donde no hay lugar para la individualidad autónoma y divergente. El populismo contemporáneo plantea que, una vez que se reconoce “la naturaleza ilusoria de la idea de una comunidad de individuos autónomos y racionales” (Mouffe 2020: 17-18), se debe “aceptar que los ‘individuos’ son meras entidades referenciales” (Mouffe 2019: 65). Sería un error ver en el populismo y en el fascismo los inventores de esta negación de lo individual, cuya génesis se vincula con la tradición contrailustrada expresada por De Maistre:

“El gobierno es una auténtica religión. (…). Someterlo a la discusión de cada individuo es destruirlo. Solo le da vida la razón de la nación, es decir, una fe política. (…) La primera necesidad del hombre es poner a su razón creciente bajo el doble yugo de la Iglesia y el Estado. Debería aniquilarse, debería perderse en la razón de la nación, de modo que se transformase pasando de su existencia individual a otro ser (comunal), como un río que desemboca en el mar persiste realmente en medio de las aguas, pero sin nombre ni identidad personal” (De Maistre, vol. I, p. 376; cit. por Berlin 2019b: 143-144). 

Para Berlin (2019b: 144), la contrailustración es premonitoria al afirmar la “disolución del individuo en el Estado”, que será realizada en el fascismo y en la fusión del individuo en el pueblo que reclama el populismo. La actitud de modernidad proclama que “el uso público de la razón debe ser siempre libre, y es el único que puede producir la ilustración de los hombres” (Kant 1994: 8), en contraste, la actitud contrailustrada del fascismo y del populismo sostiene que “el razonamiento, el análisis, la crítica, sacuden los fundamentos y destruyen la trama de la sociedad. Si la fuente de la autoridad se declara racional, se desatan el cuestionamiento y la duda” (Berlin 2019a: 65). Así, se invierte el dictum ilustrado formulado por Kant “¡razonad todo lo que queráis, pero obedeced!”, en la máxima populista que puede formularse como “obedeced sin razonar”, pues el pueblo es una verdad emocional que no puede ser capturada ni refutada por la razón. En la medida que el afecto ocupa el lugar de la razón, el sentimiento desplaza a la argumentación. Ni el pueblo, ni la nación, ni el líder son susceptibles de la crítica racional; así, el populismo despliega la fuerza de lo irracional en la política. Como observó Berlin (2019b: 208), “las fuerzas irracionales se sitúan así por encima de las racionales”, ya que “todo lo que es racional se desmorona porque (…) es hecho por el hombre: solo lo irracional puede perdurar” (Berlin 2019b: 139).

¿Cómo se inscribe el pensamiento complejo en este conjunto de controversias histórico-filosóficas? El pensamiento complejo se sitúa en un diálogo controversial con la modernidad. Por un lado, la crítica paradigmática de la Ilustración le permite a Morin argumentar que la razón moderna se afirmó como racionalismo simplificante, disyuntivo y reductor. En consecuencia, su concepción de complejidad implica un alejamiento inexorable del pensamiento ilustrado. Por otro lado, la obra moriniana se encuentra unida a la tradición moderna e ilustrada, pues la crítica a la racionalidad nunca conduce al abandono de la razón, sino a su regeneración en un pensamiento o razón compleja.

 

4. Controversias antropológicas

Toda filosofía política se sustenta en una concepción de la sociedad, la historia y el ser humano (Morin 2020). Nos interesa indagar en los supuestos antropológicos de la filosofía liberal y de la filosofía populista con el fin de plantear una relación controversial con la antropología de la complejidad humana teorizada por Morin (Gómez García 2003, Morin 2001a, Solana 2001). El paradigma de la simplificación estimuló una comprensión disyuntiva y reduccionista de ser humano basado en la oposición naturaleza/cultura que descompone la complejidad humana en disciplinas fragmentadas e incomunicadas (Morin 1974). Antropológicamente, el pensamiento simplificador “unifica abstractamente anulando la diversidad [humana] o, por el contrario, yuxtapone la diversidad sin concebir la unidad [humana]” (Morin 1990: 30). La primera forma de simplificación conduce a un universalismo antropológico abstracto, la segunda a un particularismo antropológico antiuniversalista y concreto. En contraste, la antropología moriniana plantea el problema teórico de la unidad compleja del ser humano, lo que implica pensar conjuntamente dos ideas contrarias: “la unidad de lo múltiple y la multiplicidad de lo uno” (Morin 2001a: 73). En efecto, hay una unidad antropológica del género humano consistente en la “unidad genética de la especie, (…) la unidad cerebral del Homo sapiens (…) y la unidad psicológica y afectiva de los seres humanos” (Morin y Brigitte Kern 1999: 61). Pero también hay una diversidad humana en el plano biológico, cultural, lingüístico e individual. El punto crucial para la antropología compleja es la unidad múltiple de lo humano, ya que “el tesoro de la unidad humana es la diversidad humana, el tesoro de la diversidad humana es la unidad humana” (Morin 2011: 48). A fin de poder teorizar la complejidad antropológica, Morin elabora un dispositivo conceptual que denomina la “trinidad humana”, según la cual el ser humano es una relación dialógica entre tres términos complementarios y antagonistas: individuo ↔ sociedad ↔ especie.

