Introducción
“¿Cuánta vida te cuesta el sueldo?” La pintada con aerosol, en una pared céntrica de la Ciudad de Buenos Aires, a pocos metros de la boca de un concurrido subterráneo, no pasa desapercibida (1). Llama la atención por su tamaño, por la estridencia del rojo furioso con el que está escrita y, claro está, porque interpela. Como bien expuso Michael Denning (2011), es la vida sin salario, no el trabajo asalariado, el punto de partida para entender el mercado libre: el capitalismo comienza con el imperativo de ganarse la vida. Bajo el capitalismo, los y las trabajadores/as somos “libres” de vender nuestra fuerza de trabajo, pero, en verdad, estamos obligados a hacerlo para sobrevivir. Ese trabajo siempre es explotado porque la producción de plusvalía es esencial para la reproducción del modo de producción capitalista (Cruz 2018). Además, vivir en una sociedad de clases implica experimentar unos “mecanismos económicos institucionalizados que niegan de forma sistemática a algunos de sus miembros los medios y las oportunidades que necesitan para participar en la vida social en pie de igualdad con los demás” (Fraser 2006: 52). Por lo que, en el capitalismo, la pobreza y la desigualdad son sistémicas y el desempleo se presenta como un aspecto inevitable. Autoempleo, precarización e informalización caracterizan el modo de existencia de buena parte de la población: el “sector informal” se tornó, al decir de Denning (2011), el tropo dominante para representar la vida sin salario en ciudades de todo el mundo.
Sector informal, trabajo precario, trabajo vulnerable o vida sin salario son términos que pueden servir para caracterizar la cotidianeidad de las trabajadoras sexuales. Por eso, cuando, en junio de 2020, el Ministerio de Desarrollo Social argentino anunció el lanzamiento de un Registro Nacional de Trabajadores de la Economía Popular (2) que permitiría a las y los autoempleadas/os incorporarse al monotributo social y acceder a instrumentos de la seguridad social, las trabajadoras sexuales organizadas festejaron. Estaba previsto que pudieran inscribirse, ya sea dentro de la rama de trabajadoras de espacios públicos o de la de servicios personales, bajo una categoría que, por primera vez, las reconocía como trabajadoras y lo hacía respetando su labor: trabajadoras sexuales o strippers. Pero la presión de los sectores abolicionistas fue tal que el registro fue suspendido y, cuando volvió a estar disponible, ya no contaba con las categorías para las trabajadoras sexuales. Lo que estaba en disputa era el carácter mismo de la actividad: ¿era la prostitución un trabajo?
Mientras que los feminismos abolicionistas y determinadas oficinas estatales sostienen que “la prostitución no es trabajo, es violencia”, los feminismos proderechos y las organizaciones de trabajadoras del sexo reivindican los derechos laborales de quienes ejercen el trabajo sexual. En otros trabajos (Daich 2012 y 2018) he señalado ya las complejidades inherentes a las posturas enfrentadas del debate local respecto de la prostitución. Baste aquí mencionar que la hegemonía del discurso abolicionista impide problematizar las diversas situaciones que viven las personas que ejercen el trabajo sexual. Si bien la prostitución por cuenta propia no es un delito en nuestro país, el discurso abolicionista la presenta, a fin de cuentas, como una actividad ilegítima. Ello es así porque este discurso sostiene que en la base de la prostitución se encuentran la inequidad y la violencia de género y que estas habilitan la construcción de una categoría de mujeres disponibles para la satisfacción de la sexualidad masculina. De aquí que, según los feminismos abolicionistas, las mujeres se vuelvan objetos sexuales, mercancías cuyo deseo y placer nunca tiene lugar, y cuyas expresiones de libre opción no son más que una pantomima superpuesta a los “procesos de sobreadaptación a situaciones de violencia sostenida” (entrevista a una integrante de la Campaña Abolicionista, 2014). Bajo la lente abolicionista, la prostitución no solo se torna ilegítima, también se homogeniza y, así, se simplifica. Estos discursos se nutren de una tradición feminista radical que considera a las mujeres como una suerte de clase sexual y al género, antes que a la clase social, como la contradicción principal (Echols 1989). Una tradición para la que la sexualidad es la raíz de la opresión y la prostitución es el caso paradigmático de dominación de la mujer en el patriarcado.
Así pues, narrativas abolicionistas locales presentan la prostitución como un caso de violencia de género: “no es ‘trabajo sexual’, porque no es trabajo: es explotación sexual; los cuerpos como mercancía para ser usada por quien quiere, la imposición del placer y la sexualidad de otro. Es una forma de abuso” (3). Inclusive hay funcionarias feministas abolicionistas que presentan la prostitución como forma moderna de esclavitud:
“no veo la prostitución como un trabajo porque no lo veo en un orden de producción y donde se dé un salario a cambio de un servicio o una mercancía. Lo que veo se parece más a la esclavitud porque en la esclavitud un sujeto no llevaba a cabo acciones de acuerdo con su voluntad libre sino que se anulaba su voluntad porque era como una herramienta o un instrumento en manos de su amo” (4).
