Si hubiera alguien con una visión amplia y un conocimiento enciclopédico de los saberes referentes al hombre y sus producciones y se dispusiera a ofrecernos un conjunto de reflexiones críticas sobre el estado actual del pensamiento y la ciencia sobre la sociedad, su esfuerzo serviría de guía a quienes nos sentimos incómodos con la incertidumbre antropológica de hogaño. Porque, si la antropología cultural ha ejercido, y sigue ejerciendo, semejante fascinación sobre científicos, humanistas y sociedad en general, ¿cómo explicamos la debilidad de su prestigio entre los primeros, su falta de influencia efectiva en los segundos y la impotencia de su actitud ante los problemas que aquejan a todos?
La obra de la que quiero dar noticia (o dar razón) ilumina esta y otras cuestiones de calado de indudable interés para la disciplina antropológica y para el conjunto de ciencias sociales en que se enmarca. El autor es profesor titular de Teoría de la Literatura en la Universidad de Salamanca y de Ciencias del Lenguaje en la francesa de Tours; especializado no obstante como semiólogo, lleva años acercándose al campo de la antropología. El primer producto editorial importante de esa aproximación fue la coordinación del número monográfico de la revista Anthropos sobre “Interculturalidad, cine y literatura” (Revista Anthropos, 2007, nº 216). Ahora esa misma editorial nos ofrece el fruto de varios años de trabajo intenso en este libro sorprendente por muchos motivos.
Sorprende, de entrada, la brevedad con la que despacha los asuntos anunciados en el título: las relaciones entre cultura y razón (o racionalidad) y un acercamiento antropológico al hecho literario y al visual, respectivamente. El texto de solapa lo define como un “tratado de las ideas”, lo que de ser cierto haría multiplicar la extensión de la obra. Tampoco es propiamente un ensayo. Yo diría que es un epítome, el resumen concentrado de lo esencial de ese tratado (no escrito) sobre el simbolismo, la cultura, el lenguaje, las ciencias, la escritura autobiográfica y la historia, así como el estudio antropológico de lo literario y de las imágenes (pues de todo ello se trata), una vez despojado de todo aparato propedéutico y pedagógico. En efecto, el lector ha de ponerse a la altura de las premisas para seguir una impecable argumentación que se dirige sin ambages a las conclusiones. A veces el juego es el contrario: comienza el autor con una aserción arriesgada como hipótesis que hay que demostrar (por ejemplo, que la escritura autobiográfica es un “hecho social total” muy significativo de nuestra contemporaneidad), y lo hace con gran dominio de la retórica de científicos y filósofos, nunca trivialmente ensayística, sin la mínima concesión a amplificar las ideas esenciales. Esta es, a mi entender, la característica principal de la obra: una gran cantidad de ideas expuestas con extrema concisión, lo cual provoca una satisfacción inmensa al lector formado y exigente, aunque puede incomodar al impaciente o perezoso. En un texto de estas características, que trata de tantos problemas (epistemológicos, éticos, teóricos) en tantos campos (el pensamiento, la ciencia, la sociedad) y desde tantas perspectivas disciplinares (si bien siempre bajo la égida antropológica) no hay lugar para explicar con detenimiento cada término, concepto o categoría. Exceptuando los momentos en que se ofrecen sintéticas precisiones, que en ocasiones constituyen explicaciones condensadas de teorías complejas (como la hipótesis Sapir-Worf), deberá el lector informado refrescar sus conocimientos, o colmar sus lagunas en manuales y diccionarios especializados. Se trata, pues, de una prosa maciza de ideas que se van hilvanando en una sintaxis de largos períodos (algunos párrafos exceden las tres páginas), muy trabajada, con abundantes juegos especulares de quiasmos y bifurcaciones sucesivas, esforzándose por la precisión léxica y recurriendo a toques discretos de humor inteligente. Una obra que no deja de sorprender por la ambición de sus planteamientos, que serían puro atrevimiento si no vinieran avalados por muchos años de estudio en áreas diversas, y basta dar un vistazo a la bibliografía manejada para hacerse una idea del alcance de sus bases.
