1. Introducción
Un destacado sociólogo peruano, como fue Aníbal Quijano (2000), puso de manifiesto en uno de sus trabajos que el colonialismo ejercido sobre el continente americano está en el origen de una construcción mental nueva, consistente en la clasificación social de la población mundial sobre la idea de raza, a partir de una perspectiva eurocéntrica, como auténtica expresión de poder de la dominación colonial. En América, de acuerdo con esta hipótesis, se configuraría, tras los inicios de la colonización, un nuevo patrón de poder mundial que articulaba, por un lado, la codificación de las diferencias entre conquistadores y conquistados, mientras que por el otro lado supeditaba los recursos, el trabajo y la producción al capital y a un mercado que, por vez primera en la historia, adoptaba una escala mundial. A través de un intenso proceso eurocéntrico los europeos, ocuparán el estrato dominante, mientras que los estratos dominados serán encarnados en indios, mestizos y negros. Este mecanismo, basado en la supuesta superioridad de los grupos humanos que participaban en la liza colonial, sirvió para otorgar legitimidad a las relaciones de dominio que fueron instauradas en América. La raza acabó por convertirse en un criterio fundamental de adscripción de los seres humanos a los distintos rangos sociales que precisaba la novedosa estratificación, y también en un factor indispensable de otorgamiento de roles en tan compleja estructura de poder. Un trabajo previo del propio Quijano y de Wallerstein (1992) hace suponer que, en realidad, la colonización americana fue el arranque de otro proceso más, al cual llamamos globalización, cuyo primer paso fue la exportación a las distintas partes del mundo de una clasificación humana, capaz de mediatizar las relaciones de trabajo, que se sustanciaba en el fenotipo de las personas.
Esta teoría general de la colonización presenta una singular riqueza de matices que deben ser analizados. En la modesta amplitud de un texto como el presente, examinaré brevemente el efecto que la colonización parece haber tenido sobre las relaciones humanas, tanto en el pasado como en el presente, así como el que ha tenido en la precepción de la alteridad. La fijación de nuestra mirada sobre esta parte de América va a tratar de descubrir, por un lado, la conflictiva relación entre los distintos grupos de la sociedad peruana, y, por otro lado, los mecanismos que hacen posible la convivencia armónica de todos estos grupos. El pasado se halla en el origen de un presente en el cual las relaciones económicas, las sociales y las políticas se construyen en torno a la primacía que adquiere el ideal explícito de la “blancura social”.
Un primer objetivo de este artículo consistirá en determinar si la colonización constituye un valor explicativo suficiente, como pensaba Aníbal Quijano, para entender las imágenes y los discursos, de aparente carácter racial, que envuelven las relaciones entre los diferentes grupos de población de la sociedad peruana. Un segundo objetivo consistirá en explicar si este racismo que parece estar presente en la sociedad peruana ha tenido o tiene un carácter fenotípico o radical, capaz de separar a los distintos grupos y de crear una sociedad de castas, o si, más bien, estamos ante un racismo ambiental o social que, aun siendo potencialmente conflictivo, no impide que exista una intensa interacción personal y social en la sociedad peruana.
2. El Perú: la dimensión histórica de una realidad compleja
Si bien es cierto que la colonización presenta elementos comunes en todas las partes del mundo en las que se ha llevado a cabo, no es menos verdad que las diferencias son notables, incluso dentro del continente americano. La colonización hispana en su nacimiento fue ajena al capitalismo, igual que la portuguesa, y aún pasaría mucho tiempo antes de que, en el siglo XVIII, adoptara progresivamente los patrones del capitalismo. Durante todo este tiempo, el sistema de colonización español fue, quizás predominantemente, del tipo que podemos llamar tributario, caracterizado porque la elite gobernante se apodera de una parte de los bienes y servicios generados por los productores, individualmente o comunalmente. La tributación de estos productores era susceptible de incrementarse con la aportación que periódicamente realizaban en beneficio de la Corona. Una serie de instituciones aseguraba esta relación entre las poblaciones originarias y los colonizadores, buena parte de las cuales era de origen hispano, mientras que otras, de raigambre prehispánica, son reformadas y adaptadas a la nueva fase histórica.
La colonización española no fue homogénea por razones de puro pragmatismo. Es obvio que la colonización comportó un encuentro entre fuerzas desiguales, tanto más en unas áreas que en otras, lo cual explica que los resultados fueran asimismo muy diferentes. Concretamente, las tierras altas de Perú y Bolivia representan una de las partes del continente donde los españoles hallaron una resistencia cultural mayor, similar a la que hallaron en el área mesoamericana. Estas dos grandes áreas de América integran lo que hoy en día denominamos la América indígena, debido a que la tradición cultural resistió con relativa solidez la presión colonizadora, como ya en su día puso de relieve E. R. Service (1955). El hecho de que en estas áreas existieran instituciones políticas y económicas importantes, y el de que los indígenas estuvieran en posesión de una economía agraria, haría que la relación establecida entre colonizadores y colonizados fuera distinta. En el caso concreto de Perú, la fortaleza institucional tendría notables efectos en todos los sentidos, y sobre todo atenuando la intensidad de la aculturación. El pacto llevado a cabo con las elites indígenas, permitiendo que se aproximaran y se confundieran con las de los colonizadores, contribuyó a crear unas relaciones personales y grupales singulares.
Ahora bien, en el propio Perú y en Bolivia las estrategias puestas en marcha por los colonizadores fueron muy variadas, igual que lo fueron en otras partes de la América hispana, y, por lo regular, siguieron su curso, sin cesuras, tras el nacimiento de las nuevas repúblicas. En gran parte de lo que es el actual Perú, el capitalismo fue un hecho poscolonial, que no se hizo manifiesto hasta el siglo XIX y no se impuso hasta el siglo XX. Podría decirse que, tras el advenimiento de la independencia, la colonización española fue suplantada por la llamada colonización interna desarrollada por las elites criollas, sin que ello comportara cambios radicales. Solo el capitalismo introdujo novedades en la estratificación social, y ello no de una manera generalizada.
