Gazeta de Antropología, 2023, 39 (1), artículo 01 · https://hdl.handle.net/10481/79502 Versión HTML
Recibido 2 diciembre 2021    |    Aceptado 24 junio 2022    |    Publicado 2023-01
La construcción de un espacio para observar. Una estación de autobuses en el sur de Europa
The construction of a space to observe. A bus station in southern Europe




RESUMEN
A partir de la observación a un lugar privilegiado del capitalismo actual, la estación de autobuses de una ciudad del Sur, además de un espacio histórico de gran relevancia, donde se representan y simbolizan los ideales de una sociedad moderna, controlada y ordenada, se hacen una serie de preguntas relevantes a la manera en cómo construimos, primero, nuestros objetos de investigación y segundo las metodologías propias para abordar todo ello. En este trabajo me pregunto cómo es la epistemología con la que podemos construir un mundo, el de la estación de autobuses, pero también cuál es el sentido, la ética e incluso, la relación con la propia manera de hacer etnografía más allá del exotismo en un el medio de la sociedad europea actual. En este sentido, qué estudiamos cuando hemos decidido que un espacio dado es relevante, a partir de un juego de toma de decisiones desentraño el cómo, el dónde y el quién.

ABSTRACT
A look at a privileged place of current capitalism, the bus station of a city of the South, in addition to a historical space of great relevance, where the ideals of modern, controlled and an orderly society is represented and symbolized, a series of questions relevant to the way in which we build, first, our research objects and second the own methodologies to address all this. In this work I wonder what is the epistemology with which we can build a world, that of the bus station, but also what is the meaning, ethics and even the relationship with the very way of doing ethnography beyond an exoticism in the middle of today's European society. In this sense, what we study when we have decided that given space is relevant, from a decision-making game unravels the how, where and who.

PALABRAS CLAVE
epistemología | movilidad | estación de autobuses | etnografía | construccionismo | institución
KEYWORDS
epistemology | mobility | bus station | ethnography | constructionism | institution


Oh, benvinguts, passeu passeu, ara ja no falta ningú
O potser sí, ja me n’adono que tan sols hi faltes tu
També pots venir si vols, t’esperem, hi ha lloc per tots
El temps no compta, ni l’espai, qualsevol nit pot sortir el sol.
(“Qualsevol nit pot sortir el sol”, Jaume Sisa, 1975)

 

La movilidad entre paradigmas e instituciones

La movilidad, entendida como un constante fluir, ha sido el gran espacio de una nueva sociología-antropología-geografía, donde objetos, espacios y subjetividades se han visto enfrentados en torno a la idea de que el movimiento está lleno de valores y jerarquías, de símbolos y planteamientos (Urry 2007, Sheller 2013, Castro-Gómez 2009: 59-101). En cierta medida todo esto que podríamos entender como un dispositivo de movilidad, parafraseando lo dicho por Foucault (1987), como un conjunto heterogéneo de discursos, tecnologías y prácticas que desde el siglo XIX inscribieron el movimiento de la población en unos juegos de verdad, a partir de los cuales quedó investido con determinadas propiedades y cualidades. Si en otros tiempos la cárcel o el hospital eran ese lugar, esa zona fuerte de lo social, hoy no podemos dejar de pensar en cómo nos representamos acaso en el supermercado o en los museos, pero ante todo en el aeropuerto. Sin duda, es el gran lugar de la sociedad postcapitalista y donde el concepto de lo contemporáneo tiene un sentido total posfordista y se muestra sin tapujos. De hecho, los conceptos de seguridad, movilidad, representación, modernidad, mercado o disciplina se encuentran alojados de manera representativa, normativa y práctica en este espacio, un tanto negado, aséptico y sobre-vigilado: el aeropuerto es la máxima exageración y radicalidad de todo lo que se construye en torno a los símbolos y formas de relación de poder en la contemporaneidad (Güller y Güller 2002, Potthast 2012). En efecto, es ahí donde lo que esta sociedad dice que es se representa, tomando una forma concreta y material. Así podríamos decir que el aeropuerto es, en este sentido, la institución clave del mundo contemporáneo postcapitalista.

De la misma manera, en una escala menor, menos exagerada, pero igualmente simbólica, la estación de autobuses de Jaén, una pequeña ciudad de la Andalucía interior, dentro de los esquemas de una epistemología del Sur (García 2019, Sousa y Meneses 2014), es ese espacio que sirve de representación de un mundo que muestra su cara más decadente, clasista y furibunda. Pero que, a su vez, como en el aeropuerto, es el lugar central del discurso de la modernidad, cuando menos de como se ha entendido y construido en este lugar. Así, pues, la estación de autobuses trasciende su propia idea de ser un espacio funcional, aunque tenga el empeño de centrar ese discurso, para mostrar una serie de elementos que son centrales en la sociedad que lo circunda, usa e, incluso, habita: desde el concepto de movimiento al de tránsito, desde la idea de ordenamiento social a la de emigración. Todo lo social parece concentrarse en este lugar, como práctica y como representación. Consecuentemente, podemos decir que es un lugar clave para la observación no solo de la teoría social, sino ante todo de la propia sociedad que lo gestiona.