Más allá de las diferencias que distinguen al liberalismo y al populismo como racionalidades políticas antagónicas, ambos comparten un reduccionismo antropológico de las relaciones entre individuo, sociedad y especie. Ahora bien, mientras que el liberalismo opera una reducción por el polo del individuo, el populismo lo hace por el polo social. En este sentido, el primero es individualista y atomista (Bobbio 2018), y el segundo es holista y organicista (Zanatta 2014). En efecto, el liberalismo se funda paradigmáticamente en el reconocimiento y “el crecimiento progresivo de la esfera de la libertad del individuo” y su autonomía (Bobbio 2018: 23), por lo que su concepción de ser humano es “individualista, conflictiva y pluralista” (Bobbio 2018: 41). En contraste, el populismo afirma la primacía del todo sobre la parte y, a la postre, la subordinación del individuo al orden comunitario. Así como para Aristóteles el todo es anterior a la parte, para el populismo el pueblo es anterior al individuo. Este es un principio paradigmático que el populismo comparte con el organicismo, en el cual “el individuo se confunde con el todo [formando] una comunidad holística” (Zanatta 2014: 26), una comunidad organizada (Perón 2019) o bien una comunidad corporativa (Mussolini 1937). Al evocar la idea de comunidad y totalidad, el populismo “no es en absoluto una ideología individualista, sino comunitaria” (Zanatta 2014: 21).

En conclusión, el liberalismo tiene dificultades para pensar la dimensión social y comunitaria de la existencia humana, mientras que el populismo enfrenta limitaciones para pensar la libertad y autonomía del individuo. En efecto, para el liberalismo toda construcción colectiva es el resultado de decisiones de los individuos, lo que plantea el problema de la imposibilidad de agregación de preferencias individuales en colectivas, según lo ha mostrado Arrow (1950). Así, la antropología liberal tiene dificultad para comprender las propiedades emergentes de un sistema social como atributos no reductibles a los agentes individuales. Inversamente, el populismo no puede pensar la libertad individual por fuera de la totalidad del pueblo. En esta dirección, la antropología populista se vincula genealógicamente con el fascismo como concepción antiindividualista y antiliberal. Si para el fascismo “el individuo no existe sino en el Estado y subordinado a las necesidades del Estado” (Mussolini 1937: 17), para el populismo el individuo no existe sino en el pueblo y su libertad se realiza en él. Si para el fascismo no hay “individuo fuera del Estado” (Mussolini 1937: 18), para el populismo no hay individuo fuera del pueblo. Así, la antropología populista funda un concepto de libertad comunitaria basada en la negación de la libertad individual, lo que permite conjeturar que el populismo es una forma de heteronomía, pues la libertad del pueblo exige que el individuo resigne su autonomía.

El reduccionismo individualista del liberalismo y del reduccionismo comunitarista del populismo les impide abordar la dimensión antropológica de la especie: la identidad física, biológica, terrestre, ecológica y planetaria del género humano (Morin 2001a). El populismo puede asimilar esta dimensión bioecológica y planetaria de la especie solo en la medida en que la misma pueda funcionar como principio antagonista para la división dicotómica de lo social, o bien como demanda heterogénea a ser articulada en el campo popular. Por su parte, el liberalismo solo puede incorporar dicha dimensión a partir de criterios de racionalidad económica, es decir, como recurso natural y costo ecológico. Ni el populismo ni el liberalismo pueden pensar que “[la] Tierra es una totalidad compleja física/biológica/antropológica” (Morin y Kern 1999: 68) que constituye el hogar de la vida y de la humanidad. La antropología restringida del liberalismo y del populismo sigue anclada en el paradigma de la disyunción naturaleza/cultura, su antropo-sociocentrismo les impide pensar la solidaridad ecológica de la Tierra, la vida y la humanidad y pensar el destino planetario común del género humano (Morin y Kern 1999). En contraste, la filosofía del pensamiento complejo permite superar las simplificaciones antropológicas liberales y populistas al plantear que “todo desarrollo humano significa desarrollo conjunto de las autonomías individuales, de las participaciones comunitarias y del sentido de pertenencia con la especie humana” (Morin 2001b: 54).