Si la prostitución equivale, sin más, a violencia y esclavitud, no ha de sorprender que estos discursos asocien el trabajo sexual a la trata de personas. En la Argentina, la trata de personas con fines de explotación sexual se instaló como problema en el debate y la agenda pública a partir del año 2005; cuando feminismos abolicionistas y organizaciones diversas confluyeron en un particular movimiento antitrata local, articulado con los espacios del debate transnacional y supranacional (Varela 2015). Este movimiento auspició la reforma de la ley de trata de 2012, que no diferencia entre prostitución forzada y prostitución voluntaria alentando, así, la confusión entre trabajo sexual y trata. Para los feminismos abolicionistas, trata y trabajo sexual son “las dos caras de la misma moneda”, por lo que a medida que dicha campaña avanzó en nuestro país (con un despliegue de medidas que luego reseñaré), cada vez se hizo más patente que de lo que se trataba, y de lo que aún se trata, en verdad, es de una empresa antiprostitución (Daich 2015 y 2022a).
En cambio, las organizaciones de trabajadoras sexuales conciben a la prostitución/trabajo sexual como la prestación voluntaria y negociada de servicios sexuales remunerados (definición que excluye, por supuesto, la prestación coercitiva de servicios sexuales) (5). Esto no implica desconocer la existencia de un mercado sexual constreñido por la violencia ni negar que la prostitución, al igual que el trabajo doméstico o el matrimonio, es una institución patriarcal. A diferencia del feminismo abolicionista, los feminismos proderechos piensan en la sexualidad como terreno de disputa antes que como campo fijo de posiciones de género y poder, por lo que el orden sexista imperante no es enteramente determinante. Por lo mismo, la posición de la prostituta no puede ser reducida a la de un objeto pasivo subordinado a las prácticas sexuales masculinas sino que debe leerse como un espacio de agencia donde se negocia y se hace uso activo del orden sexual existente (Piscitelli 2005) (6).
Por su parte, los feminismos marxistas consideran el trabajo sexual como inherentemente explotador, dada la naturaleza opresiva del trabajo bajo el capitalismo. Sin embargo, tienden a argumentar en contra de la postura abolicionista, postulando que el trabajo sexual debería ser una opción segura y viable, dada la realidad material de la vida bajo el capitalismo tardío (Henry y Farvid 2017, Berg 2014, Beloso 2012).
Así las cosas, ¿qué tienen que decir las personas de carne y hueso al respecto? ¿Cómo piensan las trabajadoras sexuales sus prácticas económicas y sus inserciones en el mercado laboral y sexual? ¿Con qué argumentos justifican sus formas de ganarse la vida? Este trabajo pretende explorar las trayectorias laborales de trabajadoras sexuales de Buenos Aires, recuperando las lógicas implicadas en ellas. Interroga, además, sobre el papel estructurante del estigma y el sistema penal. De este modo, busca complejizar las narrativas respecto del mundo del trabajo sexual que circulan profusa y capilarmente, en especial, los discursos abolicionistas hegemónicos. Intenta asomarse, siguiendo a Susana Narotzky (2015: 68), a lo que las personas hacen para ganarse la vida y a las lógicas que guían esas prácticas, en un afán de “teorizar desde abajo”, esto es, de “utilizar el conocimiento al que accedemos etnográficamente (discursos y prácticas) para repensar los conceptos y los marcos teóricos que nos sirven para explicar los procesos sociales (…) se trata de intentar desentrañar cómo estos conocimientos y prácticas ordinarias cuestionan las teorías que utilizamos para entender la realidad y cómo requieren su transformación”. Para este desarrollo, me valgo de una serie de entrevistas realizadas a trabajadoras del sexo, en la Ciudad de Buenos Aires, entre el año 2022 y 2023. También del trabajo de campo que vengo realizando, desde el año 2013, en el marco de distintos proyectos de investigación que he dirigido (7) y que se enmarcan en los lineamientos de la antropología feminista (Daich 2014, Daich y Varela 2022, Castañeda 2006). De este modo, este trabajo se beneficia de un corpus de información etnográfica producida durante los últimos años y que ha implicado un trabajo de observación, de observación participante, de entrevistas abiertas y de recolección e interpretación de fuentes secundarias. Todo ello a partir de la construcción de un campo tejido de relaciones con trabajadoras sexuales organizadas, personas que ofrecen servicios sexuales (se reconozcan como trabajadoras o no), funcionarios y funcionarias estatales (legisladores, agentes judiciales y de otros organismos relacionados con la temática, policías, entre otros), militantes feministas y otros actores sociales. Cabe aclarar, además, que este campo fue urdido con trabajadoras sexuales cuyas inserciones en el mercado del sexo son diversas (Piscitelli 2005); así, las trayectorias aquí repasadas implican distintas modalidades de trabajo (en departamentos privados, en la calle, en cabarets), lo que supone, también, distintas experiencias.
Ganarse la vida
“Niñera, mucama y operaria en una fábrica de galletitas”, “vendía cosas de Avon, también ropa y perfumes en las oficinas del centro”, “trabajaba por horas en la casa de una señora que a veces quería que fuera, y a veces no”, “antes trabajé en mi provincia, con la cuadrilla para la cosecha”, estas, y otras respuestas semejantes, son las que he recibido cada vez que indagué sobre las trayectorias laborales de mis interlocutoras en el campo. A lo largo de estos años he conocido muchas mujeres que ofrecen servicios sexuales (8), ya sea como única ocupación o en paralelo a otras actividades, y que siempre han referido una experiencia laboral anterior. Sus experiencias reflejan el hecho de que las mujeres constituyen, sin duda, uno de los grupos más afectados por el desempleo y la precarización laboral. La participación de las mujeres en el mercado de trabajo se concentra principalmente, y tradicionalmente, en el sector servicios y en actividades precarias e informales (Muñiz y otros 2013); se ve afectada, además, por la discriminación y la desigualdad de género, por lo que no sorprende la persistencia de la feminización de la pobreza en América Latina (Paz 2022).