Tenemos entre manos, por lo tanto, dos cosas: por un lado, un espacio privilegiado de lo social, con lo que supone ver y poner a prueba nuestros conceptos. Y, por otro lado, un espacio donde ocurren muchas cosas y que, en última instancia, es una muestra muy coherente de cómo funciona y se articula el mundo contemporáneo postcapitalista, ciertamente en un lugar tan exótico como es la ciudad de Jaén. En este sentido, la propia arquitectura que lo conforma como un proyecto funcional y simbólico determinado, así como el espacio urbano circundante, son parte a su vez de un criterio histórico, genealógico y etnográfico, que tiene su propio contenido, y donde se ha puesto a prueba tanto en cuento tiene un discurso funcional que lo explica: el de servir como lugar donde funciona el principio y fin de las líneas de autobús que conectan Jaén capital con el resto de las poblaciones y fuera de esta con una gran cantidad de otros lugares. Pero también hay una historia social que da cuenta de qué lugar ocupa Jaén en una red más extensa de espacios regionales, provinciales y nacionales, así como el decaimiento de lo público, visible sin reparos en la constante desatención por el transporte basado en el tren.

La estación de autobuses, también, es un lugar para observar las causas de las políticas municipales, regionales y nacionales. No menos para prestar atención a cómo se aborda el urbanismo e, incluso, cuáles son los intereses inmobiliarios de un espacio en constante remodelación y cambio (Anta 2021). La estación de autobuses se mueve en múltiples planos, cristalizando desde una mirada muy pequeña, que da cuenta de esa micro-sociología del fascinante comportamiento humano, hasta los niveles simbólicos que se concentran en torno a la idea de mercado, el movimiento y el desarrollo, pasando por las posibilidades de hacer una historia, incluso de corte social, a través del espacio y su edificio y cómo se han transformado, y terminando con una observación de gran espectro sobre los grandes planes de carácter político que no parece posible en un mundo en red, interconectado y balanceado en ideas que tienen que ver con el centro-periferia, la dependencia y la gestión de lo público (Daniels y Warnes 1983, Fernández Durán 1980). Así, la estación de autobuses concentra ese discurso del estado de bienestar, junto con la escuela y el hospital, de un derecho concreto a elementos que han de garantizarse desde las políticas públicas: la educación, la sanidad y el transporte. Si el aeropuerto es el espacio privilegiado y central de la sociedad postcapitalista, la estación de autobuses lo es de la sociedad que concentra su discurso en el estado del bienestar. A su vez hay que recordar que la decadencia de lo público es patente, tal cual, en sus productos y sus valores, la amenaza de la privatización y mercantilización de este espacio no es sino el de la propia historia de los objetos públicos-privativos, una vez más, evidenciamos el derribo de la idea de bien común, espacio conceptual donde se enclava todo esto que aquí estudiamos.

Pero esta decadencia no es solo el producto de unas ideas en retirada, sino que es visible también en el mantenimiento de la parte arquitectónica y, sobre todo, en mucho de lo que en su interior ocurre, con un funcionamiento basado en un mercado basado en ideas keynesianas, digamos, de primer orden, con un sistema laboral y de comercialización que es una auténtica reliquia de los tiempos en que el capitalismo de corte estatista era un gestionador de bienes, servicios, recursos humanos y materiales (Herce y Miró 2002); obviamente, un Estado que no dudó en ofrecer ayudas y coartadas narrativas a las sociedad mercantiles que le eran afines a sus intereses. También un espacio, este de la estación, donde ocurren muchas cosas, unas en tránsito y otras fijadas a ideas e interpretaciones de la modernidad. Un espacio para los sentimientos y para la política. Un espacio que no puede ser otras cosas que una atalaya desde la cual observar de manera privilegiada lo social, lo político y lo económico en un mundo extraño, exótico y en constante transformación. En última instancia todo parece remitir a una cierta idea de orden del territorio, de materialidad desde la que se asienta las redes, la identidad y las miradas a la sociedad como espacio para la vida (Zárate 1997). Por otro lado, el debate sobre el modelo de ciudad que se plantea a nivel técnico, cuanto más político, tiene en el transporte uno de sus ejes de discusión (Crespo y Moya 2012, Seguí y Martínez 2004), es tanto moverse como la manera de hacerlo. La movilidad es ese gran concepto contemporáneo sobre el que ha funcionado tanto la idea de que hay que controlar la sociedad, a la vez que permitirle una cierta expansión (Urry 1999). Convertida, así, en un sentimiento gestionado, la movilidad contemporánea es fuera de toda duda la ausencia de una experiencia de recorrer y solo un deseo de llegar. En consecuencia, la movilidad no tiene sentido como experiencia de viaje y se reduce a un ejercicio de transporte. De ahí su importancia en cuanto a los objetos que usa y dispone, el autobús tanto el urbano como el interurbano, lejos de ser un anacronismo es una idea fuerte de las posibilidades de desplazarse. Por lo tanto, la estación de autobuses, a lo que hay que sumar la motorización de todo el espacio urbano, es un lugar determinante de toda esta ideología del movimiento contemporáneo (Jacobs 2011: 377-410).