La filosofía general que ilumina la mayor parte del periodo colonial en Perú responde a la idea de preservar al indio, y al mismo tiempo situarlo bajo el control de la sociedad dominante. Ello sucedería así tanto por el interés de contar con la mano de obra del indio como por razones que podemos llamar altruistas, y que también tuvieron una gran importancia. Se trata de la actitud característicamente del llamado indigenismo colonial. Un sólido corpus jurídico, elaborado paulatinamente en el siglo XVI y la mayor parte del siglo XVII, culminaría en la Recopilación de las Leyes de Indias (1681) que regulaban la situación de los indígenas en la nueva sociedad, y en la cual los indígenas son contemplados, fundamentalmente, de dos maneras: integrando las denominadas reducciones o repúblicas de indios, o bien integrando la fuerza de trabajo de las llamadas haciendas.
En el primer caso, el indio forma parte de una comunidad o ayllu, dotada de estatuto jurídico propio, bajo la autoridad de un jefe político y administrativo indígena o curaca, e incardinado en el régimen de explotación colonial a través del pago de tributo, del sometimiento a la mita, de la servidumbre del yanaconazgo y de la catequización, mientras que en el segundo caso, el indio compone la fuerza de trabajo de las llamadas haciendas. Estas últimas eran grandes unidades de producción agropecuaria, generalmente latifundios, destinadas a abastecer a las áreas urbanas y mineras, mediante una organización de carácter autárquico, de baja productividad generalmente, y férrea disciplina interna regida por una administración propia supeditada a la figura del hacendado, cuyo funcionamiento reclamaba una abundante y permanente mano de obra. Esta última estaba constituida fundamentalmente por población indígena, tanto libre como procedente de los llamados repartimientos, esto es, del trabajo semiforzado, autorizado con determinadas cautelas por la Corona, y que había venido a sustituir a las viejas encomiendas que estuvieron en vigor durante los primeros años de la colonización. Realmente, las encomiendas hubieron de ceder ante el efecto del pensamiento indigenista que surge entre los propios colonizadores, especialmente en el ámbito eclesiástico.
Como puso de relieve E. Wolf (1982), mientras la reducción o república de indios fue la expresión de los vencidos, la hacienda constituyó la certera representación de los vencedores. Una y otra han llegado hasta nuestros días, metamorfoseadas en las llamadas comunidades campesinas e indígenas y en los latifundios. Cuando Wolf examina ambas instituciones observa enormes diferencias, de lo cual se deduce que la evolución que siguieron las culturas indígenas resultó muy mediatizada por los diferentes marcos sociales y económicos que adoptaron. Ciertamente, las reducciones del área andina constituyeron un mecanismo de desestructuración social para las etnias andinas por las razones que se han aducido en las líneas precedentes, aunque, al mismo tiempo, comportaran, probablemente, una garantía identitaria de indudable trascendencia. En este sentido, M. Marzal (1993) ha puesto de manifiesto cómo al mismo tiempo que las reducciones eran instrumentos de control al servicio de los colonizadores, fueron también unidades de convivencia, en las que floreció una conciencia étnica basada en las relaciones de reciprocidad, en las de parentesco y compadrazgo, y un sentido trascendente común dado por la vigencia de un profundo sincretismo religioso. Las prácticas económicas comunitarias construidas alrededor del ayllu, en cuanto aprovechamiento comunal de la tierra, fueron otro factor decisivo que coadyuvó al mantenimiento de la tradición cultural y al fortalecimiento de la identidad colectiva. Aun así, parece ser que las haciendas, siguiendo una vez más a Wolf (1993) ganaron en atractivo progresivamente, y no fueron pocos los indios que, desde mediados del siglo XVI, eligieron el peonaje de la hacienda a cambio de un salario, generalmente en especie, por más que su nueva situación no les exonerara del pago del tributo personal, tratando así de escapar de las condiciones cada vez más onerosas de las comunidades indígenas.
El objetivo fundamental de los caudillos de la Independencia americana sería, al menos idealmente, acabar con una situación de disociación, cercana a la segregación, entre indios y no indios. En este sentido, merece la pena recordar que, en el plano práctico, junto a los no indios fueron adquiriendo carta de naturaleza otras categorías, como la de mestizo, es decir, descendiente de blancos e indios, o la de criollo, esto es, descendiente de españoles y nacido en América, todo lo cual dio pábulo en el siglo XVIII a la creación de taxonomías de origen desconocido que corrieron por el Virreinato del Perú y por otras partes de la América hispana, cuya expresión más pintoresca son los llamados cuadros de castas, carentes de soporte jurídico y, en consecuencia, de aplicación. Tomando como referencia estas supuestas clasificaciones, muchos han pensado que, realmente, se trataba de un auténtico régimen de castas, lo cual parece quedar contradicho por la extraordinaria mezcolanza que se produjo en el ámbito de las tierras colonizadas por los españoles. Las nuevas repúblicas, y Perú constituye un excelente ejemplo, debían ser verdaderas naciones estatales, en las cuales no existieran diferencias en el estatuto jurídico de los individuos. Dicho con otras palabras, y en el caso que nos concierne, se trataba de construir una nación en la que todos fueran peruanos, como proclamó en 1824 José de San Martín, el carismático líder español de la Independencia peruana, y de la de otros países latinoamericanos, al tiempo que suprimía los muchas cargas que pesaban sobre los indígenas andinos-, tales como las inherentes a los repartimientos, juntamente con las mitas y los yanaconazgos.
Ahora bien, dice muy acertadamente el historiador peruano N. Manrique (1999) que el proceso de Independencia de las nuevas repúblicas americanas fue una revolución política, pero no una revolución social y, de esta manera, se explica que poco tiempo después de que se produjera la independencia del Perú, a finales de los años veinte del siglo XIX, fueren restablecidas las cargas y los gravámenes que habían afectado a la población indígena durante el período colonial, al tiempo que las comunidades indígenas recobraban muchas de sus características típicamente coloniales, si es que alguna vez las perdieron por entero, hasta el punto de que fueron asimiladas a una pobreza que aún en el presente sigue siendo signo de distinción de estas comunidades. Más aún, tras abjurar del sueño de la igualdad, la burguesía criolla aprovechó la supresión de la base territorial de las viejas comunidades para saciar un hambre de tierra que fue legitimada mediante el derecho liberal de la propiedad individual, permitiendo que los hacendados fueran más ricos y poderosos de lo que lo habían sido primero, convertidos en auténticos gamonales.