Preguntarse por la trayectoria laboral permite atender a las decisiones que, en contextos históricos y socioeconómicos particulares, las personas toman a lo largo de sus devenires ocupacionales (Muñiz 2012). Así, en la trayectoria de mis interlocutoras, la prostitución, o el trabajo sexual, deviene una ocupación posible –estigmatizada, pero generalmente mejor pagada– dentro de las opciones de trabajo disponibles para las mujeres de sectores populares:
“Mi hijo no sabe que sigo trabajando con el cuerpo, porque él ahora es grande y trabaja, y ya me dijo que él puede mantenerme pero yo no quiero, yo quiero mi plata, mi independencia. Nunca dependí de nadie. Y vos sabés que no es el único trabajo que yo tuve. Trabajé desde que tengo 16 años, trabajé de niñera, trabajé de mucama. Eso sí que es peor, trabajar de mucama y que te denigren, que te esclavicen, que no te respeten. En esa casa no me trataron bien, fui víctima de abusos, no sexuales sino laborales. Yo tenía 17 años cuando trabajaba ahí y estaba terminando el secundario. Cuando lo termino, el señor de la casa me dice de ir a trabajar a su negocio. Pero pasó que yo tenía que ir al negocio y después tenía que ir a limpiar la casa y todo por el mismo salario. No me cerraba que me estuvieran esclavizando así. Después entré a trabajar a una fábrica y tuve a mi hija, y ya la plata no me alcanzaba. Entonces vi un anuncio en el diario: se busca señorita, y me mandé. Pero no la pasé bien ahí, te maltrataban y yo no tenía experiencia. Entonces me fui a trabajar con un amigo que se puso una casa de citas, él te llamaba y te decía: a tal hora, tenés un encuentro en tal lugar. Tenías que vestirte como una diva, yo conocí mucha gente ahí. Se ganaba bien, yo mantenía mi casa, le pagaba a la niñera, pagaba OSDE [medicina prepaga], mantenía la casa de mi mamá también. Dejé unos meses cuando nació mi hijo varón, pero enseguida volví. De los encuentros pasé a trabajar en un departamento privado porque mi amigo se fue a España, a armar algo allá. Me ofreció ir, pero yo no quise dejar a mi familia, a mi hija. Antes había plata, hoy no hay plata. A mí me quedaron clientes buenos gracias a Dios”.
“Empecé grande, a los 28. Me separé, yo estaba bien porque mi ex era mecánico, pero, cuando me separé, él se separó también de mis hijas. Yo empecé a buscar trabajo y no conseguía. Empecé por horas en la casa de una señora, y me pagaba por hora. Imagínate que no me alcanzaba y, además, por ahí me decía: mañana no vengas y yo ¿qué hacía si no iba? ¿De dónde sacaba plata? Entonces una amiga me dice de ir a un cabaret a hacer copas. Esto era de noche y la noche no es para mí porque las chicas eran chicas, tenían que ir a la escuela, yo sin dormir. Yo en el cabaret no hacía pases, pero, como de noche no podía seguir, entonces fui a la calle. Me costó porque no es fácil subir a un auto desconocido, pero empecé a subir, a hacer francesas. Cuando empecé a ver que ganaba bien, que me alcanzaba hasta para pagar la niñera, y que no hacía falta que trabajara 8 horas, ahí me reenganché. Siempre trabajé 2 o 3 horas por día. He hecho otras cosas también, he cuidado gente por ejemplo. También cociné para afuera, pero no hay comparación, en la calle ganas en muy poco tiempo lo que en otra cosa te lleva una semana o dos, y el tiempo que gané también, poder estar con mis hijas, llevarlas a la escuela, poder darles todos los gustos”.
“Pasaban los dueños de los campos o los capataces con las camionetas y te levantaban. Pagaban poco y mal, yo igual no veía un centavo, era todo para comer. Era muy duro. Antes, y ahí era así, había que ir al campo desde muy chiquita, yo iba con mis padres. A los 18 años me vengo a Buenos Aires y, para hacerla corta, termino en Flores a instancias del que fue el padre de mis hijos. No me gustaba mucho al principio, pero lo que sí me gustaba era la plata. Era mucha la plata que había, antes, en la calle. Yo compré camioneta, compré de todo, pero se lo quedaba él. Después me avivé y me separé. Se ganaba mucho en esa época [principios de la década del 90] y por eso ni pensaba en cambiar de laburo, tuve alguna oferta, pero no se comparaba la plata, vos pensá que con este trabajo a mis hijos nunca les faltó nada, tenían todo para la escuela, les compraba comida hecha, tenían su techo, su ropita, sus cositas y una persona que los cuidaba. Porque tenía que pagarle a alguien que los cuidara cuando trabajaba y que se pudiera quedar 21 días cuando iba presa. Porque, aunque le pagábamos a la policía, igual ibas presa”.