Por otro lado, el Estado del Bienestar, en cuanto que ideología política, puso el acento sobre tres dinámicas de gestión pública, lo socio-sanitario, que incluía una importante consideración no solo a la salud, sino también a regularizar la vida social en un sentido amplio, acabando con la pobreza, las marginalidades y las situaciones de vulnerabilidad. Por otro lado, la universalización de la educación, tanto en los contenidos como en la obligatoriedad de una edad a otra, de la justicia y la seguridad. Y, por último, el libre acceso al espacio social, lo que significaba crear medidas jurídicas, institucionales y de infraestructuras que permitieran la movilidad. Los transportes se convertían así en un derecho de los ciudadanos. En este sentido las estaciones de autobuses cambiaban radicalmente su sentido, se establecía una ruptura histórica con respecto a la anterior forma de gestionar a los “viajero”. La estación de autobuses tiene una historia relativamente reciente, como no podía ser de otra manera en función de la propuesta que conlleva.

Claro que también está la idea de transporte, de la necesidad de tener instrumentos eficaces, democráticos y asequibles para moverse. Todo un debate que sin duda hay que tener en cuenta. Sin duda, porque el pasado está tan estructurado en la hegemonía del monopolio capitalista. En los últimos veinte años todo un núcleo de geógrafos, urbanistas y expertos varios ha irrumpido dejando claro que, primero, el transporte es parte del estado de bienestar y, segundo, que la movilidad es un bien que conforma las ciudades. El concepto del derecho a la movilidad tiene uno de sus orígenes en la sociología urbana de Lefebvre (1976: 127-144), quien señaló la importancia de la movilidad como tema social y político, en la medida que remarca las condiciones del acceso, o no, a una economía más distributiva, remarcando la democratización de los espacios a los que se le vincula, y estableciendo redes de necesidades y servicios con respecto a los espacios de la vida social laborales, de ocio y de vivienda. Es evidente que la red de transporte, en tanto que representación de las ideas conceptuales de la movilidad en el espacio presente, se pueden ver como un recurso que establece una serie de diferenciaciones con respecto a la equidad, la justicia y el acceso a la riqueza. Una suerte de entramado de saberes y demostraciones que tienen que ver con una cierta geografía de los derechos democráticos (Gutiérrez 2010, Herce 2009 y 2010). En este sentido, la movilidad es, por una parte, precondición de los otros derechos y, por otra, una especie de derecho genérico con una importancia social, política y económica creciente. No se puede olvidar que es en cierta medida uno de los factores de la vida cotidiana en un mundo altamente globalizado, líquido y movedizo. A la par que el debate del transporte entra de lleno en los condicionantes económicos más globales, como el uso de combustibles, el impacto medioambiental o los sistemas de seguridad de las personas (Natal 2003). Todo un mundo de retos para la sociedad actual y que tiene una importancia grande en la manera en cómo se piensan las personas en relación a sus recursos y a su contenido social y cultural.

 

Un espacio privilegiado para observar

Aquí tomo la estación de autobuses de la ciudad de Jaén como uno de esos espacios privilegiados para la observación de la sociedad postcapitalista contemporánea. Consecuentemente es tratado como absoluto etnológico: un lugar que no solo es una representación de lo social, sino también el lugar donde la sociedad en que se enmarca utiliza como gran pantalla de sus ideas y de sus prácticas, concentrando, al final, lo social en sí mismo. Una zona cultural que también produce y reproduce multitud de geografías sentimentales, un constante derroche de despedidas y bienvenidas, de inicios y de rupturas, de relaciones que terminan y acaban. Yo mismo soy un ejemplo de ello. Esta estación fue el primer sitio que pisé de Jaén, hace ya dos décadas, cuando llegué para encargarme de una plaza de profesor de antropología social en su universidad. Pero, como usuario del transporte público, también el último que piso cuando salgo de Jaén. Y nadie puede negar que en esta decadente y simbólica estación se den miradas cruzadas de múltiples elementos que lo hacen, a los ojos del etnógrafo, un espacio privilegiado. De alguna manera no quería caer en la seductora, pero realmente falsa, idea de que estamos ante un no-lugar, ese entramado conceptual de Auge (1993) y que aplicado a la supuesta realidad se amalgama hasta dar lugar a una gran verdad. De hecho, podríamos pensar en el protagonista de la película de Steven Spielberg La Terminal (2004), Viktor Navorski, como alguien que recorre ese aeropuerto del que no puede salir como un no-lugar, lo mismo les ocurre a TS y Brodie, protagonistas de Mallrats (1995), de Kevin Smith, en un supermercado de Nueva Jersey, atrapados en su propio deseo de notoriedad, cuando en realidad solo son lugares que tiene reglas particulares que no siempre se adaptan a la verdad de los sujetos que lo utilizan (Cerrillo 2009). Sin embargo, esta estación de autobuses no es solo un lugar de paso, acaso un espacio donde no puede ocurrir nada porque no hay sitio para el pensamiento; pero también tiene que ser visto como un referente para y de la ciudad, en la medida que mecaniza una de las maneras claves de entrar y salir, además, se trata de un lugar referencial de la historia, las prácticas y las formas de entender las actividades de los sujetos de esta parte del mundo.