 

5. Controversias sobre la verdad

¿Cuál es la relación entre política y verdad, y más específicamente entre verdad y democracia? ¿De qué modo la racionalidad política liberal y la racionalidad política populista se relacionan con el problema de la verdad? El punto de partida de nuestro argumento sostiene que la relación entre la verdad y la racionalidad política es un problema paradigmático, esto es, concierne a los principios organizadores de un sistema de pensamiento. En la teoría moriniana, un paradigma no es verdadero ni falso, sino que concierne al conjunto de reglas y principios que “produce la verdad del sistema legitimando las reglas de inferencia que aseguran la demostración o la verdad de una proposición” (Morin 1998: 221). Esto quiere decir que “los cánones y criterios de validez y verdad (…) no son trascendentales” (Mills 1964: 145) sino que dependen del paradigma. Por esta razón, Morin (1998: 222) argumenta que un paradigma tiene autoridad axiomática y que no es falsable, aunque sí lo son las teorías y conceptualizaciones que de él dependen. El problema de la relación entre paradigma y verdad concierne al “origen y el carácter de los criterios de que dependen la verdad y la validez en un momento dado” (Mills 1964: 147). El problema paradigmático de la verdad constituye lo que Foucault (1992) conceptualizó como un régimen o juego de verdad, esto es, el conjunto de reglas que permiten producir y discriminar lo verdadero y lo falso.

En este marco de razonamiento, la tesis que deseamos sostener plantea que el liberalismo y el populismo tienen diferencias paradigmáticas en cuanto a los cánones y criterios de validez y verdad por los que se rigen las prácticas y los discursos que tales racionalidades políticas animan. En consecuencia, cabe conjeturar que las racionalidades liberal y populista constituyen dos juegos de verdad antagónicos cuya sociogénesis se inscribe en la historia de la controversia entre Sócrates y los sofistas. Esta controversia no es una disputa sobre la verdad sino sobre el paradigma, es decir, sobre el régimen de verdad que legitima el pensamiento, el discurso y la acción política. Sócrates defiende un juego de verdad basado en la argumentación, mientras que los sofistas plantean el poder como criterio de verdad. La controversia entre argumentación y poder en la producción de la verdad recorre la historia de la civilización y tiene consecuencias profundas para la democracia. En términos actuales, el liberalismo es continuador de la tradición socrática por cuanto tiende a poner el acento en la racionalidad de la argumentación para fundamentar la decisión política, pero tiene dificultades para pensar la dimensión del poder en el discurso y la argumentación. Esto se observa muy bien, por ejemplo, en la idea de Habermas sobre la comunidad ideal de comunicación, en la cual están suprimidas las relaciones de poder. Inversamente, el populismo expresa el retorno de los sofistas en la actualidad política de nuestro presente, puesto que la verdad es un efecto del poder y no puede ser alcanzada a través de una argumentación racional.

Exploremos brevemente esta tesis a través del examen de la relación entre democracia, discurso y verdad. La historia de la democracia está vinculada al desarrollo de la dialéctica y la retórica, pues ambas suponen procesos de comunicación y discurso, así como “mecanismos de debate, argumentación, convencimiento y persuasión” (Marafioti 2003: 23). El problema de la verdad del discurso se convierte en una cuestión crucial para la democracia. Desde la Grecia clásica pueden distinguirse tres “técnicas discursivas [que permiten] la producción social de lo verdadero”: la retórica, la dialéctica y el silogismo (Marafioti 2003: 31). La dialéctica “era la parte de la retórica ligada al logos, al desarrollo de la argumentación misma” (Nudler 2009: 25). Se diferencia del silogismo; este desarrolla una “deducción demostrativa” a partir de premisas verdaderas, mientras que aquella realiza una demostración a partir de “opiniones generalmente aceptadas”. Aristóteles distinguió dos usos de la dialéctica: la erística y la peirásica. Esta última es “un método de deducción racional que nos permite discriminar ideas entre sí, no confundirlas” (Barreiro 1983: 21) a través de un proceso de diálogo “controversial o disputacional” (Nudler 2004: 26) “a fin de demoler una tesis o de defenderla” (Marafioti 2003: 33). En contraste, la erística “no es más que una degeneración de la dialéctica” (Marafioti 2003: 34) ya que consiste en “el uso de recursos de la retórica para hacer pasar por fuerte el argumento débil, es decir, para persuadir al oyente de que una tesis falsa es verdadera” (Nudler 2009: 26). La erística es propia de los razonamientos sofísticos, por lo que fue criticada por Aristóteles.