“Yo trabajé de muchas cosas, en gastronomía: fui ayudante de cocina y moza, trabajé en una agencia de publicidad que hacía las páginas de publicidad de un diario, yo vendía esa publicidad. Tuve kiosco también. Pero también siempre, un poco en paralelo, hice trabajo sexual. Antes del departamento te digo. Y siempre fui autónoma y por elección. He tenido posibilidades de otros trabajos, pero este me gusta, me siento bien. Pero hay una persecución y es real. Por más que una sea autónoma y lo decida, siempre encuentran el punto para joderte: coima, multas, actas. La policía es la proxeneta de todas nosotras, la que más plata nos ha quitado. Yo creo que las chicas se tienen que animar a trabajar solas, a alquilar un departamento y trabajar para ellas. Nosotras primero fuimos 4, luego 3 y así fuimos quedando menos porque una de mis amigas se fue porque se puso un negocio en Moreno, la otra terminó de estudiar y es maestra. Siempre nos seguimos viendo, ‘Seño puta’ le decimos [risas]. Una elige lo que quiere y lo que puede. Cuando a mí ya el cuerpo no me dé para trabajar, buscaré otra manera”.
Estas cuatro historias dan cuenta de cómo el trabajo sexual puede ser una opción laboral sopesada y que tiene sentido en un marco concreto de oportunidades socioeconómicas. Esto no quiere decir que el trabajo sexual sea una opción para todas las mujeres que se encuentren en una situación económica desfavorable, implica siempre una valoración entre alternativas ocupacionales posibles y una ponderación del costo social y del riesgo personal (Juliano 2002). Así, la prostitución no es el destino inevitable que viene anudado con la pobreza; como bien señala Prabha Kotiswaran (2012), el enfoque de la “pobreza como fuerza” es, en última instancia, clasista, racista e incapaz de reconocer que una mujer pobre puede elegir ejercer la prostitución antes que otras ocupaciones. En la enorme mayoría de los casos que he conocido, prima un argumento económico para la elección o permanencia en el trabajo sexual: “me gustó la plata”, “se ganaba mucho”, “por primera vez pude mantenerme, a mí, a mis hijos y a mi mamá”, “con este trabajo les di un techo a mis hijos”. El alto grado de estigmatización se torna, para las trabajadoras sexuales, el “precio” a pagar por una tarea más rentable. Estigmatización y riesgos, pues al no existir una regulación de sus condiciones laborales, se ven expuestas a la violencia, ya sea de potenciales clientes, de los dueños de departamentos privados o de la policía: “yo tuve muchos clientes buenos, y otros tantos que hasta me propusieron matrimonio. Pero obvio que también de los malos, uno me quiso pegar en el hotel y yo le di con el taco, acordate que antes los tacos eran de metal”, “me quiso agredir con un cuchillo que parecía Rambo, te juro, salí a los gritos de la habitación y enseguida apareció la gente del hotel”, “Ese departamento privado lo conocemos todas, la casita del terror le decimos, para que te des una idea lo que son los dueños, por eso yo siempre le digo a las chicas que mejor trabajar solas o con alguien conocido, co-no-ci-do, ¿entendés?”. Con todo, para muchas mujeres, dada la rentabilidad, es un riesgo que vale la pena correr: actualmente una “francesa” puede cobrarse a$2000, mientras que la hora de trabajo doméstico se paga a $567 (9).
Además, esta opción laboral representa, para muchas trabajadoras sexuales, cierta independencia: “otra libertad: la autonomía que te da, que otros trabajos no te dan, esto de poder manejar los horarios”, “me encanta la plata que da, pero, además, poder ir a hacerla cuando yo quiero, a la hora que yo quiero y la noche que yo quiera, que no tenga que andar dándole explicaciones a nadie, a ningún patrón, a ningún jefe, a nadie. Entro, laburo y me voy; y si quiero seguir laburando, sigo laburando, voy cuando quiero y me voy cuando quiero”, “te da libertad para organizar tus horarios, estar con tus hijos, si ese día el nene se enfermó y no salgo. A menos que sea fin de mes [risas]”. En general, este tipo de afirmaciones me fueron referidas por quienes ejercen el trabajo sexual en la calle, quienes “levantan” clientes en boliches y quienes realizan encuentros pactados a través de internet (10).
Al repasar las trayectorias laborales de las trabajadoras sexuales que conocí en Buenos Aires, se repiten ocupaciones: empleada de casa particular/mucama, cocinera, niñera, operaria, vendedora, cuidadora de adultos mayores, cosechera, costurera. Como bien señala Dolores Juliano (cit. por Maqueda 2009: 52), ninguna de estas opciones “son libres en el sentido de que podrían ser elegidas como elementos de autorrealización si no hubiera necesidades económicas de por medio. En este contexto, puede considerarse a la prostitución como una opción más –no sobredeterminada externamente, porque normalmente la mujer tiene otras opciones alternativas”. Pero, a diferencia del trabajo sexual, de ninguna de estas opciones laborales se sospecha, ni se cuestiona, que se realice por coerción ni se considera el grado de placer que puedan proporcionar, pues, como acertadamente postuló la antropóloga feminista:
“para cualquier trabajo, se parte del supuesto que se elige por una estrategia que tiene en cuenta sus ventajas y sus inconvenientes, y que implica compensaciones económicas que hacen innecesario el recurso a la fuerza para obtenerlo, e irrelevante la satisfacción personal de quien lo realiza. Sólo en el caso de la prostitución se recurre a explicaciones esencialistas y se descarta considerarla una estrategia de supervivencia asumida puntualmente” (Juliano 2002: 18).