A sus virtudes como espacio social se une que tiene, de alguna manera, una cierta comodidad y amabilidad para el estudio. En mi caso no solo cumplo con la idea de hacer participación, uso la estación de autobuses asiduamente, sino que permite una más que cómoda observación, dado que los espacios interiores están bien definidos, los comportamientos están muy normativizados, las funciones muy regularizadas y los actores son claramente visibles. Pero esta facilidad y transparencia no sería más que una pura amabilidad si no fuera porque la propia estación es una constante histórica, que desde su construcción en los años 40 del siglo XX ha sido constantemente utilizada. Se une así a las posibilidades de ver lo minúsculo de la obra teatral que allí se representa a diario con un marco que prácticamente no ha cambiado a lo largo de la historia reciente de Jaén. Esta doble dimensión lo convierte, en efecto, en un espacio muy concreto para ver la realidad, los valores, los comportamientos y, por supuesto, para ver la aparición y los cambios contextuales de los conceptos con los que se vive y construye la modernidad.

Pero “estudiar” y observar la masa o a los sujetos, quizá, ya nada tenga sentido en la medida que una cosa no es comprensible, se tendría que estar muy alto para ver el conjunto y la otra es ineficaz, todos los datos pasan por debajo del radar. Construir como un objeto de estudio un espacio tan singular como es la Estación de Autobuses de Jaén y desde ahí inferir un mundo de procesos teóricos, conceptuales e ideacionales, como desde aquí se pretende, no puede ser simplemente explicado desde la ingenuidad de que es un objeto que estaba ahí. Muy por el contrario, es un objeto que está al interior del pensamiento, está asumido que existe pero que no es singular a la investigación relevante. Es, digamos, una realidad que la antropología no diría que no se puede investigar, pero que no está en su agenda. Es un objeto demasiado obvio como para que se haga significativo de algo. Y seguramente es esta doble dimensión, su invisibilidad como objeto de estudio y su máximo grado de existencia en lo social, lo que le hace tan complejo, lejano y enigmático a los ojos de una moderna antropología de lo urbano. Aun cuando podemos reconocer que es un objeto claramente significativo de nuestra traza urbana, no ha sido tomado como clave prácticamente nunca. Es obvio que esto nos lleva inevitablemente a que su construcción como objeto de estudio, lo que me permite crear una etnografía que no deja de ser una conformación de diferentes miradas de estar en el terreno y de observar de una manera, que tanto el principio estructural como el resultado tengan una condición que nos aleje de las grandes ingenuidades que se les permiten a objetos de estudios más “clásicos”, léase movimientos sociales, grupos étnicos y/o subalternos varios.

Qué podemos estudiar en una estación de autobuses: ¿a los viajeros, a los autobuses, a las empresas? ¿Desde las normas, desde las ocupaciones espaciales, desde el consumo como ritual, desde la relación social como interacción, desde los comportamientos? atendemos a lo extraordinario, a lo violento, o buscamos en su constante repetición una suerte de elementos que nos muestran la vida social contemporánea como una quinesia, un movimiento corporal, su soledad y miedo. Pero, como concluimos, con una voluntad de explicar en y para la antropología urbana, nos acercamos a las ideas conceptuales de la movilidad como explicación o como diagnóstico de una sociedad que se hace y deshace en la propia estación de autobuses. Cómo construimos lo holístico, lo comparativo, cómo relativizamos… Incluso, ¿dónde están las fronteras de la estación, en el autobús? ¿En la siguiente estación?

Y, cómo nos hacemos con la “información” relevante: ¿por medio de entrevistas, de algún tipo de observación o simplemente nos dejamos llevar en algún punto intermedio de la observación participante? Partimos de que la relevancia de la investigación está en sus preguntas, obvio, ¿pero no son las preguntas también una construcción en el proceso de investigación? ¿No son la mayoría de las preguntas una suerte de setas que aparecen en el otoño de toda investigación? ¿Incluso, una justificación de que se tenía un método riguroso de investigación? Porque mucho de lo que aquí puede ser un futuro es en cierta medida no solo el resultado de un proceso ya realizado en el pasado, sino un universal de cuestiones y dudas que están en prácticamente todas las monografías etnográficas, donde la relevancia de lo propuesto es un conjunto de reflexiones sobre lo hecho con anterioridad en un devenir de casualidades, formas de actuación creativa y creencias en el que el todo es eso o aquello y se hace por esto y aquello otro. Si partimos de la idea de que en una estación de autobuses no pasa prácticamente nada y que, además, todo lo que pasa es rutinario y repetitivo la idea de una investigación no puede ser más sencilla a la par que obvia. Se puede pensar, quizá desde una idea preconcebida e ingenua, que pasa algo por detrás, que quizá lo significativo es que hay otra cosa y se puede esperar a que ocurra así; pero en realidad se puede afirmar que no es así, en este tipo de espacios contemporáneos la transparencia es una de sus principales características y lo que se puede ver es exactamente lo que hay. Porque lo normativo, lo disciplinar, el control y la gestión de los riesgos está ahí, visible y admitido. En este tipo de espacios lo contemporáneo del capitalismo neoliberal funciona como una máquina bien engrasada y un investigador no tiene que hacer otra cosa, a priori, que observar la constante regularidad disciplinar.