Gorgias y Protágoras, dos de los sofistas más prominentes, afirmaban “la imposibilidad del conocimiento humano para conseguir la verdad” (Barreiro 1983: 15). Por esta razón, para los sofistas, la erística no tiene como finalidad la verdad sino la victoria; no se trata siquiera de lograr un entendimiento con el adversario, simplemente de derrotar al oponente. En este sentido, Gorgias sostiene que la erística es un “arte del discurso con el único fin de persuadir al interlocutor o lograr la victoria en las discusiones sin preocuparse por la verdad” (Marafioti 2003: 25). Como puede apreciarse, el discurso erístico no tiene por objeto la verdad ni la comprensión mutua, sino que trata de plantear “unos hechos, unas razones y unas explicaciones verosímiles, fácilmente admisibles por el auditorio y los jueces” (Barreiro 1983: 64). Los sofistas fueron los primeros en percatarse del poder del discurso y de la capacidad persuasiva de la comunicación y la palabra para modificar estados de creencia, conductas y emociones. Gorgias afirma que “el poder del discurso sobre la constitución del alma puede ser comparado al efecto de las drogas sobre el estado corporal. (…) Palabras diferentes son capaces de despertar dolor, placer o temor, o, también, a través de una persuasión dañina, llegar a narcotizar y a hechizar el alma” (cit. por Barreiro 1983: 17).

¿Cuál es la relación entre el discurso erístico y la racionalidad populista y qué consecuencias tiene dicha relación para la vida democrática? En la medida que el populismo concibe al antagonismo amigo/enemigo como una negatividad ontológica constitutiva de la realidad social, el otro no puede ser considerado fuente de verdad ni de razón, sino una amenaza permanente a mi voluntad. La racionalidad populista entraña una ética de la negatividad que sustrae al otro, al enemigo, como sujeto legítimo de enunciación. Esto implica también el bloqueo de un proceso dialéctico en sentido estricto, es decir, de un diálogo controversial de razones que permita a cada polo de la dicotomía someter a la crítica intersubjetiva su propio punto de vista con la finalidad de revisar, dudar y, eventualmente, modificar sus argumentos. Esta clausura dialéctica conduce al populismo a un régimen de verdad monológico, en lugar de uno dialógico, pues solo el pueblo puede detentar la verdad, lo que implica negar todo argumento contradictorio proveniente del otro-antagonista o enemigo.

Nuestra interpretación es que la erística populista, en cuanto ética del discurso, tiene fuertes connotaciones autoritarias, pues erige al enunciador del campo amigo en única fuente de verdad y razón, la cual es sistemáticamente negada a su enunciatario antagonista. Dicho de otro modo, “el populismo, como anteriormente el fascismo, interpreta que su propia posición es la única y verdadera forma de legitimidad política” (Finchelstein 2018: 21). En consecuencia, en el campo de la racionalidad populista, la producción social de la verdad está fuera de la argumentación, pues lo verdadero y lo falso no dependen de lo que se dice (el argumento), sino de quién lo dice (la posición de quien enuncia), es decir, de lo que el discurso populista y a la postre el líder afirma como tal. En conclusión, podemos sostener que la racionalidad populista instituye un régimen autoritario de verdad en la medida que esta está determinada “por la autoridad de quien dice” y no por “un acuerdo con el interlocutor” (Marafioti 2003: 38). En este aspecto, “el populismo se liga directamente con la clásica negativa fascista a determinar la verdad empíricamente” (Finchelstein 2018: 13). Mussolini (1937: 1) afirmaba que “el fascismo (…) es la fórmula de una verdad” y en la Italia sometida a su yugo se decía “es cierto porque lo dice Mussolini” (Montes de Oca 2018: 135). En el peronismo, “primer régimen populista moderno en la historia” (Finchelstein 2018: 127), Eva Perón, esposa del líder del movimiento, dijo “Esto es verdad. Primero porque lo ha dicho Perón y segundo porque efectivamente es verdad” (Montes de Oca 2018: 135). En definitiva, en el populismo el discurso del líder es el canon y criterio de verdad. En semejante espacio discursivo queda poco margen para la crítica como práctica de la libertad.

En contraste, un régimen democrático de verdad es de naturaleza dialógica, pues “la producción de lo verdadero es posible sólo dentro y por acuerdo con el otro (el interlocutor)” (Marafioti 2003: 36). La pregunta que queda abierta en términos del pensamiento complejo es si puede concebirse una dialógica entre argumentación y poder de modo tal de que se evite tanto la Escila de una argumentación sin reconocimiento efectivo del poder del discurso, como la Caribdis de una voluntad de poder sin argumentación.