La regulación del trabajo sexual: estigma y violencia policial
Ahora bien, el trabajo sexual no es como cualquier trabajo. Para empezar, se trata, como ya he señalado, de una de las labores más estigmatizadas. Son nuestras construcciones sociales de género las que alientan la discriminación de las trabajadoras sexuales y habilitan que, cotidianamente, se les falte o niegue el respeto. Así, sucede que el trabajo sexual puede comportar mayores beneficios económicos que otras labores disponibles, pero comporta, también y a diferencia de aquellas, un alto grado de estigmatización que genera gran vulnerabilidad social. Puta o decente refiere a una clasificación social que funciona, de igual modo, para todas las mujeres, ya que la actividad sexual se valora de manera desigual en función del género: “con una moral distinta para los hombres y para las mujeres (una doble moral) se clasifica a estas como decentes o putas. Todas las mujeres están sujetas a esta valoración, que es una forma de violencia simbólica” (Lamas 2013: 68). Para la puta, no hay más que valoración social negativa (11).
El estigma provoca indefensión y vulnerabilidad y genera, para las trabajadoras sexuales, una posición social desventajosa y cierta fragilidad a la hora de lidiar con vecinos, clientes, dueños de departamentos, agentes de salud, policía, agentes judiciales, empleados de inmobiliarias y otros. Así, a lo largo de estos años, muchas veces me han relatado problemas con los alquileres: “si se enteran que sos gato, te quieren cobrar más, aunque les digas que no vas a trabajar en el lugar”, con el acceso a la salud: “yo tenía OSDE, me atendía en los mejores lugares, pero no digo a qué me dedico porque enseguida te tuercen la cara, o vas por un dolor de oído y te quieren hacer un hpv”, con los vecinos del barrio: “Acá había uno que le decían el judío, ¡con megáfono salía a corrernos de la esquina! Y no te puedo reproducir los insultos que nos decía”, entre tantos otros. Además, en algunos casos, el estigma puede formar parte de la interpretación de las mismas trabajadoras sexuales, lo que produce una autodesvalorización (Juliano 2002).
El estigma y la desvalorización social resultan solidarios con las prácticas penales que constriñen la actividad. En la Argentina, el trabajo sexual por cuenta propia no constituye delito alguno, pero persisten códigos de faltas que persiguen la oferta de sexo en la vía pública y habilitan la intervención policial. Para la Ciudad de Buenos Aires, el art. 96 del Código Contravencional vino a reemplazar a los antiguos edictos que penaban el escándalo en la vía pública. Antes de 1998, la policía podía detener por 21 días a “las personas de uno u otro sexo que públicamente incitaren a las personas o se ofrecieren al acto carnal”. “Por más que pagaras, de vez en cuando te tocaba perder. Porque una de la cuadra no pagó, porque tenían la orden o no sé, pero te tocaba. Si tenías niñera, estabas salvada; si no, era la preocupación. Y que alguien te arrime el bagayo”, me contaron más de una vez. De aquellas épocas, las trabajadoras recuerdan la violencia con la que los policías irrumpían en las calles y en sus cuerpos:
“Aparecían los ratis, así [extiende los brazos], como de película, te frenaban ahí el auto y salíamos corriendo, una se subía a los postes de luz, otras se trepaban a los árboles, yo me metía debajo de los autos. Podías zafar, pero, si te agarraban habiéndote querido escapar… ¡te molían a palos! A mí me molieron a palos. Pero respondíamos, a veces respondíamos. Yo le pegué a uno en la nariz, fue peor y terminé ensangrentada, pero ¡le pegué en la nariz! Y en el calabozo podíamos estar 21 días y ahí también era mucha violencia. Pasaban cosas, te querían abusar o te negaban cosas básicas, yo por eso prendí fuego el colchón varias veces. Después venía la represalia”.
En esa época, el pago semanal a la policía era una cuestión habitual: “había que pagarle a la brigada, a la de calle, al comisario (al que se le pagaba más)”, pero, aun así, la actividad resultaba rentable: “nos sacaban un montón de plata, pero, como se hacía tanto en ese momento [en particular, durante los primeros años de los noventa, con la convertibilidad], igual te alcanzaba, te alcanzaba para pagarles a ellos, a la niñera, la casa, la comida, la ropa”. A la derogación de los edictos siguió un nuevo código de contravenciones y un nuevo sistema de justicia contravencional. Actualmente es el art. 96 el que sanciona a “quien ofrece o demanda en forma ostensible servicios de carácter sexual en los espacios públicos” y ya no conlleva la detención, sino que implica el labrado de un acta que luego sigue curso en la justicia contravencional. Ahora bien, en la práctica sigue rigiendo la discrecionalidad policial y la persecución de las trabajadoras sexuales. Muchas de ellas han referido el hostigamiento constante de los agentes policiales, que les realizan actas contravencionales todas las semanas o, inclusive, cuando no están trabajando y por el solo hecho de que ya las conocen: “me la hicieron a la salida del supermercadito chino, con la bolsa en la mano”. Me han relatado cómo algunos piden servicios sexuales gratuitos o exigen coimas solapadas: “¿no vas a colaborar para el cafecito del agente?”, y también cómo otros tantos lo hacen de manera amenazante a cambio de no hacerles “una resistencia a la autoridad u otra peor [drogas]”.