Fue así como el Perú quedó configurado como un país regido por una reducida oligarquía criolla a cuyos pies se hallaba una importante masa de indígenas pobres, entre los cuales se interponía un grupo poderoso de mestizos que no había dejado de crecer durante la época colonial, y que estaba dispuesto a no cesar en la demanda de un progresivo protagonismo en la vida social, económica y política de la nueva república, tanto en el ámbito urbano como en el rural. En estas condiciones, durante la práctica totalidad del siglo XIX se mantendría un sistema electoral que, en acertada expresión de A. del Águila (2012), podría denominarse de ciudadanía corporativa, por cuanto, conservando el espíritu de las Cortes de Cádiz, mantuvo el sueño de la pluralidad electoral que incluye el voto de los indígenas en sus respectivas parroquias, con naturaleza o residencia acreditada, siempre que concurriera el hecho del pago de tributo. Desgraciadamente, en 1896 el contingente indígena vería limitada y cercenada su consideración como sujeto político, cuando la ley niegue el derecho de voto a quienes carecieran de la capacidad de leer y escribir, resultando especialmente afectado el colectivo indígena que, en el nuevo contexto “de ciudadanía capacitaria”, no recuperaría el derecho de voto hasta casi un siglo después, en 1979.
Una destacada historiadora peruana, Cecilia Menéndez, explica con singular maestría cómo existe una tendencia generalizada en la sociedad peruana a situar el origen de algunos de los problemas de la sociedad peruana en los primeros tiempos de la colonización. Así sucede con el centralismo limeño, con el racismo y con la jerarquía entre sierra (los indios) y la costa (los criollos). Sin embargo, Cecilia Menéndez nos descubre cómo se trata de dicotomías y jerarquizaciones típicamente republicanas. En tiempos coloniales, la Sierra fue el corazón mismo de la economía y la riqueza, lo cual explica que resultara privilegiada en relación con la costa. Las grandes ciudades de época virreinal no estaban en la costa sino en la Sierra, de manera que el mundo serrano se convirtió en heredero de la tradición hispana. Solo tras el advenimiento republicano, y al mismo tiempo que la vieja Lima se convertía en emporio mercantil, las elites peruanas relegan el papel de la Sierra y agrandan el de la costa, que, progresivamente, pasarán a ser las expresiones manifiestas del atraso asociado a lo indio, y la modernidad asociada al no indio. Progresivamente, a lo largo del siglo XIX, la burguesía limeña, y las élites intelectuales, igual que las clases medias, se mostrarán cada vez más convencidas de que representan la auténtica imagen identitaria de un Perú moderno y blanco, incapaz de asumir al indio, sirviéndose del estereotipo, de la discriminación y de un racismo modulable.
En suma, el indio peruano ha visto menguados sus derechos desde los comienzos de la colonización, pero, lejos de haberse mitigado la situación con el advenimiento republicano, existe el convencimiento de que, muy al contrario, ésta se incrementó hasta extremos inusitados. La privación a la que fue sometido el indio tras el nacimiento de la nación-estado contó con el fermento de una preocupante marginalidad, fruto de la distancia social que se dibujó por parte de los no indios, la cual ha sido vista por algunos como expresión viva de la exclusión y el racismo (Van Dijk 2003 y 2007). En suma, la Independencia de iure de 1824 marcó el final de una etapa y dio comienzo a otra, en la que, al mismo tiempo que se clausuraba el colonialismo español, se iniciaba una especie de colonialismo interno, inseparable del papel subordinado del indígena, que, tal vez, haya permanecido vigente hasta nuestros días.
3. Comunidades imaginadas: el poder de las clasificaciones y los recuentos
Las clasificaciones raciales son inherentes al pasado y al presente del Perú. Estuvieron vigentes en los siglos de la Colonia, y, paradójicamente, lo han estado, acaso con mayor énfasis, en el transcurso de la historia republicana. Aunque las clasificaciones han ido cambiando, todas ellas comparten el hecho de la división de la población en tres grandes segmentos: indios, blancos o criollos, y mestizos. A ellos se unen el grupo menor de afrodescendientes, y el de asiáticos que se ha incrementado en el correr del tiempo, a partir del inicial y reducido grupo de esclavos de esta procedencia, sobre todo con la inmigración registrada en los dos últimos siglos. Ahora bien, la clasificación de la Colonia y la de la república se deben a intereses distintos. Durante la Colonia, la división coadyuvó al mantenimiento de una organización política caracterizada por la segregación y sustanciada en el gobierno indirecto, que, a la postre permitió la existencia de un dualismo, jurídico y político, subordinado. En este sistema colonial el trabajo del indio y la tributación del mismo eran algunas de las claves determinantes del sistema. Y el sistema clasificatorio de los seres humanos se basaba en la existencia de “linajes” o “castas”, que, en la fase final de la colonización, son denominadas también “razas”, todo ello en régimen de sinonimia.
Los teóricos de la cuestión (vid., por ejemplo, Wieviorka 2003) coinciden en que en época colonial no se puede hablar de racismo con el sentido que tendría el término desde el siglo XIX, una vez nacidas las repúblicas latinoamericanas. En efecto, la clasificación de linajes debió resultar de gran utilidad en el sistema de la Colonia. Las repúblicas o pueblos de indios facilitaban la explotación económica del indio, mediante la mita y el pago de tributos, además de facilitar la evangelización zonal. Al tratarse de una sociedad estamental, como era la del Antiguo Régimen, a la separación de linajes se superponía la de estamentos, todo lo cual impedía que indios y españoles compitieran en los mismos nichos económicos, impidiendo la existencia del racismo tal y como emergería en tiempos republicanos. El caso del Perú no es distinto de lo que sucedió en otras áreas de colonización.