 

6. Controversias sobre la subjetivación y el lazo social

¿De qué modo una racionalidad política influye en la producción de la subjetividad y la estructuración del lazo social? Toda racionalidad tiene efectos en la constitución de las subjetividades en la medida que la primera estructura una forma de relacionarnos con el mundo de objetos y con el mundo de sujetos, con los otros y con nosotros mismos. Ahora bien, mientras que el modo de subjetivación del liberalismo ha sido profundamente estudiado (Alemán 2016, Ibarra Ibañez 2021, Murillo 2015, Rose 1999), no cabe decir lo mismo respecto del modo de subjetivación estimulado por la racionalidad populista. En general, la crítica al liberalismo formulada desde la izquierda lacaniana (Alemán 2021, Stavrakakis 2010) y la teoría populista (Laclau 2005, Mouffe 2019) ha quedado atrapada en la hermenéutica foucaultiana que acentúa el lazo entre liberalismo, gobierno y subjetividad, pero ha sido incapaz de problematizar la subjetivación de la razón populista. Para estos críticos parecería que solo el neoliberalismo produce subjetividades, mientras que soslayan la potencia subjetivadora de la teoría que ellos mismos pregonan. Llamativamente, los teóricos críticos del populismo (Rosanvallon 2020, Zanatta 2014 y 2021) tampoco han profundizado en los procesos de subjetivación populista. Así, el lazo entre populismo y subjetividad se encuentra en un vacío de estudios teóricos y empíricos.

En estas coordenadas problemáticas, nos interesa plantear una controversia entre el homo liberal, el homo populista y el homo complexus, pues las diferencias entre estos modos de subjetivación plantean consecuencias teóricas y prácticas para pensar la democracia y la constitución del lazo social. Para Morin (2001b: 57), el paradigma de la simplificación heredado de la modernidad nos legó una comprensión unidimensional y reduccionista de ser humano como sujeto de “la racionalidad (homo sapiens), la técnica (homo faber), las actividades utilitarias (homo economicus), las necesidades obligatorias (homo prosaicus)”. La teoría del homo complexus concibe al ser humano como una unidad múltiple de procesos dialógicos. El homo sapiens es también homo demens, sujeto de la afectividad, del mito, del delirio. El homo faber es también homo ludens, el homo empírico es también homo imaginario, el homo economicus es también homo consumans, sujeto dilapidador y de la consumación. El homo prosaicus es también homo poeticus (Morin 2001a).

Frente a la complejidad de la subjetividad humana, las racionalidades liberal y populista despliegan lógicas simplificadoras. La razón liberal, surgida al calor del racionalismo moderno, efectúa una reducción de la complejidad por el polo del homo sapiens, pero no puede concebir la naturaleza afectiva, imaginaria, delirante y poética de la existencia humana. Inversamente, la razón populista, emergente de la tradición contrailustrada, efectúa una reducción de la complejidad por el polo del homo demens, pero no puede concebir la dimensión racional, empírica, técnica y prosaica de la existencia humana. Morin argumenta que la razón que ignora la afectividad es irracional (Morin 2001a), pero también puede decirse que la afectividad que no dialoga con la razón es delirante. En consecuencia, el racionalismo liberal que ignora la afectividad deviene en una locura racionalizadora, mientras que el racionalismo populista que absolutiza la afectividad y niega la razón deviene en un delirio irrazonable. En contraste, el pensamiento complejo plantea que hay “una dialógica entre la racionalidad y la afectividad” (Morin 2007: 38) y que esta última es “el rasgo de unión entre homo sapiens y homo demens” (Morin 2001a: 135). Por tanto, podemos conjeturar que mientras que la subjetivación liberal y populista son monológicas, pues tienden a excluir y negar sus opuestos contradictorios (la afectividad y la razón), la subjetivación compleja es dialógica porque integra las dimensiones complementarias y antagonistas del ser humano.

Los modos de subjetivación deben ser entendidos también como procesos intersubjetivos porque implican un modo de relacionarse con el otro y, por lo tanto, plantean consecuencias para la construcción del lazo social. ¿Cuál es el tipo de lazo social que estimula la subjetivación liberal y la populista? Castro-Gómez (2012: 141-153), siguiendo la línea de investigación abierta por Foucault, argumenta que la génesis del pensamiento liberal está animada por una controversia antropológica entre el homo jurídicus y el homo economicus, entre la ley y el mercado. Así, el pensamiento liberal hasta el siglo XIX intentó mantener una relación dialógica entre ambas, es decir, una unidad compleja entre “la axiomática fundamental de los derechos del hombre y el cálculo utilitario de la independencia de los gobernados” (Foucault 2007: 62). Sin embargo, el pensamiento neoliberal en el siglo XX simplificó la dialógica del liberalismo decimonónico a través de la monológica del mercado, por lo que “el Homo economicus terminó imponiéndose sobre el Homo juridicus” (Castro-Gómez 2012: 145-146). El predominio del homo economicus como criterio organizador de todas las relaciones transforma al individuo en un empresario de sí mismo capaz de cuidar y maximizar su capital humano (Becker 1993, Foucault 2007). Se produce así una economización del lazo social, en el cual la lógica de la empresa y el beneficio penetra todas las relaciones sociales y ámbitos no económicos: la política, la educación, la cultura. El resultado es una sociedad atomizada en individuos que compiten entre sí en todos los ámbitos sociales a través de una lógica meramente económica. Todo lo que no pueda ser asimilado a la lógica del homo economicus debe ser excluido: la comprensión, la solidaridad, la fraternidad, el goce, el amor, la vida. En la medida que toda relación social se convierte en una relación económica, la racionalidad neoliberal produce una sociedad empobrecida espiritual y afectivamente.