El estigma resulta funcional a la discrecionalidad policial, pues atenta también contra el conocimiento de los propios derechos: “yo no sabía que no me podían detener teniendo mi documento, y me llevaban todo el tiempo por AI o AA [averiguación de identidad/antecedentes] y yo pensaba que era por lo que yo hacía en la calle, que ellos podían hacer eso. También estuve presa por alguna razzia. Y eso que pagábamos por semana”. Muchas trabajadoras sexuales dejaron de pagarle a la policía una vez que se organizaron en el Sindicato de Trabajadorxs Sexuales AMMAR, lo que no implica que no sigan experimentando el hostigamiento policial. En otros casos, el pago de coimas continúa. Los pedidos, en las calles de un barrio popular de la ciudad, van desde “cafecitos” a $5000 diarios (dato para el sur de la ciudad, marzo de 2023). Dada la actual crisis económica, la apreciación respecto a las coimas es otra: “hoy la plata no alcanza”. Los pedidos de soborno también son moneda corriente para las trabajadoras sexuales que ofrecen sus servicios en los departamentos privados. Aunque, cuando estos tienen dueños, suelen ser ellos quienes se encargan de lidiar con la policía.
Como señalaba párrafos más arriba, el trabajo sexual autónomo no constituye delito, pero sí está penada la explotación de la prostitución ajena y, desde que se iniciara la campaña antitrata, una serie de medidas fueron penalizando cada vez más a las terceras partes, acorralando y expulsando, también, a las trabajadoras sexuales. Así, en el año 2009, y amparándose en el discurso del combate de la trata de personas, municipios de distintas provincias prohibieron el funcionamiento de whiskerías y cabarets, locales comerciales hasta entonces –bien o mal– habilitados, donde podía haber actividades de alterne y donde las trabajadoras sexuales podían conocer eventuales clientes. Evidentemente, en dichos establecimientos se trataba más de impedir la oferta que la realización de servicios sexuales, puesto que esto último ya estaba prohibido por la ley 12331 del año 1936. Poco después, en 2011, el decreto presidencial 936 prohibió la publicación en los medios gráficos de los avisos de oferta sexual. De este modo, desaparecía de los periódicos el conocido popularmente como “rubro 59”. No solo las trabajadoras sexuales se vieron impedidas de publicitar sus servicios, sino que, además, los avisos del rubro 59 quedaron asociados a redes de trata o a explotación sexual, lo que incrementó la estigmatización de todo el comercio sexual. También la publicidad de la oferta sexual en la vía pública fue objeto de políticas. En diciembre de 2012, la Ciudad de Buenos Aires prohibió, en nombre de la lucha contra la trata, las pegatinas y los volantes callejeros del sexo comercial e imprimió una visión victimizante sobre quienes publicitaban sus servicios de ese modo (Daich 2015). A partir del año 2011, aunque con más fuerza y más visibles desde el 2013, comenzaron también, en la Ciudad de Buenos Aires, una serie de operativos, conducidos por la agencia judicial o por organismos de la ciudad, de inspección, allanamiento y clausura de los espacios en los que podía haber sexo comercial. Así, se realizaron distintas inspecciones administrativas para chequear las habilitaciones de las whiskerías y bares, pero también inspecciones indebidas a domicilios particulares, todo ello acompañado de una estrategia de espectacularización mediática de dichas acciones. Se llevaron adelante innumerables allanamientos, con y sin orden judicial. En este último caso, sucedió inclusive que algunos inspectores de la ciudad se hicieron pasar por clientes para ingresar en el domicilio de las trabajadoras sexuales y permitir el ingreso de la policía. Estos operativos conllevaron clausuras de boliches y de domicilios particulares e investigaciones judiciales. En el caso de los domicilios, las trabajadoras relataron cómo la policía: “se llevó todo, nuestros teléfonos celulares, la plata que teníamos, ¡hasta los preservativos! Y no te devuelven nada”, y denunciaron, además, que estaban clausurando sus viviendas personales y pidiéndoles que pagaran multas por no tener habilitado el espacio (para el que la ley no prevé habilitación). Las trabajadoras sexuales fueron acusadas de regenteadoras, rescatadas como víctimas y sancionadas por incumplir el código de habilitaciones. En algunos casos, al ser objeto de todos esos procedimientos en simultáneo, fueron víctima, victimaria e infractora, todo al mismo tiempo (Daich y Varela 2014). Todas estas acciones, que se decían estaban pensadas para combatir la trata de personas, se dirigían, en realidad, al sexo comercial. De modo que los efectos concretos y prácticos de estas políticas antitrata terminaron por vulnerar los derechos de las trabajadoras sexuales (12).
Así pues, el labrado de actas contravencionales, las detenciones policiales, el pedido de coimas y las actuaciones policiales y judiciales en los supuestos de explotación sexual y trata hablan de cómo lo penal aparece, finalmente, como uno de los grandes reguladores del trabajo sexual.
Reflexiones finales
Desde los discursos abolicionistas se subraya, una y otra vez, que la prostitución implica la “mercantilización de las mujeres”, la “cosificación para el consumo de los prostituyentes”, y que “la mercantilización de los cuerpos nunca puede ser vista como un valor”. A lo que las organizaciones de trabajadoras sexuales suelen responder: “no vendo mi cuerpo, sino un servicio”. Desde un punto de vista marxista, la venta de servicios implica una relación de subordinación que transforma al trabajador en un objeto mercantilizado, por lo que, en este aspecto, el trabajo sexual no parece diferir de otros trabajos. Además, como señala Castellanos Rodríguez (2008), el trabajo sexual, como otros trabajos, produce plusvalía, la que puede enriquecer a capitalistas (dueños de departamentos privados, por ejemplo) o puede ser plusvalor generado en las trabajadoras por cuenta propia. Inclusive, como se ha visto, esa plusvalía puede ser apropiada por la policía: “la proxeneta de todas nosotras”.