Tras la Revolución francesa, con el triunfo de los principios de igualdad y el desmoronamiento del Antiguo Régimen, se hizo necesario realizar una nueva clasificación de los ciudadanos, distinta de la estamental. En el Perú que surge de la independencia decimonónica se abandona la vieja segregación para optar por las políticas de asimilación que conviertan al indio en un ciudadano más del Estado-nación. El nuevo Estado, basado en los principios de igualdad política y jurídica, no contemplaba las diferencias dadas por la pertenencia a los colectivos indígenas, ni por el uso de la lengua o de la cultura en general, sino que es un Estado que ha superado el tradicional dualismo jurídico en favor de un marcado monismo, de acuerdo con el cual el indio ha dejado de ser vasallo para ser ciudadano de la nueva nación mestiza, en pie de igualdad con el resto de los ciudadanos. Sin embargo, estos ideales de igualdad chocan frontalmente con las pretensiones criollas de apoderamiento de los recursos, por lo que ha de arbitrarse una nueva clasificación que asegure la jerarquía que, en esencia, no es diferente de la colonial, en el sentido de la supeditación servil del grupo indígena. No obstante, ahora, a falta de otros criterios de clasificación, se produce una radicalización de las viejas adscripciones. La igualdad política queda subordinada a la diferencia natural, dada sobre todo por el fenotipo, a partir de un criterio que, en el siglo XIX aparece sancionado por las ciencias naturales. Como ha explicado Peter Wade (1993, 2007), el prestigio de las doctrinas poligenistas en el siglo XIX abona la clasificación racial de los seres humanos, venciendo así las trabas del monogenismo previo que hacía a todos ellos descendientes de Adán y Eva, e iguales en lo sustancial. Sería de esta manera como habría cobrado cuerpo el racismo en el sentido que tiene hoy.
El detenido análisis que realizó Sinclair Thomson (2007) acerca de las ideas fenotípicas en la Colonia tardía, tomando como referencia a los Andes, pone de manifiesto que éstas últimas eran débiles y difusas, incluso entre la insurgencia de finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. Es muy interesante, en este estudio descubrir cómo no hay una auténtica quiebra epistémica en la emergencia de los conceptos raciales entre la Colonia y la República, pero tampoco hay duda de que, a partir del uso de conceptos embrionarios de la época colonial, apenas dotados de significación, en época republicana se van revelando, uno tras otro, los rasgos conformadores del racismo en la sociedad. En consecuencia, todos los análisis que se han realizado acerca del racismo en América Latina parecen coincidir en que el verdadero racismo es el que resulta conformado en época republicana.
Se configura en época republicana, de este modo, una ideología de índole racial, basada en la clasificación natural de los seres humanos, que resulta de suma utilidad para separar al grupo dominante de sus competidores en la lucha por los recursos (Gellner 1983, Comaroff 1996, y Comaroff y Comaroff 2011). Tal como explica Louis Dumont (1977), la igualdad de las sociedades modernas, curiosamente, ha resultado plenamente compatible con la ideología del racismo. Precisamente, en esta misma idea han ahondado Zygmunt Bauman (1988) y Michel Wieviorka (2003). La colonización blanca que se está llevando a cabo en todo el mundo desata la ideología racista, que es empleada, asimismo, en el seno de los Estados con objeto de proteger a los grupos más favorecidos. Por tanto, la teoría sirve para entender las razones por las cuales la burguesía criolla hace compatible la retórica de la igualdad que se desprende de su discurso asimilacionista con una concepción de la vida que podemos llamar racista. Quizá estos hechos nos sirvan también para entender por qué el Censo de 1876 y el que se lleva a cabo en 1940, constituyen intentos permanentes de clasificar a los peruanos, de acuerdo con criterios puramente raciales o fenotípicos.
A medida que avanza el siglo XX, y el Estado peruano va adoptando unos principios cada vez más integracionistas, en línea con el Estado social que se predica, los censos de población, sin abandonar la línea biológica por entero, adoptan un perfil más cultural, que es lo que acontece a partir del censo de 1940 y se evidencia en los censos posteriores, hasta finales de dicho siglo. Bien es cierto, como ha observado Néstor Valdivia (2011), que los aspectos raciales se atenúan considerablemente después del censo de 1961. Desde mi punto de vista, esa atenuación guarda clara relación con la firma del Convenio 107 de la OIT, en 1957, con el consiguiente reconocimiento de derechos de las sociedades indígenas, en un contexto integracionista y asimilacionista, aunque, simultáneamente, estas últimas sean consideradas temporarias, esto es, dispuestas para ser engullidas por el desarrollo. De ahí que, poco a poco, lo racial ceda ante lo étnico, lo cual explica que los censos incorporen información sobre la lengua y los problemas inherentes a la educación y a la sanidad. Era importante identificar los problemas característicos de los pueblos indígenas, a fin de que recorrieran lo antes posible el espacio que los separaba de las sociedades con estilo de vida occidental.
También podemos entender que, en la medida que se entra en un horizonte constitucionalmente pluralista, en la anteúltima década del siglo XX, los censos peruanos vayan acercándose a una manera nueva de medir los aspectos que más interesan de las sociedades indígenas. Resulta determinante, en este sentido, el nuevo convenio de la OIT, el 169, firmado en 1989, contemporizador con los valores de unas sociedades indígenas que están llamadas a jugar un papel cada vez más relevante, y que constituye un cambio radical con respecto al de 1957. En este marco se produce la progresiva oficialización de las lenguas indígenas y el reconocimiento del derecho consuetudinario, así como la aceptación de los derechos relativos a las tierras ancestrales, a las autoridades indígenas y a la resolución alternativa de conflictos, entre otros, de todo lo cual es buena prueba la vigente Constitución de Perú de 1993. Además, en este contexto florece un inusitado pluralismo político que alcanzará sus cotas más altas tras producirse la Declaración de Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas, entre los años 2006 y 2007. De esta manera se puede entender que la última generación de censos de población, en la primera década del siglo XX, adopte la autoadscripción del individuo como elemento fundamental de la encueta.
Así, la primera década del siglo XXI marca el inicio en Perú de una auténtica inflación de censos destinados a identificar grupos de población e individuos. En este sentido, colectivos como los indígenas y los afrodescendientes ocuparán un papel de referencia. Al socaire de la acción de las instituciones internacionales se desarrollarán las encuestas del Instituto Nacional de Estadística e Informática del Perú, que han tratado de precisar la magnitud de los distintos colectivos, generalmente mediante autoadscripción, valiéndose de la Encuesta Nacional de Hogares, que se ejecuta desde 2003 de forma continua, y de la Encuesta Demográfica y de Salud Familiar, que se realiza de forma continua desde el año 2000, las cuales incluyen preguntas acerca de la lengua materna y la pertenencia étnica, entre otras muchas. En definitiva, los censos actuales han concedido prioridad a la identificación étnica valiéndose para ello de técnicas de autoidentificación que trascienden con creces los propósitos iniciales del mero reconocimiento de los universos lingüísticos de los ciudadanos. En este sentido, nótese que ni siquiera en el siglo XXI estos censos han abandonado el objetivo de identificación fenotípica que, mediante el color de la piel, trata de definir el aspecto de la persona.