El libro anuncia desde sus primeros compases la proposición que lo justifica: un “programa de conocimiento” articulado sobre la organización efectiva de la interdisciplinariedad en las ciencias (objetivo metodológico) y sobre el desarrollo de una racionalidad compartida por todas ellas (objetivo epistemológico). La propuesta no tendría nada de radical si no partiera de un diagnóstico implacable del estatus epistemológico de unas ciencias sociales desacreditadas, así como de la irrelevancia social de las humanidades, alejadas negligentemente, unas y otras, del caudal racionalista de las ciencias puras y duras. Para superar una situación tan desastrosa se apuntan tres vías o propuestas concretas: 1) la aproximación de los saberes humanísticos y de las ciencias sociales; 2) la equiparación teórica y metodológica de todas las ciencias sociales, y 3) la reducción de la divergencia entre las ciencias sociales y las ciencias naturales. La antropología cultural, que hubo de forjarse como disciplina distanciándose tanto de la filosofía como de la sociología y de las ciencias de la naturaleza, tendrá un papel primordial en este desarrollo, como veremos más adelante. En cumplimiento de la primera de estas propuestas, el autor propone el uso del término “ciencias sociohumanas” para impugnar esa “falsa antítesis”, y desde ese terreno unificado despliega sus teorías sobre el sujeto, los símbolos, el lenguaje del conocimiento… Porque de lo que se trata es de “invertir la tendencia posmoderna de mercantilización del conocimiento, responsable de su final trivialidad administrada”, o al menos no colaborar en la “sustitución del concepto por la publicidad y del conocimiento por la propaganda” que nos está llevando a un “desastre absoluto” para el pensamiento. Y es que la antropología, al haber querido alejarse tanto del positivismo como del naturalismo, ha ido quizá demasiado lejos y se ha encontrado con incómodos compañeros de viaje.
La obra está salpicada de críticas a la deriva relativista, a una hermenéutica hegemónica hasta el exceso, a los abusos del culturalismo y la impostura del posmodernismo, fenómenos impuestos por un capitalismo hiperindustrial “incompatible con el mantenimiento de formas de conciencia que resultan poco rentables para su expansión tecnoeconómica, y cuya subsistencia, en las cunetas de la historia universal, hay cada vez menos razones para tolerar” (2010, 281). Habrá lectores a los que no les satisfagan las explicaciones de cuño materialista, e incluso que encuentren exageradas algunas consideraciones; en cualquier caso, la coherencia del discurso suscita un debate con sólidos fundamentos. Y es que, en conformidad con el vigente modelo político-económico, se ha producido una contrarrevolución ideológica conservadora preconizadora del individualismo y del homo œconomicus. Todo un capítulo (el titulado “Política científica del sujeto”) da cuenta de las implicaciones de esta “restauración del sujeto en su posición de individuo soberano” en las ciencias sociohumanas y, por añadidura, en la vida de los todos los hombres.
Sin embargo, al lado de las críticas encontramos siempre invitaciones serias para avanzar en el conocimiento científico y elegir la teoría frente al sentido común (al cual se ha concedido demasiado importancia desde el paradigma interpretativista), es decir, a oponer firmemente la episteme a una doxa siempre vinculada a la justificación ideológica de la realidad. En sus palabras, se trata de “reivindicar con firmeza un género de racionalidad relativamente clásico e incluso conservador, en el extraño sentido progresista que este término ha adquirido tras la posmodernidad” (2010, 31). La preocupación ética es, por lo tanto, otro de los ejes principales del argumento, pues mientras el conocimiento dóxico deviene ideología y sirve a la reproducción social, la episteme permite transformar la realidad a la luz de la razón. Ésa es la superioridad de la epistemología frente a la gnoseología. Y puesto que la investigación científica “es siempre práctica, ética y políticamente hablando”, se hace necesario hacer un llamamiento a la responsabilidad cívica de todo científico social: su conocimiento cualificado hace recaer sobre él “el deber de intervenir, y le confiere el derecho a hacerlo, allí donde sus competencias específicas puedan aliviar los trastornos sociales, explicar sus causas o prever sus consecuencias”. Esa responsabilidad apunta directamente al antropólogo de hoy, y unida a la de todo ciudadano resulta imprescindible para consolidar objetivos universalizables tales como los derechos humanos y la cultura como “acontecer exigente”, como experimentación de las posibilidades humanas, “incluidas las que se intuyan axiológicamente mejores”.