Que el trabajo sexual se encuentre regulado por el sistema penal dificulta la apreciación de los matices y las problemáticas de ganarse la vida en el mercado del sexo. Pues, como ha indicado Zatz (1997: 283), existe una curiosa tendencia a ver el trabajo sexual como una práctica cuyas características políticamente relevantes existen independientemente de su estatus legal. Así, por ejemplo, ¿cómo ponderar el papel de la violencia en el mercado sexual? Para los abolicionismos, va de suyo: prostitución es violencia. Para los feminismos proderechos, marxistas y organizaciones de trabajadoras sexuales el tópico merece otra atención: ¿cuánta violencia responde a las condiciones laborales no reguladas y a la falta de protección legal?, ¿cuánta violencia proviene de los procedimientos penales?, ¿qué de la violencia va de la mano con el estigma? El marco legal es importante porque tiene efectos concretos en la vida de las trabajadoras sexuales y porque construye, también, mensajes para el conjunto de la sociedad. En este sentido, nuestro actual panorama legal regido por la campaña antitrata es un obstáculo para los intentos de las trabajadoras de articular sus prácticas como una forma de trabajo.
La industria del sexo refleja las desigualdades, las jerarquías y el sexismo que estructuran la sociedad en la que vivimos; se monta sobre la desigualdad social y económica entre varones y mujeres, por lo que puede reforzar la opresión patriarcal y contribuir a la percepción social de las mujeres como meros objetos sexuales (Rubin 2011, Lamas 2014). Por eso, hablar de trabajo sexual implica hablar de género. Pero, en tanto y en cuanto el trabajo sexual constituye la forma que tienen miles de mujeres de ganarse la vida, implica también hablar de clase. La prostitución es un asunto tanto de género como de trabajo. Que hablar de género implica hablar de clase así como de raza, es algo que nos han enseñado los feminismos negros de la segunda ola. Sabemos que género y clase no son ámbitos diferentes de experiencia que existan aislados unos de otros, sino que son categorías que existen en y por medio de relaciones entre ellas (Mcklintock 1995).
Perder de vista la dimensión de clase deja librado el camino a un neoliberalismo capaz de fagocitar, también, idearios feministas. Beloso (2012: 49), siguiendo el trabajo de Nancy Fraser acerca de la articulación inesperada del capitalismo tardío con feminismos de la segunda ola, sugiere lo siguiente:
“esta desclasificación del feminismo ha ido de la mano de la adopción popular de ideologías neoliberales de libre mercado, que defienden la promoción de la inclusión cultural de (algunas) mujeres a expensas de la exclusión económica de (muchas) mujeres, lo que ha dado lugar a la aparente paradoja actual de que algunas mujeres y niñas lleven con orgullo camisetas con la leyenda ‘Girls Rule’ confeccionadas por otras mujeres y niñas en talleres clandestinos”.
En el ámbito local, este tipo de paradojas se han hecho visibles en las marchas feministas de los últimos años; la masificación del feminismo, con la lucha por el derecho al aborto y el fenómeno del Ni una Menos, colmó las calles y plazas con cientos de miles de mujeres y sus/nuestras contradicciones.“Pagar los aportes de la empleada también es sororidad”: así rezaban algunos carteles con los que las empleadas domésticas se dirigían a todas las feministas que las emplean en condiciones laborales informales. También de estos eventos vienen participando, sistemáticamente, las trabajadoras sexuales organizadas; llevan banderas con letras grandes, rojas y furiosas, como la pintada con la que comienza este texto, para que todas se enteren/nos enteremos de que “las putas también somos trabajadoras”.
Notas
1. Una pintada similar fue registrada por Las Paredes Hablan: https://www.facebook.com/photo?fbid=630095149129136&set=a.476939431111376
2. Al momento de su lanzamiento, quienes podían inscribirse en el registro eran los trabajadores y las trabajadoras que crearon su trabajo a partir de sus saberes y oficios, que trabajan de manera individual o con otros y que se encuentran en una posición asimétrica desventajosa en relación con el ámbito financiero, comercial o fiscal. Es importante señalar que el registro toma en cuenta la autopercepción como trabajador/a de la economía popular, es decir, que atiende a la propia valoración de las personas respecto de las labores que llevan adelante. Para un desarrollo del caso, véase Daich e/p.
3. https://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/subnotas/169389-53984-2011-06-03.html. Entrevista a Magui Bellotti, referente feminista abolicionista.