¿Quién es el homo populista? El sujeto del populismo es el pueblo despojado de toda individualidad concreta. El único individuo autónomo del populismo es el líder, intérprete privilegiado de la realidad del pueblo. Esta es la primera manifestación del modo de subjetivación populista como subjetividad asimétrica entre el pueblo y el líder. Ahora bien, la democracia es “una concepción ascendente del poder” (Bobbio 2018: 50), es decir, emergente o de abajo-hacia-arriba (bottom-up); mientras que la autocracia se funda “en una concepción descendente” (Bobbio 2018: 50), esto es, de arriba-hacia-abajo o jerárquica (top-down). El populismo es democrático en la medida que se apoya en procedimientos electorales, pero este procedimiento formal permite hacer equivalente “las mayorías electorales temporarias con el pueblo de la nación como un todo” (Finchelstein 2018: 123). Por este mecanismo opera una transferencia del pueblo al movimiento y de este al líder, cuya lógica es similar al marxismo en el cual “una fe mesiánica en el proletariado (…) se cristalizó en la fe religiosa en el Partido” (Morin 2002: 28) y se convirtió en el dogma autoritario del Estado. Desde esta óptica, populismo y marxismo configuran lo que Morin (1999) denomina religiones de salvación terrestre, es decir, concepciones mesiánicas de la política. En la teología populista, hay un nuevo mesías: el pueblo ha reemplazado al proletariado, el movimiento al partido de la clase obrera, pero en la cúspide se encuentra la voluntad de líder. Esta es la inversión autocrática de la democracia populista. El nuevo apocalipsis no es ya la revolución, sino “la crisis de la formación hegemónica neoliberal” (Mouffe 2019: 5). Finalmente, la tierra prometida del populismo no es la sociedad sin clases, sino una democracia hegemónica, radical y mayoritaria. En resumen, el populismo es una dialógica que combina una forma democrática y una lógica autoritaria, lo que produce una subjetividad asimétrica y mesiánica.

Hay una segunda razón por la cual el populismo produce una subjetividad asimétrica, resultante de la dicotomía amigo/enemigo que estructura el lazo social populista. Para esta racionalidad, el pueblo es una construcción que emerge solo en la medida que se constituye una “frontera política que divide a la sociedad en dos campos” (Mouffe 2019: 93). El producto de la racionalidad populista es una comunidad fragmentada y una sociedad dividida en dos campos antagónicos: el pueblo (amigo) y el antipueblo (enemigo). Cabe plantear un conjunto de interrogantes clave para problematizar la subjetivación populista. Por un lado, ¿quiénes son los individuos que conforman el antipueblo? Son los ciudadanos excluidos de la democracia populista, aquellos cuya diferencia no ha podido ser articulada en la cadena de equivalencias que conforma al pueblo como sujeto colectivo. Por otro lado, ¿qué vínculo social puede construir un individuo del campo popular con otro individuo del campo enemigo? Dicho de otro modo, ¿cómo relacionarme con el otro contradictorio, excluido a través del antagonismo social? Entre los campos antagónicos no solo hay asimetría, sino también incomunicación. La comprensión y el diálogo solo son posibles dentro de un polo de la dicotomía. El populismo produce una subjetividad monológica que le impide dialogar y comprenderse con el otro contradictorio, pues el enemigo es una diferencia que amenaza mi identidad. Por lo tanto, puede argumentarse que la subjetivación populista es dualista e irreflexiva, la primera divide y opone lo contradictorio a través de una disyunción dicotómica, la segunda impide pensar lo dicotomizado y lo desunido. ¿Cuál es el efecto de este modo de subjetivación populista para la constitución del lazo social? La racionalidad populista produce una intersubjetividad social basada en la incomprensión y la enemistad cívica, el quiebre comunicativo y el bloqueo de la comprensión, la pérdida de la solidaridad y la fraternidad y, finalmente, un quiebre dicotómico del lazo social.