La configuración antropológica de una interdisciplinariedad efectiva
Frente a una interdisciplinariedad pobremente entendida, reducida al “mimetismo léxico”, que deriva en el “uso de metáforas borrosas para producir simples efectos de estilo”, y asimismo como respuesta a la necesidad de hacer más científicas las humanidades, González de Ávila propone que sea la antropología cultural, disciplina prima inter pares, la que dé sustento a los estudios interdisciplinares, “configurándolos”. Tal primacía se justifica por su sitio central y determinante como ciencia sociohumana que forma parte del proyecto ilustrado, así como por la dimensión metodológica totalizadora que proporciona su perspectiva holística, mas también por la necesaria pertinencia de la razón frente a la empiria, del símbolo sobre lo material, y por lo que la antropología pueda aportar al canon de racionalidad y al código de obligaciones deontológicas en la producción del saber.
Excelentes ejemplos de aplicación del efecto configurador de la antropología los encontramos en los capítulos dedicados, respectivamente, a la escritura autobiográfica y al estudio de las imágenes, y de forma menos ostensible en los referidos a la historia y la literatura. En el primer caso, el espacio autobiográfico es pensado como modelo de “filogénesis de la conciencia humana” o de “sociogénesis de la personalidad”, en virtud de cuyos procesos la identidad se realiza mediante el “montaje” del sujeto como individuo. La autobiografía, nos dice, es un modo de etnosaber rebosante de indicios significativos que permiten localizar e interpretar mecanismos transindividuales y estructuras colectivas. En ese sentido se suma al interés que muchos antropólogos han venido mostrando por la escritura autobiográfica y las historias de vida, si bien González de Ávila (que equipara ambas modalidades, lo cual habría que someter a discusión) va más allá de disquisiciones metodológicas y de ejercicios de reflexividad autocomplaciente para indagar en las implicaciones de este modo de expresión individual especialmente marcado por la cultura y penetrado por la historia.
La matriz antropológica adquiere también relevancia en la atención permanente que el autor muestra a las emociones y al cuerpo, considerado este como “mundo físico del sujeto histórico”, así como “anclaje material del conocimiento”, mientras que la dimensión emocional se concibe inseparable de la cognitiva, devolviendo al estudio científico del hombre una integridad maltrecha por las tradicionales dicotomías cuerpo/mente y sentimientos/razón. Y, por supuesto, en las potencialidades heurísticas del concepto antropológico de cultura, pese a sus problemas crónicos de indefinición, desde la archiconocida descripción de Tylor a las autocríticas contemporáneas como la de Kuper (Cultura. La visión de los antropólogos. Barcelona, Paidós, 2001: 281). Problemas asimismo ontológicos que alimentan los ataques emprendidos contra la ciencia antropológica desde las barricadas de la fenomenología y la hermenéutica, ataques que nuestro autor rebate con vehemencia en el capítulo significativamente titulado “El enfado filosófico con la antropología cultural”.
Tampoco encontraremos un discurso sobre antropología visual en los cuatro breves capítulos de la parte dedicada a la imagen, sino un enfoque predominantemente semiótico, antropológicamente configurado, sobre nuestra cultura icónica, su relación con el logos y la siempre deseable racionalidad.
Conclusiones
¿Quiénes son, entonces, los destinatarios ideales de esta obra? Los interesados en la antropología en cualquiera de sus variantes, desde la antropología física o biológica a la filosófica, y evidentemente la social y cultural, hallarán en esta obra un excelente compendio de motivos para reflexionar sobre el sentido de su quehacer en estos tiempos. Los lectores con formación académica en la disciplina tal vez echen en falta referencias importantes, encuentren algunas disonancias en esta voz discordante o incluso objeten la multiplicidad de enfoques y objetivos.
No obstante, hay mucho más que antropología en estas páginas, y las propuestas desgranadas no se ciñen sólo a ese terreno, sino a todas las personas que desde su puesto intelectualmente cualificado se dispongan a abrirse a la reflexividad. La obra, de hecho, está dedicada expresamente a quienes, conscientes y críticos, desde las ciencias, la filosofía o la literatura, no olvidan sus responsabilidades compartidas. A ellos será especialmente grata y provechosa la lectura de este pequeño gran libro.
Frente a las sangrantes injusticias de un mundo más desigual e insolidario, con tantas certidumbres resquebrajadas y en un ambiente asfixiado por el pensamiento hegemónico, las ciencias sociohumanas, con la antropología en cabeza, no pueden sino volverse hacia la racionalidad que les dio su razón de ser.