El censo, por definición, proporciona información estadística acerca de la población. Pero esta respuesta es claramente insuficiente para explicar el significado de los censos peruanos a lo largo de los dos siglos de historia de la república. Realmente, según se deduce de lo dicho hasta aquí, la información proporcionada por los censos es puesta en cada momento histórico al servicio del gobierno, que la modula de acuerdo con el diseño ideológico de lo que Benedict Anderson (1983) denomina la comunidad imaginada. Se puede decir, consecuentemente, que el censo constituye una herramienta ideológica antes que estadística, debido a la extraordinaria variación que se produce en las cuantificaciones dependiendo de los condicionantes políticos. Esta es la explicación de que la proporción de indígenas cambie sustancialmente en cada censo, igual que el porcentaje de mestizos. Desde el siglo XIX el país ha pasado por fases de claros perfiles mestizos y por fases de acentuados caracteres indígenas. Los gobiernos, a través de los censos, y en los últimos años cada vez más siguiendo las directrices de las organizaciones internacionales, además de adaptar sus metodologías han modulado la imagen étnica del país atendiendo a los intereses políticos. Por supuesto, este hecho trasciende el caso del Perú para alcanzar a toda Latinoamérica, y, probablemente, a todos los Estados resultantes de procesos de colonización.
4. Ontologías de la diversidad
Ahora bien, la comunidad imaginada que crean los gobiernos mediante los instrumentos que tienen a su alcance, entre los cuales está el uso de los censos, diverge con cierta frecuencia, del acontecer cotidiano. En el caso del Perú, la diferencia puede llegar a ser extraordinaria. Una larga historia colonial de más de tres siglos y una historia republicana de dos siglos han generado una mezcolanza de la población y unos sentimientos que proporcionan una imagen muy compleja de los peruanos. La gran mayoría de los habitantes del Perú, en mayor o menor medida, son fruto de una hibridación imparable, tanto biológica como cultural, lo cual genera emociones y sentimientos, que pueden resultar contradictorios (Gómez Pellón 2014 y 2015). Las personas modifican su apreciación acerca de sí mismas y de otras personas dependiendo del lugar en el que vivan, y, por supuesto, a lo largo de la vida. No hace falta decir que, tratándose de autopercepciones, las diferencias son notables entre los miembros de la misma familia. Esta historia híbrida explica, asimismo, que la sociedad peruana siga mostrando los caracteres de una sociedad poscolonial debido a las servidumbres de la historia (vid. Gareis 2005: 11-13).
Ciertamente, pudiera pensarse que las denominaciones que reciben en Perú los individuos, aparentemente cargadas de contenido racial, guardan alguna relación con su fenotipo. Sin embargo, por regla general, a partir del color de la piel y de los caracteres físicos, difícilmente se podría concluir con lo que sucede en la práctica. Hace medio siglo, un interesante trabajo de un gran antropólogo peruano, Fernando Fuenzalida (1970), ponía de manifiesto el hecho de que, independientemente de la época y de la región, en Perú la población se divide, como mínimo, en dos grupos, que son dos categorías jerarquizadas, que llevan prendidas importantes diferencias culturales, sociales y económicas, y para las cuales se reservan denominaciones claramente raciales: indígenas y no indígenas. A los segundos los podemos llamar blancos y mestizos. Estos últimos son los mistis, de acuerdo con el término frecuentemente utilizado en muchas partes de Perú. A partir de esta división básica, las subdivisiones son muy variadas y cambiantes, dependiendo del área geográfica, hasta el extremo de resultar difícilmente traducibles.
Fuenzalida (1970: 25-78), artífice destacado de la nueva antropología peruana, fue a la postre el primer antropólogo en cuestionar decididamente las tesis más tradicionales del indigenismo (vid. Gómez Pellón 2020), impuestas desde hacía varias décadas en el país por algunos de sus predecesores (Luís E. Valcárcel y Julio César Tello, entre otros). El ayllu prehispánico, según Fuenzalida, exhaló su último suspiro en los primeros tiempos de la colonización española, encarnándose muy pronto en nuevas comunidades indígenas modeladas por los colonizadores. El cabildo y la cofradía infundirían vida a lo que, corriendo el tiempo, se tuvo por paradigma de la vida de la tradicional comunidad indígena, cuando, en realidad, esta debió ser, sobre todo, la pura expresión de las instituciones portadas por los colonizadores castellanos. Ciertamente, lo que sucedió en el Perú no debió ser diferente de lo que aconteció en Mesoamérica, a propósito de los llamados sistemas de cofradía, según he tenido oportunidad de mostrar en otra ocasión (Gómez Pellón 2016). La tesis que atribuye origen hispánico a las comunidades indígenas, recuérdese, ya fue esbozada en alguna medida por José María Arguedas (1968), quien realiza el viaje a España para verificar las similitudes entre las instituciones tradicionales de la vida comunal del Perú y de Castilla (Gómez Pellón 2015). La percepción de Arguedas se hallaba en la estela de la de José Uriel García (1930), quien, quizá primero que nadie, descubrió en el nuevo indio la auténtica imagen del mestizaje cultural y espiritualdel Perú (vid. Gómez Pellón 2020). Sin embargo, ni José Uriel García ni Arguedas lograron separarse nunca por entero de las tesis indigenistas, aunque uno y otro hallaran en el mestizaje la mejor expresión de una sociedad peruana en la que, en el decir del segundo, cabían “todas las sangres”. Más aún, ambos sucumbieron a la seducción de Mariátegui y sus 7 ensayos de la realidad peruana (1928) de forma que la afección por lo comunal sería una constante en sus obras.