Para concluir, el neoliberalismo y el populismo constituyen modos de subjetivación diferentes; sin embargo, tienen efectos similares sobre la intersubjetividad, ya que producen una disyunción del lazo social. No obstante, se diferencian en virtud de la naturaleza de la disyunción: el neoliberalismo produce una disyunción atomizante mientras que el populismo estimula una disyunción dicotómica.

 

7. Conclusiones: ¿complejizar la democracia?

Es relevante contextualizar el análisis realizado en el conjunto de la obra moriniana. Por un lado, está fuera de duda la vocación democrática y la preocupación política que animan el desarrollo del pensamiento moriniano. Esto se observa en múltiples obras, desde la temprana crítica al comunismo estalinista en la década de 1950 (Morin 1976) y el análisis de la URSS como complejo totalitario (Morin 1983) hasta la teorización de una vía para el futuro de la humanidad que pueda realizar la Tierra Patria como comunidad de destino planetario (Morin 2011). Sin olvidarnos, desde luego, de sus planteos sobre la democracia cognitiva (Morin 1999), la antropolítica (Morin 2002) y la política de civilización (Morin 2009). Sin embargo, debemos observar que los planteos políticos morinianos no se encuentran integrados en el desarrollo de su obra principal El método, en la cual las cuestiones atinentes a la política, la democracia y el Estado ocupan un lugar marginal. Por otro lado, también debemos señalar que el pensamiento político de Morin no está formulado como una filosofía política sistemática y explícita lo suficientemente integrada con sus planteos ontológicos, epistemológicos, metodológicos, éticos y educativos. Asimismo, la originalidad del pensamiento complejo moriniano presenta una débil articulación con diversas tradiciones de la filosofía política.

En el centenario de Edgar Morin, este trabajo puede interpretarse como una respuesta posible a las observaciones críticas anteriormente formuladas. En efecto, hemos iniciado un diálogo entre el pensamiento complejo y la filosofía política partiendo de un concepto epistemológico central en la arquitectura teórica de El método: la noción de paradigma. El conjunto de las controversias analizadas a lo largo de este trabajo nos permite plantear una conjetura: las diferencias fenoménicas entre populismo y liberalismo en el campo del discurso y de la acción política obedecen a controversias profundas sobre los supuestos paradigmáticos que organizan a ambas racionalidades políticas. Más allá de las diferencias sustantivas entre liberalismo y populismo, ambos comparten principios que se entroncan con lo que Morin ha conceptualizado como un paradigma de la simplificación. Queda abierto el problema de si el paradigma de la complejidad puede estimular el desarrollo teórico y práctico de una filosofía política del pensamiento complejo que constituya una alternativa a la racionalidad liberal y populista. Dicho de otro modo, se plantea el interrogante de si el pensamiento complejo puede afirmarse como una filosofía social y política para regenerar la democracia en el siglo XXI.

En relación con las diferencias paradigmáticas de la democracia liberal y la democracia populista cabe recordar la aguda reflexión de Robert Merton (2002: 92) cuando observaba que “con excesiva frecuencia, se ha empleado una misma palabra para simbolizar conceptos diferentes, así como el mismo concepto ha sido simbolizado por diferentes palabras”. La tradición liberal y populista utilizan una misma palabra, “democracia”, para simbolizar conceptos diferentes. Si esta afirmación es plausible, debemos reconocer que el concepto de democracia es un signo lingüístico multiacentuado (Voloshinov 1976) que constituye una arena de disputa paradigmática, con alcances filosóficos, antropológicos, subjetivos, y políticos sobre distintas concepciones del mundo y diferentes formas de organizar el poder y la vida en comunidad de una sociedad. Esto plantea el problema de si es posible desarrollar una dialógica, en el sentido moriniano del término, entre el liberalismo y el populismo, de modo tal que conduzca a un enriquecimiento de la teoría y práctica de la democracia. Esto parece improbable, pero no es necesariamente imposible. Esa improbabilidad se funda en la existencia de una asimetría paradigmática entre el liberalismo y el populismo. En efecto, si el liberalismo es coherente con sus principios y valores debe reconocer la legitimidad del otro populista, pues, como decía Ortega y Gasset (1983: 88), el “liberalismo (…) es la suprema generosidad (…) la decisión de convivir con el enemigo, más aún, con el enemigo débil”. En consecuencia, el liberalismo está obligado moralmente por sus propios principios a mantener una apertura al diálogo razonable con el populismo. Inversamente, el populismo no está constreñido a tal cosa, pues, en el marco del antagonismo amigo/enemigo, el liberalismo es remitido al segundo polo de la dicotomía.