 

La construcción de un objeto

Aquí, el objeto de estudio es la estación de autobuses de Jaén, que lejos de ser un espacio para la ciencia, con sus consiguientes tomas de posición en torno a la neutralidad de la mirada, se torna en lo político: un espacio que sirve para confrontar diferentes elementos que son parte de debates múltiples sobre elementos socialmente complejos y que recrean un principio de relaciones de poder. Sin embargo, primeramente, hay que dejar claro que cuando aquí planteo, que estamos ante un proyecto de investigación que se centra en una estación de autobuses, obviamente, el trabajo está fundamentalmente cerrado; aunque creamos en la idea de la generación de teoría antropológica, aunque nos centramos solo en la práctica etnográfica, aunque solo queramos salvar el trago de hacer un ejercicio, sea lo que sea, todo está ya cerrado. Porque la estación se convierte, al estudiarla, en un concepto en sí misma. La regularidad, el movimiento, el consumo, la planificación ya no son elementos que la expliquen, sino al contrario, es la estación quien los dota de discursividad, contenido y verdad. Y de esta manera la estación puede explicar, en cuanto concepto analítico, la transformación de la modernidad, pongamos por caso, de la ciudad que la contiene y habita, y como tal nos permite aplicar, a su vez sobre su espacio analítico más conceptos sintéticos, a la manera de los juicios de Kant, que nos iluminan sobre aquello que abordamos para ser descrito.

A este respecto habría que entender, primero, cómo se llega la estación; segundo, cómo lo convertimos en un objeto de estudio; tercero, cómo lo hacemos relevante a los problemas que nos planteamos; y, cuarto, cómo hacemos para describir sus relaciones de fuerza. El viejo dilema estructura y análisis queda más que roto evidenciado como parte del correlato de elementos que queremos definir y que al nombrar significamos y, en cierta medida, cerramos categorialmente. Aquí el problema es que cuando nos planteamos estudiar la estación no partimos de la estación en sí misma, no se trata de contestar, primero, “qué es una estación de autobuses”, sino más bien la pregunta es “qué es eso y qué hace ahí esa gente y esos objetos” y entonces al contestar es “una estación de autobuses” hacemos significativa la toma de decisiones que nos han llevado a verlo desde un punto de vista y no desde otro. La estación se torna, así, en una categoría cerrada, nos permitirá entender lo que allí ocurra y contestar qué hace la gente y qué cosas la ocupan, en la medida que ya no tenemos más posibilidad que ponerlo en relación al concepto cultural que hemos definido. Al proponer la idea de qué se trata de una estación, el objeto se torna transparente, cristalino, pero como una caja, nada es más que lo que la idea de estación propone: un espacio de gestión comercial de la movilidad, por medio de autobuses, dentro de un esquema empresarial y sujeto a las reglas y normas del tránsito de viajeros. Pero, esto no es más que lo obvio, la estructura cerrada de un mundo social que seguramente es más complejo. De hecho, en cuanto que sabemos de otras estructuras sociales estamos también ante una institución social que tiene diferentes dispositivos, diversas funciones y no pocas interpretaciones, el resultado de un debate en torno a cómo se relacionan los elementos entre sí.

Dice Radcliffe-Brown (1986: 205): “Los seres humanos individuales, que son en este caso las unidades esenciales, están conectados por una serie definida de relaciones sociales dentro de un todo integrado”, por lo tanto (obviaré por el momento la discusión que se genera tras esta afirmación, donde lo orgánico existe como si fuera lo único real), como estructuralmente los sujetos se construyen en la relación que hay entre ellos, no importa, por lo menos a este nivel, en cuánto participan o quiénes son. La mirada constructiva de lo social, la generación de los objetos empíricos, se hace al dar con las lógicas de la relación, por lo tanto, para el estructuralismo funcionalista lo significativo es cómo se relacionan los elementos entre sí, conformando una estructura, en este caso, social, que la cierra y la explica. Para Lévi-Strauss, la cosa no es tan así, digamos que parte de ahí, de la relación, pero el objeto de estudio se construye de otra manera: cree que la antropología debe buscar las estructuras que hay tras los hechos socioculturales, los fundamentos inconscientes de la vida social, que no son realidades empíricas, sino inteligibles, modelos, los cuales son sistémicos, inconscientes y universales:

“Para merecer el nombre de estructura los modelos deben satisfacer exclusivamente cuatro condiciones. En primer lugar, una estructura presenta un carácter de sistema. Consiste en elementos tales que una modificación cualquiera en uno de ellos entraña una modificación en todos los demás. En segundo lugar, todo modelo pertenece a un grupo de transformaciones, cada una de las cuales corresponde a un modelo de la misma familia, de manera que el conjunto de estas transformaciones constituye un grupo de modelos. En tercer lugar, las propiedades antes indicadas permiten predecir de qué manera reacciona el modelo, en caso de que uno de sus elementos se modifique. Finalmente, el modelo debe ser construido de tal manera que su funcionamiento pueda dar cuenta de todos los hechos observados” (Lévi-Strauss 1995: 301).