La tesis de Fuenzalida, formulada de una manera nítida e indubitada, se acompañaba, además, de otras apreciaciones que socavaban las características atribuciones raciales de la vida peruana asociadas, por ejemplo, a la geografía. Complementariamente, sostenía este último que ningún índice aislado es suficiente para justificar las clasificaciones que se realizan. Entre estos índices, manejados comúnmente por los censos, se hallan el fenotipo, la ocupación, la residencia, los modos de vida organizacionales, el lenguaje, el nivel de educación, la indumentaria, el uso de técnicas y otros muchos. Para ello, nuestro autor propone numerosos ejemplos. Un mestizo puede tener su tez relativamente clara o considerablemente oscura; un mestizo puede ser minifundista, hacendado o artesano; también puede ser un habitante urbano o rural; usar como lengua materna el español o el quechua, o, incluso, ambas; poseer un apreciable nivel cultural o ser analfabeto; este mismo mestizo puede vestir un atuendo tradicional o prendas manufacturadas; y así sucesivamente. Nótese que el texto de Fuenzalida (1970) está escrito hace más de medio siglo, de lo que se sigue la complejidad que encierra cada una de estas categorías “raciales” en el presente, cuando un intenso proceso de cambio ha transformado la sociedad haciendo más complejas, si cabe, las relaciones en el seno de la misma.
Muchos antropólogos y sociólogos han puesto el acento en la confusión en que se sume el estudioso que intenta aprehender la realidad social del Perú, donde nada coincide con lo esperado. Algunos lo han explicado con una expresión muy gráfica, consistente en decir que la “raza” atribuida a una persona por el entorno no coincide con las ideas previas que el investigador tiene acerca de la “raza”. Ello es debido a que, ciertamente, la “raza” no posee un carácter exclusivamente biológico, ni mucho menos, sino que posee una dimensión fundamentalmente social. Más aún, la raza social en Perú se percibe de manera distinta según el contexto, debido a que los rasgos que intervienen en el concepto, tales como la cultura, la sociedad y la economía, se combinan de manera diferente según los lugares. Enrique Mayer (1970: 88) invoca el caso del antropólogo John Goins en Bolivia, quien invirtió mucho tiempo cuando iniciaba su trabajo de campo, en los años cuarenta del siglo XX, de manera un tanto infructuosa, en saber “exactamente” quién era un indio y quién era un mestizo. La anécdota se ha repetido numerosas veces porque resulta harto descriptiva.
En la serranía de Ayacucho y de Cajamarca existen individuos de tez blanca europea que se clasifican como indígenas, por el solo hecho de ser serranos. Individuos que unas veces son de ancestro marcadamente indígena y otras de ascendencia acusadamente española son denominados indistintamente como mestizos, y, en fin, como decía Fuenzalida (1970), individuos de la más rancia oligarquía peruana, definidos como criollos o blancos, presentan singulares rasgos indígenas. Cuando se desciende al detalle, los hechos son aún más llamativos. La intensa misceginación ha dado lugar a que los rasgos sean valorados de forma diferente, según el contexto y según el evaluador, sin que sea fácil llegar a una regla general. La misma persona, según el lugar donde esté, es clasificada como indígena o como mestiza, e incluso sin que cambie de lugar, dependiendo de la persona que esté realizando la evaluación (Gómez Pellón 2014). Existen reglas que se acercan a lo general, una de las cuales es que la persona puede clasificarse como indígena cuando es sabido que tiene origen comunal, pero cuando, convertido en migrante, sea capaz de ocultar su origen, podría ser clasificado como mestizo. La conclusión es clara, y consiste en que los rasgos sociales y culturales que acompañan a las personas se han independizado de sus fenotipos, de modo que la denominada raza social (Wagley 1971) ha sustituido a la “raza” biológica.
En esta situación, dentro de la sociedad peruana, se utilizan distintos conceptos, remitentes a la raza social, que almohadillan los segmentos tradicionales de indígenas, mestizos o mistis y blancos. Uno de estos es el de cholo, cuyo concepto ha ido evolucionando históricamente. En los años sesenta del siglo XX el cholo era un indígena desarraigado. Por motivos migratorios, unas veces estacionales y otras de larga duración, e incluso por razones de servicio militar, adoptaban parcialmente actitudes urbanas que incluían el uso del español en alternancia con el quechua y el empleo de vestimenta más cercana a la occidental. Por tanto, se trataba de un indígena, emancipado social y culturalmente de su categoría originaria, que había adoptado un estatus aumentado, cuyo comportamiento, a menudo beligerante con el mestizo y con el blanco, era producto de una evolución a la cual Bourricaud (1970 y 1975) y otros denominaron proceso de cholificación. Durante este proceso, de desplazamiento indígena hacia la cultura criolla, se generaba un estrato sociológico que, a decir de Fuenzalida (1970: 77-78), se situaba entre el indígena y el misti, gracias a la conciencia que los cholos adquirían de diferenciarse de ambos. Este cholo, o indígena de actitudes occidentales, era percibido con caracteres negativos por los habitantes de las ciudades costeras, bien fueran blancos o mestizos, siempre que su estilo de vida fuera occidental, hasta el extremo de convertir la expresión de cholo en un insulto dirigido a estas personas con estatus recrecido. También, por extensión, el término hacía referencia a cualquier individuo que residía en la urbe por razones de inmigración, pero cuyo estilo de vida seguía denotando orígenes comunales, patente en ocasiones en su imagen desaliña.
El gran cambio en el significado del concepto se produce cuando la acción de Sendero Luminoso en los años ochenta del siglo XX, empuja a una importante migración de indígenas a Lima y a las ciudades costeras, los cuales logran convertir la denominación de cholos que, peyorativamente, reservan los residentes criollos y mestizos para designar a cualquier individuo que represente la cultura de fusión indígena y occidental, en un símbolo del orgullo indígena. Por razones semánticas, la categoría de misti (fronteriza con la de cholo) es lo suficientemente amplia para hacer referencia a una gran variedad de situaciones no encuadrables en los segmentos extremos de indígena y blanco, hasta el punto de perder intensidad debido a la amplitud del concepto. El misti, por definición, es el que está en el medio, desarrollando un rol ambiguo, esto es, al mismo tiempo que es rechazado por los extremos es muy bien valorado como intermediario en la sociedad, al poseer en parte los atributos de los extremos (Fuenzalida 1970: 66-67). En cualquier caso, la ambigüedad se entiende en un contexto en el cual es imprecisable dónde acaba un indígena y dónde empieza un misti, y dónde acaba un misti y empieza un blanco.