En términos del pensamiento complejo, enfrentar dialógicamente la controversia paradigmática entre liberalismo y populismo exige evitar dos simplificaciones. Por un lado, si la tradición liberal rechaza la crítica populista corre el riesgo de degradarse dogmáticamente. Incorporar las ideas de poder y de conflicto en el liberalismo podría ser un aporte del populismo a esta tradición. La interpelación del pensamiento complejo al liberalismo podría conducir a abrir su filosofía al reto de la complejidad y la contradicción sin totalización última. La complejización del liberalismo implicaría revisar sus supuestos antropológicos restringidos al homo sapiens. La teoría de la complejidad humana de Morin puede representar un aporte decisivo a este respecto. Por otro lado, así como la posmodernidad constituye una superación no dialéctica de la Ilustración, el populismo pretende constituir una superación no dialéctica del liberalismo, lo cual conlleva el riesgo de socavar y abandonar ciertos logros y virtudes de la tradición liberal. El desafío para el populismo radica en su capacidad de lograr cierta Aufhebung, dicho hegelianamente, esto es, conservar y trascender el liberalismo asimilando su legado, lo que permitiría limitar las implicaciones autoritarias y antidemocráticas del antagonismo.

La relación del liberalismo y del populismo con la idea de complejidad plantea consecuencias relevantes para pensar la democracia. El liberalismo clásico, al menos desde Kant, reconoce el rol constructivo del antagonismo y del conflicto, lo cual está estrechamente vinculado a la dialógica moriniana que plantea que “el pensamiento no puede superar contradicciones fundamentales, y que el juego de los antagonismos –sin por ello suscitar síntesis– es en sí mismo productor” (Morin 1995: 64). Asimismo, el principio pluralista del liberalismo implica, epistemológicamente, la apertura a múltiples puntos de vista potencialmente heterogéneos, conflictivos, contradictorios y complementarios. Sin embargo, y ese es un punto crucial, el neoliberalismo contemporáneo ha operado una simplificación de la complejidad del liberalismo clásico a través de un reduccionismo economicista, racionalista y libertario, en detrimento de la política, la emoción y la igualdad. Esta simplificación neoliberal no solo degrada la democracia, sino que hace socialmente viable la crítica populista.

La teoría populista implica, en principio, una apertura a la complejidad social por cuanto reconoce el carácter constitutivo del conflicto y el antagonismo. Ciertamente, el pueblo del populismo es una unidad compleja porque es una unidad múltiple que emerge de la unión de demandas sociales heterogéneas e, incluso, contradictorias. En términos morinianos, puede afirmarse que el pueblo es una construcción dialógica. Ahora bien, la unidad compleja del pueblo requiere la simplificación dicotómica del sistema social, pues aquella solo puede afirmarse a través de la exclusión antagónica del enemigo. En conclusión, el populismo es una lógica política compleja que simplifica lo social y degrada la democracia al impedir construir un vínculo dialógico con la contradicción social excluida a través del antagonismo.

Para concluir, en términos morinianos, complejizar la democracia implica complejizar nuestro propio pensamiento. No puede haber democracia compleja sin pensamiento complejo, esto es, sin una cultura de pensamiento abierto a la complejidad, la contradicción y la incertidumbre. En la obra de Morin, la complejidad no es solo un valor epistémico ligado a la construcción de conocimiento científico, sino que es también un valor social y ético ligado a nuestro modo de vivir con la contradicción. Aquí se plantean dos desafíos que pueden servir a un programa de investigación sobre democracia y complejidad en el futuro. Por un lado, desarrollar una filosofía política del pensamiento complejo; por el otro, pensar una estrategia política para complejizar la democracia. Los retos intelectuales y cívicos están entrelazados. Respecto al primer desafío se vislumbran dos ejes de trabajo concretos. Primero, analizar las implicaciones de los principios paradigmáticos del pensamiento complejo para pensar la democracia. Segundo, examinar si una comprensión de la complejidad humana puede afirmarse como concepción antropológica para una política y una democracia compleja. ¿Pueden el pensamiento y la acción política abordar problemas complejos sin complejizar la concepción antropológica que sustenta la racionalidad política?

Respecto del desafío estratégico, conviene recordar las palabras de Sun Tzu (2012: 9) en El arte de la guerra: “Cualquiera que tenga forma puede ser definido, y cualquiera que pueda ser definido puede ser vencido”. La democracia liberal tiene una forma definida y cristalizada en instituciones democráticas. La democracia populista no tiene una forma institucional definida. Si la observación del estratega chino es plausible, entonces es probable que el siglo XXI sea el siglo del populismo. Sin embargo, el pensamiento complejo de Morin nos invita a pensar conjuntamente lo “probable y lo improbable, y prever la posibilidad de lo imprevisto” (Morin 2020: 82). La complejización de la democracia y de nuestro pensamiento es una posibilidad improbable, un evento raro cuya realización depende de nuestro trabajo intelectual y de nuestra acción política.


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Gazeta de Antropología