Entendemos, primero en Radcliffe-Brown y luego con las aclaraciones de Lévi-Strauss (de las cuales al día de hoy, mientras no sea de otra manera, en lo personal no desconfío, lo contrario que el hechicero; véase Reynoso 1990), que podemos ver la Estación de Jaén como una estructura que responde a un modelo básicamente binario, hay un dentro y un afuera, hay movilidad y hay espera, hay gestión y hay administración… y todo funciona según lo que entendemos como un sistema, donde las partes son al todo, como el todo es a las partes. La construcción del objeto, la propia idea de estación de autobuses se fundamentaría, por lo tanto, en la forma en que nos topamos con ello de manera inevitable cuando vemos lo social, más temprano que tarde nos tropezaremos con su fundamentación como uno de los elementos estructurales de la movilidad y la gestión contemporánea. Obviamente no es tan así. La estación no está simplemente ahí para que la estudiemos, la pensemos, aunque estructuralmente sea así; de hecho, también está ahí para que otros tomen un autobús que los lleve lejos, incluso de Lévi-Strauss.

El constructo “estación de autobuses” quizá se parezca más a un texto, con el que nos significamos cuando de manera autobiográfica creamos un proceso performativo, donde práctica y explicación se encuentran. Es la observación de Clifford Geertz (1992: 398-399) cuando que se topa de bruces con la cultura balinesa y descubre la eficacia simbólica:

“La función de la riña de gallos, si es lícito llamarla así, es interpretativa: es una lectura de la experiencia de los balineses, un cuento que ellos se cuentan sobre sí mismos. (…) Para los balineses asistir a las riñas de gallos y participar en ellas es una especie de educación sentimental. Lo que el balinés aprende allí es cómo se manifiestan el ethosde su cultura y su sensibilidad personal, cuando se vuelcan exteriormente en un texto colectivo”.

Como en la riña de gallos al toparnos con la estación de autobuses encontramos el texto en el que de manera interpretativa los giennenses se van, poco a poco, retratando, dejando claro cómo es su mundo y sus formas de habitar simbólicamente el mundo, dejando claro cuál es el espacio de la lucha, del debate, de las posibilidades. La estación de autobuses se convierte, así, en un texto sobre el que podemos observar las posibilidades que algunas gentes y algunas se dan como parte de una interpretación. Convertidos los objetos sociales, las instituciones, los modelos, en espacios donde se confrontan los símbolos, la “verdad” social nos permite penetrar en las preguntas que se revierten. Ya no estamos ante la idea de contestar qué es una estación de autobuses, sino más bien de hacerlo al revés: qué podemos interpretar de las gentes y sus cosas cuando decimos esto es una estación de autobuses.

Este campo de batalla por el significado de los símbolos convierte, por un lado, todo espacio social en un teatro, en la metáfora de Goffman (2006), y permite un correlato de las fuerzas, en cuanto que son formas de poder. Los símbolos, así, son condensaciones de muchas cosas (las taquillas, los bancos para esperar, las dársenas o los autobuses) y acciones (esperar, hacer cola, subir o conducir un autobús o comprar y vender un billete) en una sola cadena, que aúna significados dispares mediante analogías y poseen dos polos de sentido: uno ideológico (con su orden social, moral, normas y valores) y otro sensorial (donde tienen lugar el proceso conminativo, la interacción, las subjetividades, los fenómenos naturales y fisiológicos, los deseos o los sentimientos). Este enorme entramado de elementos, que terminan por condensar el espacio de batalla por lo simbólico, en su sobre sentido, de imposición y de adscripción (Turner 1980), nos conforman para entender que la estación de autobuses es tanto un campo de fuerzas, como un espacio de disciplinas, discusiones y reapropiaciones históricas, económicas, culturales y corporales. En última instancia podemos afirmar que la estación es un campo de batalla clásico del saber/poder, donde se dirimen las discusiones que legitiman su existencia y recrean sus posibilidades de futuro.