En este contexto del continuum étnico se entiende la lenta y permanente gradación que viene existiendo desde tiempos coloniales. A lo largo de una vida, y con más razón en el transcurso de dos o tres generaciones, las familias cambian de residencia, mudan de actividad, adoptan la lengua correspondiente (indígena o castellana) y, en definitiva, van deslizándose desde el grupo indígena hacia el mestizo, y, en menor medida, desde este último hacia el blanco o criollo. Existen comunidades de europeos que han sido absorbidas por los grupos indígenas y, como tal, son consideradas indígenas, aunque su fenotipo sea blanco. Y grupos de indígenas que se convierten en mistis; y grupos de mistis que son considerados como criollos. Y todo ello porque, dada la importancia que adquiere la raza social, se presupone que cada uno de estos grupos tiene sus propias características socioeconómicas, de modo que cuando el individuo experimenta cambios de estatus y de roles, inmediatamente es asignado a otra categoría distinta, independientemente de su fisonomía. Volvemos a Fuenzalida (1970: 75) para observar que ésta es la historia misma del Perú, en la que, de acuerdo con George Kluber (1946), la reducción del número de indígenas se ha debido básicamente al constante trasiego de individuos indígenas al casillero mestizo. Más aún, el supuesto arcaísmo del indígena “es un arcaísmo de lo europeo en buena parte” (Fuenzalida 1970: 71).
Así se entiende que, en el transcurso de toda la historia del Perú, se haya producido un constante desplazamiento de la población hacia el mestizaje, en detrimento, sobre todo, de la población indígena. Muy cerca del final del período colonial, en 1791, de acuerdo con el censo del Virrey Gil de Taboada, el grupo indígena representaba el 57% de la población, y el grupo mestizo el 23%, mientras que la parte blanca o criolla de la población suponía el 13%. El censo del presidente Manuel Pardo, el primer recuento importante de la época republicana, en 1876, confirmó, casi por entero, estos porcentajes, puesto que les atribuyó el 58%, el 25% y el 14% respectivamente (Gootenberg 1995). Es cierto que en este último caso se trataba de un censo en el que aún estaba muy presente la visión colonial, que percibía una sociedad compuesta por grupos aún muy definidos, con valores medianos de mestizaje. Sin embargo, desde la época de la Colonia, estos grupos estaban ordenados de acuerdo con un prestigio, cuyo grado más alto residía en el blanco, y a él le seguían, conforme a un orden, el mestizo y el indígena, lo cual explica la ideología del blanqueamiento que tanta importancia ha tenido y tiene en la sociedad peruana y en todas las latinoamericanas. Resulta bien ilustrativo de lo que digo el hecho de que en el censo de 1940, encargado por el presidente Manuel Prado, se reúna al grupo de blancos y de mestizos en una sola categoría, con el fin de que este grupo se muestre como mayoritario (52% del total) en aras de un país que quiere dejar de ser indígena y tradicional para adquirir una imagen percibida como moderna, y en el marco de ese juego político e ideológico que permite la oferta de retratos de la sociedad peruana a demanda del momento histórico que se vive, el cual no ha cesado hasta el presente. El censo constituye, en este sentido, la herramienta paradigmática que puede capturar la imagen deseada.
Precisamente, el censo de 1940 constituye un recuento de la población de carácter típicamente racial, puesto que es el encuestador, en última instancia, quien toma la decisión final de asignar grupo de población al ciudadano. A partir de entonces el encuadre del individuo en el grupo étnico en los Censos de Población se ha llevado a cabo mediante la identificación de la lengua en la que aprendió a hablar, o la lengua aprendida en su niñez, o, simplemente, la lengua preferentemente hablada, si bien desde el año 2000 en los Censos del INEI peruano se ha tenido en cuenta también la autoadscripción de la persona, obtenida gracias a su declaración espontánea. De este modo, y teniendo en cuenta el Censo de Población y Vivienda de 2007, ha sido posible determinar que el 84% de la población aprende a hablar en castellano, que es un parámetro muy cercano al 77,92% que señalan los Resultados de Empadronamiento Distrital de Población y Vivienda de 2013, y más aún al 83% de la Encuesta Demográfica y de Salud Familiar de 2012. Por otro lado, la autoidentificación permite conocer que, en la Encuesta Nacional Continuade 2006, el grupo mestizo representaba el 57,6% de la población, medida muy cercana al 55,1% de la Encuesta Nacional de Hogares de 2012.
Más todavía, estos porcentajes son muy similares, a otra escala, al que atribuye al grupo mestizo la encuesta de 2017 del Instituto de Opinión Pública de la Pontificia Universidad Católica de Perú, que fija el grupo mestizo en un porcentaje del 56% de la población, frente al 34% del grupo indígena, al 7% del grupo blanco y al 3% del afroperuano. Obviamente, también en este caso las diferencias geográficas son muy notables. La capital es marcadamente mestiza, igual que lo son las regiones del norte y del oriente, mientras que las regiones del sur y del centro poseen un fuerte componente indígena, todo lo cual abona ese perfil general predominantemente mestizo que se ha puesto de manifiesto. Dicho perfil no es más que el resultado de un proceso histórico incesante que prueba la certeza de la observación de Kluber (1946) y de Fuenzalida (1970) de que la explicación básica del decrecimiento histórico del grupo indígena reside esencialmente en el permanente paso de sus integrantes al grupo mestizo.
Los cambios metodológicos llevados a cabo en la elaboración de los censos y el perfeccionamiento en la realización de las encuestas, como es el caso de la realizada en 2017 por el Instituto de Opinión Pública, también permiten asegurar que el hecho de ser blanco, como el de ser mestizo o el de ser indígena, si tiene algún significado, es puramente socioeconómico, o cultural, tal como muestra Marisol de la Cadena (2000 y 2007), frente a quienes como Manrique (1999) o Portocarrero (1992 y 2007) hallan en el racismo el elemento articulador de la sociedad peruana (vid. Valdivia 2011). El progreso en la escala social comporta un aclaramiento paulatino, no porque lo quiera el protagonista, que también lo querrá, sino porque, solo por ser beneficiario de esta promoción, será heteroadscrito a un grupo de población mestizo o blanco. El domicilio en un área residencial de una ciudad importante, una instrucción elevada y otros signos externos concordantes son los auténticos marcadores que convierten a alguien en blanco o en mestizo. Por el contrario, la residencia comunal, la vida precaria, la escasa instrucción y otras referencias concordantes sitúan al individuo en el grupo indígena u, ocasionalmente, en el mestizo. Esta es la razón por la cual los clérigos y los maestros han sido clasificados tradicionalmente como mestizos, aunque sus padres y sus hermanos fueran adscritos al grupo indígena. Por tanto, aunque parezca lo contrario, el uso de categorías aparentemente raciales no es el resultado de atribuciones fenotípicas o biológicas, sino la consecuencia de asignaciones puramente culturales que son la expresión del uso generalizado de la llamada raza social a efectos de clasificación socioeconómica de las personas.