4. https://www.youtube.com/watch?v=8NgSynIEy4w&t=167s. El video corresponde a una iniciativa del Foro por la abolición de la cultura prostituyente, de 2016. En él, la filósofa y funcionaria estatal Diana Maffia se explaya sobre la prostitución como esclavitud.– En la Argentina, el abolicionismo ha sido, sin duda, hegemónico entre los feminismos. En la década del 70, la prostitución no era un tema que se problematizase, pero, aun así, las visiones de las militantes, nutridas de lecturas feministas radicales, eran mayoritariamente abolicionistas. En los 80, la Asociación de Trabajo y Estudio sobre la Mujer “25 de noviembre” (ATEM), fundada por Margarita Bellotti y Marta Fontenla, comenzó a trabajar la temática de la prostitución desde una perspectiva abolicionista. ATEM es relevante, además, para pensar el feminismo porteño, porque generaciones de feministas se formaron allí, participando de sus grupos de lectura o de sus jornadas anuales. En el año 2007, junto con otras organizaciones (como la Librería de Mujeres, CLADEM y CATW Argentina, entre otras) conformaron la Campaña Abolicionista “Ni una mujer más víctima de las redes de prostitución”. La Campaña Abolicionista sostiene que la trata con fines de explotación sexual y la prostitución son fenómenos inseparables, que la prostitución es una institución patriarcal basada en la desigualdad entre varones y mujeres y que no puede, bajo ningún concepto, ser considerada trabajo. Como Campaña, han realizado distintas actividades y acciones, algunas de lobby que repercutieron en la modificación de la ley de trata, en el año 2012. De la campaña participa, también, la asociación de mujeres en situación de prostitución, AMADH. A lo largo de estos años se han conformado otras articulaciones, como el Frente Abolicionista Nacional o la Convocatoria Abolicionista Federal. En el ámbito académico, las posiciones y producciones feministas difieren en función de las conceptualizaciones acerca de sexualidad y género que adopten, también de cómo entienden la violencia y el poder, y su relación con otras formas de diferenciación y jerarquización social. Y estas producciones suelen diferir, además, en función de si se trata de aproximaciones con base empírica o si son fundamentalmente teóricas. Por lo general, lo que se ha escrito desde la filosofía, por ejemplo, tiende a reproducir discursos generalizados que suelen nutrirse de las conceptualizaciones propuestas por los feminismos abolicionistas estadounidenses y españoles, o por el campo del feminismo “antiporno”. Asimismo, las funcionarias feministas han sido, en su amplia mayoría, abolicionistas, en algunos casos se trata de militantes o de académicas que, a través de estos cargos, han podido amplificar sus discursos (Daich 2019 y 2022b).
5. Pueden consultarse los documentos y declaraciones del Sindicato argentino de Trabajadorxs del Sexo, AMMAR, en: https://www.ammar.org.ar/. También, y como otro ejemplo, el Manifiesto de L@s trabajador@s sexuales en Europa, resultado del Congreso de Bruselas de 2005 que contó con la participación de 120 trabajadores/as sexuales de 26 países.
6. Desde esta perspectiva se conformó, en el año 2016, una agrupación que apoya la reivindicación de los derechos de las y los trabajadores sexuales. Allí confluyen personas de distintas trayectorias profesionales y militantes, entre ellas varias feministas. Se trata del FUERTSA, Frente de Unidad Emancipatorio por el Reconocimiento de los Derechos de Trabajadorxs Sexuales en Argentina.
7. 2014-2012 –PICT 2011-0420 Género como estructura de violencia y poder: policía y prostitución. FONCYT Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica, Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva de la Nación (MinCyT); 2019-2015 PIP Género y violencia en el mercado del sexo: policía y prostitución. CONICET; 2020-2017 PICT 2080-2633 El gobierno de la prostitución en clave de género: actores, discursos y lógicas profesionales; FONCYT, Agencia-MinCyT. 2022 PICT 03423 Feminismos Incómodos: Movimientos, sujetos y políticas, FONCYT, Agencia-MinCyT.
8. No desconozco la participación de mujeres trans y de personas de otras identidades en el mercado del sexo, pero, para este trabajo, el recorte seleccionado implica trabajar con mujeres cis, que ofrecen sexo comercial de manera voluntaria.
9. Menciono aquí la tarifa para una fellatio tal como me la refirieron trabajadoras sexuales callejeras del sur de la ciudad en enero de 2023. Dependiendo del barrio y de las modalidades de trabajo sexual, la tarifa puede ser mayor. En cuanto a la remuneración del personal de casas particulares, se encuentra regulada por el Estado:
https://www.afip.gob.ar/casasparticulares/categorias-yremuneraciones/documentos/2023/Casas-particulares-remuneraciones-01-23.pdf
10. En el caso de quienes trabajan en departamentos privados, los regímenes horarios son variados, desde algunas pocas horas por semana hasta turnos de 12 u 8 horas, uno o varios días a la semana: “Yo trabajo 12hs, no trabajo 24 o 48 como antes. Solo 12hs con clientes míos o de la casa y como recepcionista”, “todos los días 6 hs, se trabaja con presentación”. Varía también en función de si el departamento es compartido por trabajadoras o si tiene un “dueño”. En este último caso, al no existir regulación laboral del trabajo sexual, cada dueño pone sus propias reglas. Algunas trabajadoras optan por esta modalidad ya que brinda otras ventajas: no estar expuesta en la calle, servicio de seguridad y buenos réditos económicos.
11. De aquí también, que los abolicionismos planteen que ninguna mujer elige libremente la prostitución y que todas las prostitutas son víctimas. Aquellas que se niegan a ser consideradas víctimas y/o las que reivindican sus derechos laborales terminan siendo vistas como cómplices de los proxenetas, del “sistema prostituyente” y/o del patriarcado. Así, reproducen la división entre mujeres buenas y malas, la santa y la puta, la que merece ser reconocida y la que no.
12. Para un detalle del contexto argentino, sus formas de gobierno de la prostitución y las vulneraciones de derechos de quienes ejercen el trabajo sexual, ver el Informe que realizamos junto con Cecilia Varela, y las trabajadoras sexuales organizadas, en el año 2013: “Políticas antitrata y vulneración de derechos de las trabajadoras sexuales”: https://www.ammar.org.ar/IMG/pdf/informe-ammar.pdf
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