 

Los nuevos espacios de la observación

Muchos antropólogos se preguntan cómo podemos estudiar en el mundo contemporáneo, por medio de las series de Netflix o HBO cómo fuente de conocimiento, otros muchos se cuestionan cómo retornar las observación a los grupos que estudiamos, cómo devolver a los indígenas de América el enorme caudal de conocimiento que nos han prestado para nuestros libros, artículos y tesis doctorales y, muchos otros, antropólogos se preguntan sobre el nuevo sentido de las cosas, de los animales e, incluso, de las nuevas alianzas entre gentes que no comparte ni cultura ni mirada. Autores como James Clifford (2013) hace muchos años que nos alertan que los modelos etnográficos están plagados de novedades, que son sistemas de “adquirir” datos que, a través de la observación, de establecer lógicas, de preguntar, de participar, que tienden a ser coetáneos de los trabajos que hacemos. Y no pocas miradas proponen que hagamos observaciones donde tengamos en cuenta la casualidad, el encuentro eventual y efímero (Fay 2007). Pero también hay antropólogos, me cuenta Juanjo Pujadas (que ya había publicado un trabajo fundamental para lo que aquí trato: Pujadas 2018), que piensan que tenemos que hacer una antropología adaptativa, si los informantes se mueven movamos nos con ellos, hagamos una antropología en el viaje con los otros. Por lo tanto, la lógica interna de una investigación en un espacio como el de la estación de autobuses no solo está en relación con lo que la gente hace, siendo una clave de lo que allí podemos ver, un hacer que diría Goffman, sino que está también en relación con todo aquello que solo puede ocurrir allí, y como no con cientos de elementos asumidos como normales, dentro de un código de normatividades que se han dado por ciertas, naturales, inquebrantables y únicas. No solo es la noción de habitus de Bordieu (1988), que es obvio que aquí se da, es sobre todo la idea de que para investigar en un espacio tan contemporáneo no podemos hacer otra cosa que encontrar los conceptos que expliquen ese hacer de las gentes, y que al elegir un concepto sobre otro nos permiten encontrar las preguntas. Dicho de otra manera, los interrogantes se construyen cuando al observar los que hace la gente, y ordenarlo en una cadena lógica de investigación positiva, se aplican conceptos que determinan los problemas que me encuentro y que no se resuelven, sino que nos encontrar las preguntas pertinentes con las que establecer el diálogo que da lugar, más tarde, a tener explicaciones. Una vez más se da el viejo axioma de que la verdad ya no es importante, por mucho que así lo parezca, sino cómo se construye.

Obviamente, la estación no estaba ahí para que la estudiemos, no había ninguna tradición al respecto, no es un objeto propio de la antropología, aunque sí lo sea la movilidad (Salazar 2010), nuestras metodologías no son directamente operativas, pero se para ver este espacio, acaso desde la geografía, la historia, la arquitectura, la historia del arte, la sociología, el derecho (Vasilachis 2009). Pero entonces, qué puede aportar la antropología, pues evidentemente la observación, el método para poder ver, y después, los conceptos que lo iluminan todo, que dan el sentido de la lógica a un espacio aparentemente normal, pero singular en su desarrollo, en su dinámica, en su funcionalidad. Esto es lo aquí hemos observado, aplicamos el concepto de movilidad y nos encontramos unas cuestiones a resolver como son las energías empleadas, las formas de partir y llegar, si aplicamos la idea de habitus y nos encontramos en cómo se aborda la normalidad, la idea de que hay diferencias entre ir de una manera o de otra, si toman las ideas de estar en un proceso ritual, o de estar en un ecosistema político, o en sistema de relaciones, o en una unidad de orden económico. Cada una de estas aplicaciones conceptuales me llevarán por uno u otro derrotero y plantean una serie de cuestiones que permitirán resolver una cosa y dejar otras de lado. Los conceptos son, así, el verdadero espacio de la batalla por el conocimiento, al ser determinantes de las preguntas que dan sentido a las investigaciones.

Pero obviamente no hablamos de entender la estación de autobuses como un laboratorio social, ni mucho menos, no se trata de poner a prueba nuestra hipótesis, en el caso de partir de ahí, sino más bien de lo contrario: tomar la estación en un doble sentido, por un lado como una expresión y respuesta de la sociedad local a problemas globales y, sobre todo, de ver la estación como un espacio puramente social, donde lo que ocurre tiene que ver con las ideas, las actitudes y los comportamientos de los sujetos que la usan y donde se aplican los conceptos que definen el mundo contemporáneo local. En este sentido no trataré tanto de hacer una historia, sino de ver el presente, primero, como el resultado de un proceso histórico, dinámico y complejo y, segundo, de articular la lógica de esos cuerpos sujetos, fijos, a las subjetividades, a las dinámicas de la movilidad, a las políticas públicas y privadas del mercado y a las formas de vivir en sistemas sociales segmentados por factores de edad, género, etnia o clase social, en última instancia, se trata de describir, una vez más (Anta 2013), las ausencias de experiencia personal y colectiva en las actividades cotidianas.

El método etnográfico, sumándose a esa lógica de la que hablan Velasco y Díaz de Rada (2009), no puede ser solo un proceso de descripción, sino ante todo un espacio de transformación y crítica. El trabajo de campo no es solo un observar “legitimado” sino el compromiso con la búsqueda de las formas lógicas que gobiernan los mundos locales. La etnografía, como la que yo propongo aquí, no es una actividad ritual dentro de un laboratorio étnico, sino el punto desde el que arranca las formas de pensar críticamente el presente en el que vivimos (Ingold 2017, Taplin y otros 2002). No se trata de ver personas que hacen, sino de ver sujetos que practican y consecuentemente de hacer conjeturas conceptuales que sean válidas en la medida que denotan el cuál, el dónde, el quién y el cómo de este presente. Hay que describir, traducir, explicar e interpretar, pero también tenemos que crear una voluntad de teorizar y criticar –solamente­– el marco instituido que tomamos como “objeto” privilegiado de nuestra observación y no olvidar que lo habitan sujetos que, como nosotros, tienen sobre todo la capacidad de sufrir.