5. Conclusión
El presente texto coincide tan solo en parte con la apreciación del eximio sociólogo peruano Aníbal Quijano acerca del significado del colonialismo latinoamericano. Efectivamente, es indudable que la colonización española y portuguesa, y a la zaga de éstas las llevadas a cabo con posterioridad por otras sociedades europeas en el continente americano, tuvieron una trascendencia desconocida hasta entonces en todos los órdenes, explicable por la inserción del hecho colonizador en un contexto histórico nuevo. Dicho contexto estuvo indefectiblemente unido a un expansionismo, a escala planetaria, de las potencias colonizadoras europeas, que carece de parangón histórico hasta ese momento, y que se halla en el origen lejano de la globalización. Este colonialismo se acompañó de una concepción mental nueva que llevaba aparejada la aplicación de criterios que Quijano ha llamado, acertadamente, eurocéntricos, resultantes de la imposición de cánones europeos por parte de las culturas dominantes.
Sin embargo, el presente texto se separa de la consideración de Quijano (2000) en lo que respecta a la idea de que la colonización latinoamericana se sirviera de los patrones del capitalismo para espolear la transformación del continente americano. Frente a esta tesis, es importante señalar que la colonización de América Latina estuvo lejos de ser uniforme de modo que, muy al contrario, las notables diferencias zonales constituyen un obstáculo a la elaboración de estas tesis con carácter general. Por otro lado, la colonización española y la portuguesa fueron muy ajenas a la adopción de los patrones del capitalismo en la inmensa mayor parte del área colonizada antes del nacimiento de las nuevas repúblicas, no siendo los que podemos llamar incipientes, con la salvedad hecha de aquellos espacios de plantaciones en los que, probablemente, no antes del siglo XVIII bien avanzado comienzan a adoptar pautas propiamente capitalistas. Al contrario, los patrones adoptados típicamente por los colonizadores desde finales del siglo XV y con posterioridad fueron mayoritariamente los del modo de producción tributario, conforme a un modelo que había resultado exitoso previamente en la Península Ibérica. Si, en concreto, España fue refractaria a la adopción de los patrones capitalistas antes de la caída del Antiguo Régimen, en el área latinoamericana se procedió, salvo excepciones, de manera análoga.
Asimismo, este texto se separa de la tesis de Quijano (2000) de que el colonialismo esté en el origen de una clasificación social de la población mundial a partir de la idea de raza. Es muy posible que el racismo de época colonial, y al que se le supone uncido al sistema ideológico dominante, no fuera tan evidente como el que se deduce de la lectura del texto de Quijano. En la sociedad colonial la estratificación era de carácter básicamente estamental, de modo que cada estamento poseía su propio nicho económico, reservado a los integrantes de dicho estamento. Ahora bien, existe la constancia de que este sistema de estratificación pudo ser compatible con otros sistemas, como el de la clasificación social en castas, con el fin de que resultara garantizada la subordinación del indio como mano de obra y como sujeto tributario. Aun así, la utilidad práctica del sistema de castas pudo ser reducida y debió emplearse mucho menos de lo que se ha supuesto a partir de la existencia de los cuadros de castas. La mejor prueba de ello es que la existencia de castas en la sociedad colonial queda contradicha, en lo fundamental, por la incesante mezcla de los tipos humanos que se produjo. En el área latinoamericana no estuvo vigente una ideología similar a la del apartheid, característica de las sociedades de matriz anglosajona, sino que, por el contrario, la mezcla constituyó una regla durante todo el período colonial, lo que induce a pensar en la baja consistencia de la ideología racial, y con más razón en lo que concierne a la supuesta existencia de castas. La información histórica coincide con los resultados de los trabajos antropológicos que se vienen citando en este artículo a propósito del Perú, poniendo de manifiesto, indubitablemente, que el paso de los indígenas al grupo mestizo ha sido una constante generalizada desde los orígenes de la colonización hasta el presente.
El advenimiento republicano dio pábulo al nacimiento de una nueva sociedad, presidida por el ideal asimilacionista, que convertía a los indios en ciudadanos iguales a todos los demás. En esta situación, las elites precisaron de una ideología que supeditara la igualdad jurídica a las diferencias consideradas naturales, esto es fenotípicas, a fin de separar al grupo dominante de sus competidores en la lucha por la explotación de los recursos. La nueva ideología recogerá muchos de los caracteres que ya habían estado presentes en época colonial, pero que acaso no se habían manifestado intensamente, para construir una teoría explicativa y supuestamente rigurosa, acerca de la existencia de los sempiternos segmentos de la población peruana, entre los que, al menos, están el criollo, el mestizo y el indígena. La extraordinaria mezcolanza de la sociedad peruana, firmemente mantenida a lo largo del tiempo, contradice la existencia de un racismo fenotípico y alimenta la idea de la existencia de una ideología sustentada en la raza social, tal y como la conocemos actualmente en la sociedad peruana.
Tanto los viejos recuentos de la primera época colonial, como los censos del último período colonial, y al igual que los censos y encuestas del Perú republicano, han coincidido en afirmar la existencia de una profunda mezcolanza de la población peruana, abonando la concepción mestiza de la nación peruana, a modo de constante histórica, profundamente interiorizada por la sociedad, tanto desde el punto de vista natural como desde el punto de vista cultural. Sin embargo, más allá de los resultados puramente estadísticos, los censos han sido una de las herramientas más utilizadas por los gobiernos, dependiendo del signo político y de su concepción de la comunidad imaginada, para crear imágenes más o menos interesadas de una identidad nacional, que ha basculado entre la búsqueda de una sociedad indígena, conformada en torno a valores primigenios, y la búsqueda de una sociedad mestiza y moderna, resultante del encuentro entre los grupos humanos que han dado vida al Perú a lo largo de su historia.
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