Cuando se vive el mundo contemporáneo es obvio que la mirada solo puede darse en la medida que lo hacemos sobre objetos e ideas que se mueven o de sujetos que se desplazan. No es solo la movilidad como concepto, el cual es sin duda clave, sino también en función de qué se hace y la manera en cómo la producimos. Vemos el mundo moverse desde lugares en movimiento. El tren, el autobús, el automóvil no solo son claves para la interpretación, sino que permiten crear el lugar preciso desde el que observar. Y esta apelación, desde el autobús, ya no es una experiencia, ya no podemos decir que describe algo con una cierta capacidad de transformar la realidad, en última instancia al dejar claro que nos transportarnos como medio de vida todo lo que hacemos desde la observación no tiene ningún valor. Muy por el contrario, la búsqueda de una lógica desde el autobús es sobre todo una síntesis de lo que es el mundo, y consiguientemente una observación que trabaja como la de los historicistas del XIX, buscando la manera en cómo está diseñado el mundo fuera del sujeto. Desde un autobús todo lo de fuera es solo un dispositivo de diseño: un paisaje sintetizado de la subjetividad contemporánea. Curiosamente Luis D’Aubaterre (2012) en su estudio hermenéutico de la forma de ser de los venezolanos lo hace en y desde una línea de autobuses de media distancia (pullman) y observa, no sin un cierto grado de ironía, que hay dos ritmos diferentes en la estación de autobuses de Caracas: por un lado un cierto grado desorden, en torno a lo que ocurre en el espacio localizado, donde los vendedores, la música, incluso el ruido, y los pequeños pícaros dan color y alegría al espacio y donde las relaciones sociales tienden a ser complejas y llenas de significados locales. Y, por otro, el orden casi matemático y claramente de orden “europeo” del interior de los autobuses, donde los sujetos tienden a mantenerse en una zona gris de bajo impacto e interacción social. Un contraste, dentro-fuera, que es en definitiva una metáfora que preconiza la vida en el movimiento de los sujetos en la sociedad postcapitalista.

Aun así, explicar la estación no es tan fácil como a priori pudiera parecer, sin duda que a este respecto se establece una enorme tensión entre la idea de estar ante ese régimen de movilidad descrito, donde los sujetos subjetivizan una serie de elementos que se relacionan con las dinámicas y flujos sociales, y la idea de que estamos en un espacio de rituales en torno al consumo. Mientras que en el primer nivel la idea general es establecer cuál es la física de los sujetos, como seres sociales que se mueven en un espacio social determinado, en función de sus necesidades, pero también de sus posibilidades. En el otro nivel todo está mediado por la relación en torno al consumo, estableciendo una serie de papeles, consumidor frente a comerciante, de prácticas, consumo frente a servicios, y de conceptos, demanda frente a oferta. Como nos recuerda David Miller (2012) o Luis Enrique Alonso (2008) se trata de entender el consumo dentro del contexto postfordista, como un acto ritual biopolítico altamente complejo, que aúna gran parte de las ideas de cómo nos relacionamos, cómo nos construimos y qué nos interesa como sociedad. Obviamente que en la estación se consume principalmente movilidad, aunque está es un enorme entramado de elementos que también incluyen eficacias, precios, competitividad, seguridad, sanidad, control y hasta criterios estéticos. Y si gran parte de la dinámica de la estación se centra en este entramado de normas, direcciones, tiempos y espacios, no es menos cierto que también incluye gentes, órdenes, miradas y cuestionamientos, en definitiva, de dispositivos, en torno al consumo. Elemento que al final cierra muchas de las realidades con las que vivimos. Esta idea de consumo como lugar central de las relaciones en la estación se puede ver espacialmente en las nuevas formas de hacer cola para comprar el billete a una máquina o subir al autobús siguiendo un control automatizado. Las tecnologías, como expansión de los actos rituales de consumo, permiten romper las dinámicas del orden tradicional, visible en la cola como metáfora del orden espacio temporal, pero también como parte de la idea de un disciplinamiento ciudadano. La capacidad de hacer trabajo de campo, y pensarlo ética y críticamente, es también, estar atento a las nuevas conformaciones que se dan en ese espacio nuevo que proponen los medios electrónicos de creación de virtualidad. No es solo que tengamos que mirar hacía ahí porque la gente lo hace, que también, es observar hacía ahí porque es desde el lugar que parte toda una nueva manera de hacer sociedad, de construir cultura, de recrear la contraposición natural/social, de lo propio/ajeno, del tiempo frente al espacio, obviamente con los retos que propone investigar, además, en y con un medio tan complejo, escurridizo y diferente.


 

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Gazeta de Antropología